30 ene 2012

El misterioso caso del pedo bajo la sábana (2 de 3)

SEGUNDA PARTE

[...]
–Sí, señor.
–Caballeros, señoras. Me veo obligado a hacerles más preguntas. ¿Habían cenado todos juntos aquella noche?
–Sí –dijeron.
–¿Y qué habían cenado? Sra. Jíbara.
–Judías. Las adoro.
–Judías… –el detective hizo una pausa y se rascó la sien, pensando algo– pedos frecuentes, olor intenso y breve. Sr. Remolón.
–Bocadillo de chorizo.
–Chorizo… picante, pedos intermitentes, escozor general. Sra. Feláez.
–Ensalada de verduras, como todas las noches.
–Verduras… un clásico en las flatulencias. Ritmo regular, olor variable. Sr. Catabajos.
–Callos con garbanzos. Tenía hambre.
–Callos con garbanzos… otro clásico. Pedos garantizados, sin ruido pero de penetración en pituitaria. Sra. Empompa.
–Habichuelas en salsa. Muy habitual, señor.
–Habichuelas, habichuelas… y en salsa… pedos con temperatura y aroma agudo. Sr. Sodomo.
–Sodomo cenar búfalo.
–¿Búfalo? Búfalo, búfalo… pedo contundente, por lo general sin olor pero de ano dolorido. ¿Ha apuntado todo, Flátez?
–Por descontado, señor.
–Bien. Tenemos seis sospechosos con cenas de algo riesgo –el detective se paseó de un lado a otro, meditativo–. Necesitamos algo más. Algo más… –lo repetía constantemente–. Algo más, esto es insuficiente… ¡lo tengo! ¡Antecedentes! Necesito conocer sus antecedentes en estos menesteres. Quiero saber si son de gas fácil, ¿me oyen? O si han escuchado pedos en otras ocasiones de alguno de los presentes. Cualquier cosa…
–Yo primero, Sr. detective –dijo el Sr. Catabajos.
–Adelante.
–Sospecho de la Sra. Empompa. Ahí donde la ve, en más de una ocasión la he escuchado a través de la puerta del cuarto de baño lo que hacía dentro. Y créame, se escuchaban unos sonidos de lo más repelente.
–¡Semejante desfachatez! –se escandalizó la Sra. Empompa– ¿Desde cuándo se dedica a espiarme mientras estoy en el retrete? ¿Y qué tendrá eso que ver con lo de la otra noche?
–Está clarísimo, detective. Esta mujer es capaz de tirarse pedos repelentes, ¡yo mismo los he escuchado!
–Ser imposible –intervino el Sr. Sodomo.
–¿Por qué, Sr. Sodomo? –quiso saber el detective.
–Sra. Empompa no poder. Bunga–bunga ocupar ano Sra. Empompa. Gas no tener sitio para salir.
–¡Ja! ¿Lo ven? –dijo orgullosa la Sra. Empompa– Mi ano estaba taponado. Yo no he podido ser.
–Sí que ha podido –dijo desde el otro sofá el Sr. Remolón.
–Proceda, por favor –se giró el detective.
–Existen los pedos vaginales, ¿sabe? Y yo he compartido coito con la Sra. Empompa en numerosas ocasiones. Y más de una vez se le ha escapado alguno.
–¡Pero no huelen, insensato! –se crispó aún más la Sra. Empompa– Dígaselo, Sr. Metano, dígale que no huelen.
–Mmm… pedos vaginales. Se han dado casos de olor, pero es ciertamente muy infrecuente. Y desde luego, no producen un sonido como el descrito. Lo veo difícil.
