Se llamaba Paula y estábamos en
aquel descampado de La Zapateira. No cerca de los chalés de los coruñeses ricos
ni de los jugadores del Dépor, sino en La Zapateira profunda, aunque no tanto como para huir de las luces de la ciudad.
—Se ve bien –dijo.
—Bah, creí que estaría mejor.
No hablaba demasiado y eso me
gustaba, pero se equivocaba con eso de que se veía bien. Admitiría un «se ve regular»,
o un «se ve decentemente». Pero un «se ve bien» sólo podía provenir de alguien
que en su vida hubiera visto realmente una buena noche despejada.
—¿Tienes frío? –le dije.
—No.
—¿Seguro? –temblaba un poco.
—Segurísimo.
Le ofrecí mi abrigo de todas formas.
De lo contrario tardaría muy poco en confesar que, efectivamente, tenía frío.
Os cuento. Venía de una relación
movidita; con idas y venidas, peleas y discusiones. Una puta mierda de relación,
vamos. Total, que me quedé bastante acojonado con respecto al género femenino y
como con ganas de venganza, pero esa venganza sólo había dado lugar a
desconfiar bastante, así que cuando conocí a Paula quise ir despacio. Por lo
menos despacio para un tío, y tuvimos varias citas sin que pasase nada. Cenamos
sin que pasase nada. Paseamos sin que pasase nada. Fuimos al cine sin que
pasase nada. Y sin que pasase nada le conté media vida y, entre otras cosas, que
me gustaba mucho eso de mirar las estrellas, con la sorpresa de que me contestó
que a ella también, que se había leído bastantes libros del asunto. Y por eso en
nuestra siguiente cita la recogería e iríamos a un lugar donde el cielo se
viera bien, aunque repito que sólo se
veía regular o decentemente. Demasiado amarillo en el horizonte. Demasiados
árboles altos. No. No me convencía.
Pero allí estábamos, tirados en una
manta y cenando unas hamburguesas del McAuto, mientras empezábamos a hablar de
lo que había allí arriba.
—¿Conoces eso? –le decía.
—El Carro, ¿no?
—Sí –había sido una fácil, sólo para
probarla.
—¿Y esa?
—La uve doble. No me acuerdo del
nombre.
Era raro pero podía ser. Casiopea,
le dije. No quería quedar de pedante pero necesitaba saber si no me había
mentido en eso de que le gustaban las estrellas.
Cenamos y estábamos boca arriba.
—La Estrella Polar, ¿sabes
localizarla?
—No.
Tuve que explicárselo: todo el rollo
de contar cinco veces la distancia entre las dos más orientales del carro y
girar un poco a la derecha. Se quedó fascinada, y más al descubrir por qué se
llamaba también la Estrella del Norte.
Me preguntó por una que brillaba más
que los demás.
—Eso es un planeta –dije.
—Porque no es intermitente, ¿no?
—Sí.
—¿Es Venus?
Mal, mal, mal… No le harían falta ni
libros para saber que era imposible
que se tratara de Venus. Si está más cerca del Sol que la tierra nunca se
podría ver de noche cerca del cénit (tuve que explicarle también qué era eso
del cénit).
Allí seguíamos. Ella compensaba
cierta ignorancia en la materia con fascinación hacia mí, aparentes ganas de
aprender y supuestas promesas de hacer de excelente alumna del maestro. Pero
yo, ciertamente, estaba desencantado. Pensaba que me había engañado como un
idiota, que, o bien era mentira lo de su interés por las estrellas y se lo
había inventado para conseguirme, o
bien realmente se creía lista de verdad, y no sé qué sería peor.
Tampoco tuve mucho tiempo para
pensar cómo deshacerme de ella. En un silencio se me arrimó y, en cuestión de
segundos, se me subió encima y acercó su cara a la mía hasta besarme.
—Esto era lo que querías, ¿no? –pensé.
—Claro. Soy un tío. ¿Para qué iba a
traerte aquí si no?
—¿A quién carajo le importan las
putas estrellas? Tú lo que quieres es esto, como todos…
Me peleaba con estos pensamientos
mientras nos deshacíamos de la ropa, sólo de la necesaria para tenernos acceso ahí abajo.
—Estaba deseándolo –me dijo.
Empezamos. Noté mi derrota. Mi
humillación. Yo, sucumbiendo como hubiera hecho sin ser el supuesto tío maduro
en que creía me había convertido.
—Joder, cómo me pones –decía ella
cada poco–. Me estabas poniendo con todo eso de las estrellas.
Hablaba poco pero resulta que
durante el sexo la tía se soltaba y yo, que ya soy normalmente callado, en ese
caso más aún. Pero sí, ella me estaba poniendo a mí también y bastante, con lo
que mi derrota era cada vez más humillante.
Terminamos… o bueno, terminé. Ella…
no lo sé, quizá. Entre tanto hablar…
—Maravilloso –dijo–. Maravilloso.
Me latía rápido el corazón. Sin
comerlo ni beberlo había sido el polvo de mi vida. Se echó a un lado y volvimos
a quedarnos los dos boca arriba, con las estrellas como testigo.
—¿Y ahora qué? –pensé–. A volver a
una relación, a las discusiones, a las peleas… en una buena te has metido,
chaval.
Paula habló:
—Me ha encantado la cita. ¿Y a ti?
—Sí. Ha estado bien.
—Genial. Para mí, genial.
Jadeaba al hablar. Al fin y al cabo
ella había hecho todo el trabajo.
Pasó un rato en silencio.
—¿Nos iremos? –dijo– Empiezo a tener
un poco de frío.
—Extraterrestres –pensé–. Puedo
decirle que me quedaré porque una nave espacial bajará según una predicción
maya para transmitirnos un mensaje crucial a toda la humanidad. Al principio me
tomará a broma pero cuando vea que realmente estoy esperando a los
extraterrestres me dará por loco y no querrá saber nada de mí. Necesito una
estrella… un nombre…
—¿Qué? –dijo Paula– ¿Vamos o no?
Nos levantamos, recogimos y nos
subimos al coche. Dentro me besó otra vez.
—Ha sido increíble –dijo–. Gracias.
—Estás jodido –pensé–. Ahora a
aguantar hasta que… hasta que ella quiera, igual que Marta –Marta es mi ex–. Si
ni siquiera le as aguantado el primer asalto. Hará contigo lo que quieras…
Así de hundido llegué a casa, sin
ninguna propuesta en firme, cierto es, de volvernos a ver, pero convencido de
que al día siguiente nos encontraríamos en la facultad y me hablaría de más citas,
de planes, de bodas, ¡yo que sé!
Pero no. Resulta que no le vi el
pelo y, cuando llegué a casa para comer, encendí el ordenador y tenía un email
suyo. «Seré sincera», ponía en el asunto, y tras repetirme que había estado muy
bien lo de la noche anterior, me confesaba que lo sentía pero que no le veía
mucho futuro a lo nuestro, que a ella le gustaban los tíos un poco más «cañeros»,
y no los románticos que se van al monte a ver estrellas, que no quería hacerme
daño pero era mejor que no nos viésemos y bla, bla, bla…
Le di a «responder» pero no sabía
qué decir. Es que no sabía ni cómo me sentía. No tenía ni idea. Me habían hecho
jaque mate, eso seguro, pero ¿debía alegrarme?, ¿entristecerme? No lo sé. Sólo
sé que, como último gesto de derrota, finalmente le escribí que no se
preocupara y que yo también me lo había pasado muy bien.
Me pregunto qué coño espero yo mismo
de las siguientes tías que pasen por mi vida.