La megafonía no funcionaba y, sin despegarse de su
boca, Eric apartó ligeramente el pelo de Noemí y leyó, en el letrero del fondo
del vagón, que faltaban sólo dos estaciones para la suya. Poco tiempo,
demasiado poco, al que la pareja se aferró como si no hubiera mañana.
En efecto, no habría mañana…
Había ocurrido cinco meses antes, en Príncipe de
Vergara. Noemí venía de Sol y, como siempre, corría para no perder el metro al
Barrio del Pilar y tener que esperar unos valiosos minutos al siguiente. Eric
se había subido en Sáinz de Baranda y no necesitaba trasbordos para salir del
subterráneo en Pío XII. Maletín en mano, había sonreído ante la apurada llegada
de Noemí, a la que sólo conocía de vista de tantas veces en el mismo sitio y a la misma hora. Ella correspondió con otra
sonrisa y un gesto de agradecimiento cuando el hombre del maletín se hizo a un
lado para dejarle un cómodo hueco entre la aglomeración.
Eric forzó varios encuentros más, atento a la hora y
al vagón al que siempre se subía Noemí. Cuando por fin se decidió a hablarle,
notó que estaba nervioso y, lo que era mejor, ella también lo estaba. Un deje
rosado se había dibujado en la pálida cara de Noemí tan bien escudada por sus
ojos oscuros y el pelo rubio tirando a moreno, unos días liso, otros ondulado,
otros rizado. Todo un misterio su pelo…
Fue en esa primera conversación. El metro arrancó de
la estación de Colombia y Noemí le advirtió que la suya era la siguiente. Él
dijo sí y se acercó para presentarse al fin, pues entre frase y frase ni siquiera
conocían su nombre. Desvelada la identidad se produjo el contacto. El primer
beso fue normal, en medio de la mejilla y con un sonido seco y suave. Pero el
segundo, como llevado por un impulso inevitable, se apartó de su objetivo
original para acercarse hasta la comisura del labio ajeno. No cabía duda, las
bocas se habían tocado. Pero no, no se separaron, siguieron así unos segundos,
entre el miedo al bochorno tras el despiste,
y el placer de saberse en un lugar maravilloso, en una piel deseada. Entonces
simplemente deslizaron sus cuerpos hasta encontrarse frente a frente, sin
despegarse, y prolongaron el beso hasta que los frenos del metro y la megafonía
pusieron fin al momento.
—Besas muy bien –dijo Eric.
—Tú también.
—Hasta mañana.
—Hasta mañana.
Pasaron ambos una mala noche. Los nervios no
desaparecieron hasta que el día siguiente se volvieron a encontrar. No hubo
palabras. Noemí simplemente se subió y se acercó a Eric. Él dejó el maletín en
el suelo, sujetándolo entre pierna y pierna, y apoyó sus manos en la cintura de
ella, que le imitó. Se unieron en un nuevo beso del que pudieron disfrutar más
tiempo, hasta que nuevamente Pío XII apareció en la pantallita del letrero.
Así transcurrieron quince extraordinarios días más.
Sin palabras, sin pérdidas de tiempo, sin nada mejor que hacer que aprovechar los
minutos en tan agradable acto.
Hasta que Noemí habló, el día que no funcionaba la
megafonía, para decir que la cambiaban de turno y sus horarios difícilmente
coincidirían de nuevo. Él afirmó, como si de alguna manera se lo esperase, y
ambos se unieron en un último y apasionado beso. Eso fue todo lo que hicieron,
besarse, porque algo les decía en su interior que era mejor no hablar. Era
mejor no hacer nada que sólo podría estropear aquellos momentos tan felices. Ni
siquiera las manos que acariciaban la cintura del otro trataron de recorrer
lugares indecorosos en señal de encontrarse a gusto. No, se trataba de besarse
y punto, y así lo hicieron hasta que, tal y como empezó esta historia, Eric
comprobó que faltaba muy poco para Pío XII.
Sólo en el último momento se separaron, cuando el
metro se había detenido y varios pasajeros se subieron y se escucharon los
pitidos que indicaban que nadie debía subirse o bajarse.
—Me ha encantado –dijo Noemí.
—Y a mí.
Ésa fue la última vez que se vieron. Desde entonces
los recuerdos de aquellos besos les acompañan en su día a día, invadiendo la
tranquilidad de sus felices matrimonios, de sus vidas como “señor de…” y
“señora de…”, conscientes de su inconsciencia, haciéndose preguntas constantes,
convencidos prácticamente de que se arrepentirían, bien de su infidelidad, bien
de su cobardía. Seguros de que esa balanza en equilibrio con una vida resuelta
de un lado y el recuerdo de algo diferente al otro se romperá en algún momento.
Y lo que es peor, obligados cada día a coger la línea 9 a unas horas
imposibles. Quizá sea mejor así. Sólo quizá.