–Lo que yo veo –dijo la Sra. Empompa– es que esto es una conspiración. Deben estar enojados porque gozaba con el Sr. Sodomo como nunca había hecho con ellos. ¡Eso debe ser! Yo en cambio creo que han podido ser ellos mismos. Alguna noche, mientras dormían, se les han escapado. ¡A los dos!
–¡Imposible! –negó la Sra. Feláez.
–Explíquese, señora –dijo el detective–. Y cálmense todos, la crispación no ayudará a resolver el caso.
–Hablo por el Sr. Catabajos. Como sabe, yo estaba jugando con su instrumento, tenía su trasero muy cerca. Me hubiera enterado la primera si semejante… ya sabe… gas, hubiese salido despedido de por allí cerca.
–Lo mismo digo –afirmó el Sr. Catabajos–, ella tampoco pudo ser. El ano de la Sra. Feláez estaba a escasos centímetros de mi boca. Incluso lo había lamido reiteradamente. No, de allí no salió nada raro, se lo aseguro.
–Pues este tampoco ha sido –habló la Sra. Jíbara, señalando al Sr. Remolón–. Mientras le cabalgaba, mis manos se apoyaban en su barriga, y tengo entendido que para soltar un pedo de tales características se necesita ejercer cierta fuerza abdominal, ¿no es cierto, detective?
–Desde luego.
–Pues ahí no se movió nada. Además, es demasiado vago hasta para eso.
–Eso no es relevante –aclaró el detective–, pero lo de la fuerza abdominal sí. Se necesitaría un abdomen muy preparado para un pedo así.
–Gracias, reina –dijo el Sr. Remolón, guiñándole el ojo a la Sra. Jíbara.
–Bien, señores. Nos quedan dos sospechosos. El Sr. Sodomo y usted misma, Sra. Jíbara. Ambos, por lo que veo, están en forma, poseen el físico suficiente para expulsar ese gas.
–Aquí debo echarle un capote yo a ella –dijo el Sr. Remolón–. Estaba encima de mí, como le dije. Yo tenía las piernas cerradas. ¿No cree que un pedo así me hubiera dejado secuelas, marcas…? Creo que me podía haber hecho incluso daño. Y le juro que no noté movérseme un pelillo del muslo.
–Interesante. Eso creo que la exculpa, Sra. Jíbara. ¿Y usted, Sr. Sodomo?
–Sodomo no haber sido.
–¿Tiene pruebas de eso?
–Sí, las tiene –alzó la voz la Sra. Empompa–. Cuando estábamos en aquella postura, ya sabe, de lado, yo estaba extasiada, disfrutando como nunca, y recuerdo que había colocado mi mano sobre el duro trasero del Sr. Sodomo, apretando y pidiéndole más y más. Y cuando se produjo el… gas, no noté tembleque alguno. Si fuera él la mano me habría vibrado como si me diese la corriente.
–Posiblemente, posiblemente…–el detective Metano parecía nervioso. Agitaba la pipa y se llevaba las manos al cuello constantemente– Muy difícil. Esto es muy difícil. Flátez, ¿se le ocurre algo?
–No, señor.
–Lo esperaba. Seis sospechosos, y los seis con una buena coartada. ¡Pero alguien ha tenido que tirarse ese pedo! ¿Ha anotado todo?
–Sí, señor.
–Pues señores. Esto es un verdadero misterio. Me temo que si el culpable no confiesa el caso se quedará sin resolver. Podría forzar a cada uno de ustedes… tengo sustancias, ¿me oyen? Para que se tirasen un pedo y ustedes comparasen el olor. Pero claro, sería muy difícil lograr un efecto similar.
[...]

