Fue un flechazo, de esos que a Danielle Steel le inflarían el buche con otro millón. Él, mirándose en el espejo mientras levanta mancuernas. Ella, sudando la gota gorda sobre la elíptica. Y de pronto, rayos visuales que se cruzan, sonrisita Profident, hola qué tal y ahí los tienes, caminito de la pensión más cercana para dar rienda suelta a su amor más sincero.
—Y dices que te gusta bastante el asunto –dice el jabalí, con una mirada indiscreta al escote de su compañera.
—Oh, sí. Es lo único que me va.
—¿Lo único?
—Lo único. Ya lo creo…
La ninfómana sabe lo que se dice, pero no quiere hablar de su condición por no alarmar al pobre muchacho.
—¿Te llamabas…? Es que ya no recuerdo.
—Jessica. Aunque si prefieres, Yesi.
—Yesi me gusta –hace una pausa el jabalí– Arturo. Aunque si prefieres, Arturito.
—Con que Arturito… –dice la ninfómana con voz burlona– así que vas mucho al gimnasio.
—Tres horas todos los días desde hace siete años.
—¡Caramba! Se nota, se nota… ¿Puedo tocar?
—Por supuesto, para eso es.
La ninfómana pasa las manos por los bíceps y los pectorales del jabalí.
—Hum –susurra.
Acto seguido aceleran sus pasos. Hay prisa por llegar.
—Dime Arturito. ¿Qué te llamó la atención de mí?
—¿Sinceridad o buenas palabras?
—Sinceridad, por favor.
—Me gusta cómo te mueves, y el sudor que te transparenta la espalda y el tanga que se te trasluce.
—Perfecto.
—Si es que estamos hechos el uno para el otro.
—Pues yo te seré igualmente sincera. Me has parecido un buen semental para hoy, ¿te vale?
—Oh, sí, un semental, eso es un caballo que… bueno, lo que hace es…
—Montar yeguas todo el día. Eso eres tú.
El jabalí sonríe satisfecho. No hay mejor halago que ese para semejante amasijo de músculos.
—Eso sí –aclara la ninfómana–, espero que cumplas mis expectativas. Que no son pocas.
—¿Acaso lo dudas? Mira…
El jabalí mueve sus pectorales arriba y abajo, intermitentemente. El bamboleo es perfectamente perceptible tras su camiseta interior blanca que luce cual maniquí.
Mas parece el hombre no tenerlas todas consigo. Vacila unos instantes antes de hablar:
—Una cosa debes saber Yesi.
—Ajá.
—Te he mentido.
—¿Eres gay?
—No, por Dios. Es sólo que no entreno tanto como te he dicho.
—No importa. Estás así de fuerte que es lo importante.
—Ya, sí, pero es que me ayudo de ciertas sustancias, ¿sabes? Para que me hagan tan fuerte como ves.
—Vamos, que te pinchas.
—Básicamente. Sinceridad ante todo.
—¿Y eso importa para nuestro tema?
—Es que las sustancias tienen efectos secundarios.
—¿Que son…?
—Que ciertas partes del cuerpo no responden como desearía.
No hay respuesta. La ninfómana maldice para sus adentros pero no disminuye su ritmo acelerado.
—Que no se te levanta, para aclararnos.
—¡Equilicuá!
Están ante el portal de la pensión.
—Está bien Arturito –suspira la ninfómana–, tendré que esforzarme más por que te funcione el soldadito.
—Sería inútil. Ni yo mismo puedo.
—Apañados estamos. Podrás al menos utilizar tus manos.
—Una sí. O la otra. Las dos a la vez no.
—¿Cómo es eso?
—Es que mira. Como te vi en el gimnasio puse más peso que normalmente, y ahora tengo unas agujetas que no consigo cerrar los brazos.
Lo intenta el jabalí. Efectivamente está rígido como una estatua y no podría ni rascarse un costado con la otra mano. Menos aún estrechar a una dama.
—Dios mío –se queja ella–. ¿Y ahora qué hacemos? Yo, o soluciono este calentón o te juro que me da algo.
—No sé… mira mis pectorales.
Un nuevo bamboleo. La ninfómana mira incrédula.
—¿Algo podremos hacer con esto, no, Yesi?
—No me digas el qué, pero yo así no me marcho.
Allí entran los dos, pagan al recepcionista y suben unas escaleras. De lo que sucede en la habitación no hay pistas.