28 ene 2012

El misterioso caso del pedo bajo la sábana (1 de 3)

PRIMERA PARTE

–¿Lo ve, Sr. Flátez? –preguntó el detective Metano– Le dije que estábamos ante un caso de lo más peliagudo.
–Desde luego, Sr. Metano.
–Tenemos seis sospechosos –el detective se dirigió a los asistentes mientras sujetaba su pipa con sumo interés, como si se le fuera a caer de cualquier otra manera–. Sí, señores, son todos sospechosos y nadie se moverá de este salón hasta descubrir el culpable, ¿me oyen? Sra. Empompa, por última vez, ¿puede relatarme los hechos? Sea breve, por favor.
–Por supuesto, Sr. Metano. Aquella noche la bacanal transcurría de lo más rutinaria. Yo, como dueña de la casa, solicité ocupar el centro de lecho. Así que allí estaba. Bueno, yo y mi pareja en ese momento, claro –miró al Sr. Sodomo–. A la izquierda nos acompañaban los dos señores de ese sofá…
–¿Que se llamaban…? –interrumpió el detective.
–Sr. Remolón y Sra. Jíbara –prosiguió la Sra. Empompa, que aprovechó el segundo de interrupción para ajustarse el corsé–. Y a la derecha ellos, el Sr. Catabajos y la Sra. Feláez.
–Bien, y se hallaban todos bajo la sábana en el momento de los hechos.
–Todos, señor –la Sra. Empompa acariciaba su perrito, que permanecía inmóvil entre sus piernas–. He dispuesto unas sábanas amplias para estas ocasiones.
–Entonces estaban a lo suyo y… 
–Sí, estábamos a lo nuestro cuando nos detuvimos al unísono. Fue un sonido sordo, muy grave, como cuando un gran trasatlántico hace tocar su bocina. Y se prolongó durante segundos, mientras nos mirábamos. Fue muy extraño, como si viniese de todas partes a la vez.
–¿Lo ve, Sr. Flátez? De todas partes a la vez. Que me aspen si alguna vez había dado con un pedo de tal calibre.
–Digno de anotar, Sr. Metano.
–¿Y a qué espera? ¡Tome nota!
–Enseguida, señor.
–Siga, por favor, señora Empompa.
–El problema vino después, detective. ¡Un olor! También venía de todas partes. Indescriptible, de verdad. Se me revuelven las tripas sólo de recordarlo.
–¿Y qué hicieron?
–Al principio nos tapamos la nariz, mirándonos unos a otros, tratando de identificar al culpable. Pero el olor seguía en el ambiente, ¡ya lo creo que seguía allí! Igual de pestilente que el primer segundo. Aguantamos un poco más sin respirar, pero fue inútil. En cuanto respirábamos aire normal nos entraba toda aquella pestilencia. Nos vimos obligados a dar por finalizada la bacanal.
–Entiendo…
–Figúrese. Los miembros de los aquí presentes dijeron basta y se vinieron abajo. Además no desaparecía el olor y seguía sin aparecer el culpable. Vinimos al salón, aquí mismo, y nos vestimos. Todos se fueron y yo no pude entrar en mi cuarto hasta bien avanzada la madrugada.
–Y claro, quieren identificar al culpable para…
–¡Para que no vuelva a participar en nuestras reuniones! Quien quiera que haya sido –la Sra. Empompa miró a todos los demás–, ¡que se olvide de estas reuniones!
–¿Ha tomado nota, Sr. Flátez?
–Con pedos y señales, Sr. Metano. Digo… con pelos y señales. Discúlpenme.
–Bien, les haré unas preguntas, señores. Señor… –miró al compañero de la Sra. Empompa.
–Sodomo, yo Sr. Sodomo.
–Sr. Sodomo, ¿eh? –el detective se levantó, presa de la tensión.
–No habla muy bien nuestro idioma –aclaró la Sra. Empompa, retocándose su abundante pelo y acariciando insistentemente a su perrito–. Es un salvaje, ¿comprende? Mírelo, ese torso, esa melena, no son de nuestra civilización.
–Comprendo, comprendo… Sr. Sodomo, ¿puede decirme que hacía exactamente en el momento de los hechos?
–Sr. Sodomo contestar. Yo estar con señora corsé. Sra. Empompa.
–Bien, ¿y qué hacían, Sr. Sodomo?
–Sra. Empompa y yo estar tumbados. Estar de lado. Yo estar detrás de ella. Yo utilizar mi bunga-bunga debajo espalda Sra. Empompa.
–¿Es eso cierto, señora?
–De cabo a rabo. O sea, sí, es cierto.
–Y cuando el Sr. Sodomo dice «debajo espalda» se refiere a…
–Al ano, Sr. detective, al ano.
–Gracias. Apunte, Flátez. Sra.… Feláez, ¿no?
–Sí, señor.
–Adelante, ¿qué hacían ustedes?
–Al Sr. Catabajos y a mí nos gusta mucho eso de los preámbulos, ¿de acuerdo? Y todavía seguíamos en ello cuando ocurrió, ya sabe…
–¿Qué hacían exactamente?
–Yo estaba debajo –habló el Sr. Catabajos, con sus aires de magnate–, degustando el tesoro de esta belleza rubia. Es que nada sabe tan bien como eso, ¿no le parece? Pues allí estaba, sujetando su trasero con mis brazos, lamiendo lo más rápido que podía.
–¿Y ella?
–Yo hacía algo parecido, señor –dijo la Sra. Feláez, sonrojada–. Estaba disfrutando del instrumento de mi acompañante. Y disfrutando de lo que venía de atrás, claro. Hasta que…
–Sí, ya, ya, el pedo.
–Nos quedan ustedes. Sr. Remolón.
–Sí. Yo en realidad no hacía mucha cosa.
–Ya lo creo –interrumpió la Sra. Jíbara–, todo lo hacía yo.
–Como le decía, yo no hacía demasiado. Estaba recostado, boca arriba.
–Y con los brazos tras la cabeza, ¡di eso! –interpuso de nuevo la Sra. Jíbara, enfurecida entre su melena amazónica– ¡Como si estuviese durmiendo la siesta, detective!
–Sí, es que me gusta relajarme, ¿sabe? Cuando hago esas cosas prefiero la tranquilidad, ir despacio… Por eso me complemento con la Sra. Jíbara. Tenía que haberla visto aquella noche, allí arriba, parecía la Mujer Araña en aquella postura. Hace mucha fuerza con las piernas cuando se agacha así, ¿sabe?
–No son necesarios los detalles, Sr. Remolón. Sra. Jíbara, ¿lo corrobora?
–En efecto. Yo hacía el trabajo. Se preguntará por qué me ha atraído este Poca Cosa. ¿No? Se lo diré igualmente: tiene el miembro más grande que he visto en mi vida. Así de sencillo.
–Comprendo.
–Sí, todas te comprendemos –habló la Sra. Empompa mirando cómplicemente a la Sra. Feláez.
–Bien, bien, bien –siguió el detective–. Flátez, lleve mi gabardina al recibidor. ¡Tome!
[...]

23 ene 2012

Bienvenido a la familia, muchacho

«Sólo a mí me podía pasar, sólo a mí –se dijo el muchacho–. Putas almejas. Si lo llego a saber no pruebo una. ¿Qué coño le echaría esa vieja a la salsa? Si es que ya me tenían mala pinta, muy mala. Pero claro, es tu futura suegra, no le vas a hacer el feo… Aunque lo feo es esto. Qué puto asco. Me levanto de la mesa obligado a cagar toda aquella salsa ¿y qué me encuentro? Que la puta cisterna no funciona bien. Sí, fue una cosa rápida. Sólo unos segundos. Sentarse, un poco de fuerza y ¡pum! C’est fini. Sólo quedaba tirar de la cadena, darle al flish-flish para disimular el honor y regresar al salón como si nada. Pero no, tenía que colar sólo el papel, que no el pastel. Míralo ahí, flotando, diciéndome jódete hijo de puta, mal día para cagar».
El muchacho buscó un cubo. En el mueblecito del lavabo, en la bañera, pero nada. Sólo encontró una botella de medio litro con la que intentar desatascar todo aquello. Comenzó a sudar.
«Joder. Puta botella. Esto no echa una mierda. Van a empezar a sospechar y lo último que puede pasar es que alguien quiera entrar. ¿Qué hago? ¿Le escribo a Sonia? Ella podría venir al rescate… mierda. No hay cobertura. Tiraré de la cadena más veces, las que haga falta».
Fue inútil. Allí seguía la mierda flotando, inundando la atmósfera de un gas maloliente.  
«Y justo el día que conozco a sus padres. Sonia me lo advirtió: mi padre es de los antiguos, de los que te mirarán con lupa… Menuda pieza el viejo. Menos mal que está de buenas porque ganó al tute. Pero tiene pinta de querer joderme la vida. Como esta cagada que no cuela…»
Alguien llamó a la puerta. «Me cago en la puta».
–Un momento.
–Muchacho, ¿estás bien? –era el suegro.
–Sí, sí, salgo enseguida.
–Llevas ahí mucho rato, ¿todo en orden?
–Sí, señor Montenegro. Es sólo que no funciona bien la cisterna y…
–Ah, la cisterna. Se me olvidó advertírtelo. Llevo meses queriendo cambiarla.
–Sería una buena idea, señor Montenegro.
El rapaz recurrió desesperadamente a la escobilla. Imposible. Allí seguían las pruebas del crimen. La mierda parecía que iba a perderse entre las cañerías y de pronto volvía, rezumando entre la espuma.
–Escucha –dijo el suegro–. Acércate a la puerta.
–Sí, señor Montenegro.
El muchacho pegó su oreja a la puerta, sin ocurrírsele un solo instante quitar el pestillo.
–Verás, muchacho. Necesito entrar ahí.
–No creo que sea conveniente en este momento, señor.
–Es muy urgente, ¿no lo comprendes?
–Esto está horrible, señor. Sería muy incómodo para mí que entrase y…
–¡GILIPOLLECES! Necesito entrar AHÍ AHORA. Me da igual lo que encuentre.
–Pero…
–¡QUE ABRAS, COÑO! –el suegro levantó la voz lo justo para no ser escuchado desde el salón.
«Jodido. Definitivamente jodido. Como entre y vea esto me echa de casa. Último intento…» El muchacho utilizó también uno de sus zapatos, taponando el camino de regreso de la mierda, mojándose incluso el antebrazo.
–Chaval, voy a entrar.
–Un segundo, señor.
–¡IMPOSIBLE!
Hallábase el muchacho en plena maniobra cuando escuchó un golpe seco. La puerta se abrió a toda velocidad, impactando contra la pared. El señor Montenegro apareció tras ella. Agarró al joven por el cuello de la camisa y lo apartó del retrete. Acto seguido se arrodilló, tomó la taza por las manos y vomitó exageradamente. Como un grifo de agua turbia. El joven contemplaba apoyado en el lavabo cómo su futuro suegro se deshacía en arcadas. No se atrevió a acercarse. Aguardó a que el señor Montenegro terminara y fuera él quien se incorporase y abriese la boca.
–¿No entiendes la palabra urgente, muchacho?
–¿Está usted bien, señor?
–Ahora sí. Como dios.
–¿Qué le ha pasado?
–¿Qué iba a ser? Las putas almejas. No había quien se tragase esa salsa.
–Estoy de acuerdo, señor. Por eso he tenido que venir al baño.
–Joder, mira esto –el suegro indicó el retrete.
–Ya lo creo.
–Menuda fiesta. Pero una cosa… de esto ni una palabra a mi mujer.
–No era mi intención, señor, pero si no funciona la cadena, ¿no cree que se enterará?
–No le diremos que fueron las almejas. Hemos pasado una mala racha. A mí me gustan mucho las jovencitas, ¿me comprendes? Y ahora que me ha perdonado, no creo que sea conveniente que sepa que estamos jodidos por culpa de su salsa.
–Como diga, pero alguien tendrá que limpiar esto.
El suegro tiró de la cadena. Sólo desaparecieron parte de los vómitos. El aspecto del retrete seguía siendo lamentable, y el olor, nauseabundo. Se percataron entonces de que había movimiento en el salón. Alguien se había levantado.
–Mira, muchacho, ¿a ti te apetece dar explicaciones?
–De ninguna manera, señor Montenegro.
–Pues acompáñame y chitón.
–¿Y qué hacemos con esto?
–Tú sígueme, ¡rápido!
Suegro y yerno salieron del aseo a paso ligero. Doblaron la esquina del pasillo y escucharon un grito tras ellos. Alguien había entrado en el cuarto de baño.
–Sigue caminando, como si nada –dijo el suegro.
–¿A dónde vamos, si se puede saber?
–A mi despacho. Es un buen momento para dar buena cuenta del mini-bar, ¿estás de acuerdo?
–Estupenda idea, señor Montenegro.
–Me alegro. Bienvenido a la familia, muchacho.
El suegro tomó del hombro al joven, entraron en el despacho y cerraron la puerta.
–Muchas gracias, señor –dijo el yerno–. Para mí es un honor. 

13 ene 2012

Esto es la guerra

Se supone que los sentimientos te distinguen de los animales. Que son una maravilla. Si todo va bien, lo mejor que te puede pasar.
Pero como vaya mal, qué jodidos son. Te hacen un desgraciado. Sólo quieres tirarlo todo por un barranco. Empezando por ti, ¿por qué no?
Hay dos tipos de situaciones: las controlables por uno mismo y las que no. Terminar la carrera, cumplir con la familia, hacer deporte, son de las primeras. Pero quieres algo más. Somos inconformistas, ¿no? Ese algo más pasa por las segundas situaciones. Las que dependen también de lo que otros hagan. El trabajo perfecto, las relaciones sociales, hasta una buena salud, son casi una lotería. Tienes unas cuantas papeletas, nada más. Y no siempre toca.
Entonces surgen las frustraciones. Primero piensas que es natural que no todos los factores estén de tu parte y dices: «mala suerte», «es injusto», «qué le voy a hacer», «es imposible». Todo vale como excusa para no asumir tu incapacidad. Quizá no estés preparado para subir el Everest o solucionar la crisis. Pero, ¿y si es algo realmente alcanzable pero te quedas a medio camino, te equivocas o se te adelantan? Pasa una vez, dos, tres… y el destino puede seguir siendo el responsable. Pero la sucesión de derrotas te hace dudar.
Si tu esfuerzo lo es casi todo y no lo consigues se producen las grandes decepciones. No se trata de que el rival sea mejor. Se trata de ti mismo. Te dices: «a lo mejor es que no valgo», «no sirvo para esto», «no me lo merezco», «algo malo habré hecho». Te lo repites y terminas por deprimirte. Con suerte eres optimista, pero entre tú y los pesimistas hay sólo una diferencia de tiempo en caer al hoyo.
Suele haber relaciones personales tras los problemas. O al menos, personas de por medio. Es una competición. Cuando luchas es fácil no ganar siempre. Pero ¿y si siempre pierdes? En la naturaleza estarías jodido, condenado a morir y dejar que sean los fuertes quienes coman y procreen. Pero somos humanos, y se supone que tiene que haber sitio para ti también.
Luego está la sensibilidad. Existe una curiosa relación entre sensibilidad y probabilidad de éxito. Si eres sentimental lo das todo. El objetivo te importa realmente y así lo manifiestas. Sin embargo, caes derrotado. Mientras, el insensible pasa por encima de ti sin apenas esfuerzo. A priori tú te merecías el premio. Luchaste, derramaste sangre, sudor y lágrimas, y al hijoputa del otro le bastó una pequeña fracción de sus encantos para ganarte.
Desde fuera escuchas: «tranquilo, otra vez será que tú te lo mereces». Pero ¿qué piensas tú? El mundo se desmorona a tu alrededor. Han sido años intentando llegar a la meta. Siempre haciendo el bien y con la sinceridad por delante. ¿Para qué? ¿Para ser más infeliz que nadie?
Estás hasta los huevos y te surgen dos opciones: o sigues igual o te pasas al otro lado. Con la primera eres fiel a ti mismo. Te ganas el cielo a los ojos de dios. Pero eres el mayor pringao a los ojos de la gente, y también a los tuyos. Pasarse al otro lado es realmente complicado. Eres como eres y tu nueva fachada de frivolidad no te traerá el éxito. No, porque en los momentos extremos, cuando estás cerca, sale tu verdadero yo, y ahí la cagarás, y caerás quizá con más fuerza. No puedes disfrazarte de otro.
¿Qué te parece el triunfador, el hijoputa? No lo odias, ni quieres vengarte, ni matarlo. Primero, porque te crees por encima de la envidia y de la ira. Segundo, porque no se trata de eso. Lo que quieres es no resignarte al fracaso y luchar de nuevo. Pero las armas ya no son las mismas y aquí viene lo bueno. Ahora tienes un escudo. El escudo del dolor acumulado durante años. Cierto que ese escudo encubre parte de tu esencia, ya no eres todo lo que eras, pero ahí sales, a luchar, a llegar a la meta. No es un disfraz. Es ropa nueva que te has ganado.
Eres una persona acostumbrada a la derrota. Débil e inseguro. Frágil y susceptible. Por ahí anda la felicidad, a su aire, y por otro lado andas tú, luchando. Observas cómo otros son felices. No te rindes. ¿Sabes por qué? Porque ningún escudo encubrirá el mayor de tus valores: aprecias la vida más que nadie. Sí, ese es tu mayor valor, mayor cuanto más llores, más hostias te des y más noches en vela te hayas pasado. Eso son ganas de vivir, y no te rendirías aunque te lo propusieses.
El escudo te ha otorgado un punto egoísta muy necesario. Tú eres lo primero en tu vida, por encima de tu conciencia. ¿Qué más da si no eres tan buena persona? Tú preocúpate de llegar el primero a la meta. ¿Valdrá la pena? ¿Conseguirás algo? La caída puede ser dura, y los golpes duelen tanto o más, pero tu actitud ha cambiado y eres más fuerte, ¿sabes por qué? Porque es difícil que las cosas te vayan peor, y con esa arma no cuenta el hijoputa.
El tiempo dirá si haces bien. O mejor dicho, si hago bien, porque ha llegado el momento de abandonar la segunda persona. La guerra ha comenzado.

5 ene 2012

El Don Juan

El Don Juan se despertó y notó que la habitación olía mal. A cerrado, a humanidad, a culpabilidad. Observó el reloj. Llegaría tarde a su cita. Apenas tuvo tiempo para ducharse, vestirse, cagar y salir de casa.
Enseguida una puerta se abrió y tras ella, apareció una melena naranja y rizada sobre unos hombros y una cintura de ensueño y unas piernas kilométricas.
–Llegas tarde –dijo ella.
–Lo siento, estaba…
–¡Cállate! Pasa anda.
El Don Juan entró y se acomodó en el sofá. Ella se sentó a su lado, arrinconándolo.
–Te echaba de menos –dijo.
–Y yo a ti. Y este pelo rojo del mismísimo infierno.
–Chhhht. Tengo una sorpresa. Mira.
La pelirroja se separó un instante y de un plumazo se deshizo del batín que vestía. El Don Juan la miró de arriba abajo. Su piel, sus curvas, y la sorpresa: ropa interior roja, más roja que su pelo. Un conjunto a estrenar y que aceleró el pulso del Don Juan.
–¿Te gusta?
–Me encanta.
Ella se acercó de nuevo y se colocó sobre él. Enseguida los cuerpos se hallaron desnudos. No hicieron el amor. Follaron. Todo tembló a su alrededor. Cayeron figuritas de los muebles. Los vecinos escucharon los gritos. Fue un polvo salvaje.
Terminaron y cayeron rendidos, allí mismo, en el sofá. Cuando se quisieron dar cuenta, se habían dormido y no se despertaron hasta después del mediodía.
–¡Mierda! –dijo él.
–¿Qué pasa?
–Entro a trabajar en media hora.
–¿A trabajar? Ah, ya… vale. ¿Te cambiarán de turno alguna vez?
–No lo sé. Ojalá.
–Sí, ojalá. Me cansa un poco verte sólo por las mañanas.
Aún desnudo, el Don Juan se apresuró a entrar en el baño.
–No te importa que me duche, ¿verdad?
–No, claro.
Se duchó y salió pitando. Llegaba tarde. Caminó a paso acelerado hasta llegar al parque. Buscó el banco de siempre y allí estaba ella. Una larga cabellera negra como la noche que encerraba una cara dulce y mansa, como si nunca hubiera roto un plato. Él la sorprendió por detrás:
–¡Buh!
–Hey… –la morena dio un salto–. Dios, qué susto.
–Lo siento. Es tarde, ¿vamos?
Se cogieron de la mano y caminaron entre árboles, flores y pájaros. Todo muy primaveral, muy idílico. Hablaron de sus cosas. Para él era una desgracia no poder poseerla más tiempo. Pero sus padres no se lo permitían:
–Ya sabes que son muy católicos –dijo.
–No lo entiendo. No me has concedido ni una noche. ¡Ni una!
–Pero… ¡mis padres! Nena, vendrán tiempos mejores.
–¿Sabes lo que creo? –dos lágrimas se dibujaban en los ojos de la morena–. Creo que tienes una aventura.
–¿Bromeas? Vamos, nena, ¿de qué aventura me hablas?
–Estás con otra. Mira esto.
La morena deslizó su mano sobre el pantalón del Don Juan, y con mucho cuidado tiró de un pelo rojo pegado a la entrepierna.
–¿Qué es esto?
–¿Cómo que qué es? Un pelo.
–Sí, un pelo de mujer. Estás con otra, ¡reconócelo!
–Nena, ¡cálmate! Ese pelo puede ser de cualquiera. Sin ir más lejos, esta mañana, en el autobús, se sentó a mi lado una señora pelirroja, pudo ser eso.
–No te creo.
–Vamos, nena…
Se adentraron más y más en el parque. Él seguía explicándose y a ella no se le acababan de borrar las lágrimas. Sin previo aviso, el Don Juan saltó al jardín y obligó a la morena a seguirle. Allí se escondieron entre dos arbustos y él la apoyó contra un tronco. Nadie les podía ver y se bajaron los pantalones. Sólo lo justo y necesario.
–Esto es trampa –se quejó ella.
–¿Qué trampa, nena?
–Sabes que no me puedo resistir.
Él se aproximó. Empezaron. No hicieron el amor. Se aparearon como animales, al aire libre. Todo muy primaveral, muy idílico.
Terminaron y sólo tardaron unos segundos en colocarse de nuevo la ropa y parecer dos paseantes cualesquiera. Ella ya no lloraba.
Caminaron un poco más hasta salir del parque.
–Se supone que ahora te vas, ¿no? –dijo ella, triste.
–Sí, tengo que irme.
–Claro. Tus padres. Tan católicos…
–No es sólo eso, nena. Mi madre está enferma. ¿Quién la cuida si no…?
–Está bien. ¿Mañana nos volvemos a ver?
–Exacto. A la misma hora. Te quiero.
–Te quiero.
El Don Juan entró en un bar cuando la perdió de vista. Allí bebió todo lo que le pudo, se fumó media cajetilla, charló con el camarero y jugó a la tragaperras.
Regresó a casa cuando caía la noche. El mal olor, por supuesto, había desaparecido. Se sentó y comió algo por primera vez en todo el día. Después se duchó y se lavó la cara y los dientes hasta asegurarse de que la borrachera estaba bien camuflada. Entonces escuchó la puerta y alguien que entraba. Salió del baño, en pijama, y se dirigió a la cocina, de donde venía ahora el ruido.
–Que aproveche –dijo él.
–Gracias. Esperaba que hoy me preparases la cena.
–No he podido. Acabo de llegar.
–¿Ah sí? ¿De dónde?
–Reuniones con mis contactos.
–¿Te ha servido de algo?
–Lamentablemente, no.
–O sea que sigues sin trabajo. Por lo menos podías haber limpiado todo esto un poco.
–No tuve tiempo. ¿No dicen que buscar trabajo es un trabajo en sí mismo? Pues eso he hecho.
El Don Juan se sentó también a la mesa y observó como su compañera comía. Era gracioso ver una rubia deglutir con tanta ansia. Siempre pensó que las mujeres guapas comían poco y no cagaban. Era mentira.
–Tienes suerte –dijo ella.
–¿Por?
–Tienes suerte dos veces. Una, porque trabajo todo el día y me es imposible tenerte localizado.
–¿Acaso desconfías de mí?
–Soy una mujer. Por supuesto.
–¿Y la segunda?
–¿La segunda qué?
–¿No tenía suerte dos veces?
–Ah, sí. Pues que ha sido un día agotador y no tengo ganas de discutir, así que me termino esto y me voy a la cama.
–¿Puedo acompañarte?
–Más te vale.
Así fue. La rubia cenó, se desmaquilló en dos minutos y ni siquiera se puso el pijama. Sólo la ropa interior. Ambos se encamaron, no sin antes cerrar las persianas y apagar las luces. Todo bien oscuro, como le gustaba a ella.
La rubia se puso de espaldas y él la abrazó por detrás. Fue fácil acariciarla y que se pusiese tierna. En esa misma posición le bajó las bragas y empezó la marcha. No hicieron el amor. Jodieron. Sí, el Don Juan la estaba jodiendo doblemente, porque aparte de todo ella pagaba el piso y los recibos.
Terminaron y la rubia se durmió enseguida. El Don Juan tardó un poco más y pudo pensar: «¿querías caldo?, pues toma tres tazas». Recordó cuando, hacía años, el sexo femenino era una cosa totalmente ajena a él. Y de pronto todo cambió, sospecha que por una especie de pacto con el diablo, aunque no fue consciente del encuentro. Pensó también en que quizá se estaba pasando. Ya se sabe, quien mucho abarca…
Pero justo antes de dormirse se dio cuenta de que deseaba una cosa. Deseaba un polvo salvaje. Y para eso sólo tenía que cerrar los ojos y esperar. Pronto empezaría un nuevo día.

1 ene 2012

¿Eras tú?

Fue aquí mismo, en mi escritorio. Uno de esos momentos felices del día –aunque no tanto como la visita al trono–. Siento el cosquilleo, cada vez más intenso. «Va a ser fuerte», me digo. Que viene, que viene… Echo la cabeza a un lado. Por supuesto, no pongo la mano. Para algo estoy en mi casa.
Y ¡bum! Estornudo que te crió. Me quedo como dios. Entonces me percato de que no ha sido sólo aire y partículas microscópicas. Ha habido meteorito. Lo noté salir. Miro la pared, donde todavía se entrevén lamparones de cataclismos anteriores, imposibles de limpiar del todo. Allí está el meteoro. Me acerco a analizarlo y ¿cuál es mi sorpresa? Es rojo, rojísimo. Un bólido de sangre aplastado entre el gotelé. No tenía catarro, ni flemas, ni me dolía nada. Estaba cojonudo, no tenía sentido aquella sangre. Por eso pregunto: muerte, ¿eras tú?
Me explico. Hace unos meses, en una serie muy mala, vi que una tía bastante guapa tosía sangre y el médico le decía que podía tratarse de una enfermedad grave. Incluso podía diñarla.
Y ahí entras tú. Quizá fue una señal. Una llamada a mis puertas. Por eso debo decirte varias cosas.
Primero, gracias por venir. Siempre serás bienvenida en mi vida (¿puedo usar la palabra «vida» cuando hablo de ti?). El caso, que ya sabes que me pones bastante. Coincide además que aquellos días, cuando el meteorito, estaba terminándome Pulp, de Bukowski, donde apareces tú encarnada en una tía buena, y eso, claro, me motiva más.
Segundo, me ha decepcionado un poco tu manera de manifestarte. Un moco rojo… No sé, esperaba algo más espectacular: un tren que casi me atropella, un coche que invade mi carril y al que esquivo en el último instante, un golden retriever asesino que me echa la boca cuando le doy de comer. Pero, un moco rojo… es como que soy muy poquita cosa, ¿no? ¿De verdad piensas eso, que soy muy poca cosa? Manifiéstate por favor.
Tercero, que seas más clara. Igual si me aseguras que me andas rondando finiquito un par de temas pendientes. Hay cosas que me dejaría resolver antes de espicharla, ¿me comprendes? Sitios a los que ir, gente a la que insultar, todo eso… Me pondría a ello encantado, pero necesito saber que no ha sido una falsa alarma.
Cuarto, y esto es un favor que te pido. Que si tienes pensado venir, a ver si es posible que me regales una gran figura tuya, donde aparezcas majestuosa, con tus huesos, tu túnica, tu guadaña. Vamos, todo el equipo. Que acojones bien. A mí me encantaría que fueses lo primero que veo al despertarme. A alguno y alguna que yo me sé le haría mucha gracia encontrarse la muerte en mi cuarto.
Nada más. Sólo quería que supieras que te he catado. En forma de moco rojo, pero te he catado. Si vamos a vernos, será cuando tú decidas. Yo no tengo ni voz ni voto. No soy tú. Qué suerte tienes.