30 ene 2013

Periodistas

Mira que no me caen muy allá los periodistas. Mejor dicho, el género periodista, la generalidad, pues amigos periodistas tengo un par (dos, exactamente), y espero que sigan siéndolo.
No, no me caen muy bien. Se inventan noticias. Son sectarios, partidistas, fanáticos. Por supuesto, parciales y subjetivos. Y más por supuesto aún, no importa lo que digan, sino lo que vendan. Ellos son los mejores y los demás muy malos. Ellos dicen la verdad y los demás mienten. Ellos son los puros, los elegidos, los que pueden fardar de rigor.
Todo esto lo sabemos todos, pero hoy, sin ánimo de querer romper una lanza a su favor, sí me gustaría hacer una reflexión que, por lo menos, dignifica la profesión aunque sea en su idea original bien entendida.
Y lo hago en relación a otra clase de seres que, con más facilidad, suscita la controversia y los más bajos instintos de la colectividad: los políticos. No entraré en sencillas descripciones del porqué del rechazo generalizado a la clase política. Sería fácil hasta para mí.
Lo digo porque, aunque sólo sea por joder a la competencia, por joder al amigo político de la competencia, por darle gusto al amigo de turno; si no fuera por los medios de comunicación, en especial los periódicos, jamás descubriríamos la calaña que tenemos por clase preferente. Prevaricaciones, cohechos, corruptelas, chantajes, comisiones, invenciones, enchufes, EREs, cuentas suízas. ¿Quién, sino un medio interesado, podría sacar a la luz, o intentarlo, todo esto?
No quiero entrar en el caso a caso: Bárcenas, familia Puyol, Gürtel, Andalucía en general, Brugal, etceteretísima. Sólo quiero hacer de nuevo la reflexión: si un puto periódico, en su afán quizá de joder, de vender, lo que tú quieras… no destapase todo eso, ¿cómo lo sabríamos? Yo no veo que el poder judicial actúe de oficio jamás ante estas causas. Jamás. Luego sí, se llenan la boca con el tema de la independencia de la justicia y gilipolleces así, pero aquí el trabajo de investigación no lo hacen ellos.
Pero mejor es ver aún el esperpéntico y asqueroso espectáculo que montan los partidos, ÚNICO PODER REAL DE ESTE PAÍS, tras saberse un asunto turbio. Al principio unos lo niegan todo mientras los otros dejan caer acusaciones. Está siempre el tú eres peor y el mírate lo tuyo que bien te llega. Y después, si la cosa avanza, el ovejas negras hay en todas partes, el que caiga todo el peso de la ley y, por supuesto, el ejemplar ejercicio de transparencia del que presumen. Amén de que probablemente a los pocos días su periódico amigo sacará a la palestra un asunto que afecte al adversario. Tienen cojones. Ni el caballo de Espartero. Aquí nadie sabe nada. Aquí siempre se es legal. Aquí siempre se es ecuánime y maravilloso.
Luego quieren que la gente se calme. De verdad que no entiendo cómo no ha sucedido algo más que el 15-M. Con menos de esto en el norte de África habría miles de muertos. Será que somos más civilizados de lo que nos creemos.
¿Hasta cuándo? Sinceramente, no lo sé. Ni siquiera añadiré la típica coletilla de que no todos son iguales porque, de entrada, todos los partidos sí lo son. Encubren su mierda hasta las últimas consecuencias; si hace falta escupiéndola hacia la bancada de enfrente. Luego, detrás de los partidos, están las personas, y claro que habrá de todo, pero pienso que si uno lleva años en la política habrá visto, segurísimo, algo raro y se ha quedado calladito por temor a las consecuencias. Y jamás nos enteraremos.
Como no nos enteraremos de la mayoría de cosas que pasan. Porque no siempre interesa saberlo todo. Ni, por supuesto, a los políticos, ni a los periódicos, ni, quizá, a nosotros mismos. Pensar mal sobre la opción política de cada uno duele y es reconocer la victoria del rival. Por ahí no pasamos, no señor… mejor es comulgar y decir también que es un bulo. Total, al final el tiempo pasa y aquí ni dios va a la cárcel, ni dios paga, hay que joderse…
En fin, que ya me callo. Veamos… son unos tres mil trescientos caracteres. A cero veintiséis euros cada uno… un pastón. Le preguntaré por whatsap a Amy Martin.

17 ene 2013

Por culpa del gas

La tenía en el bote. Os juro que la tenía a punto de caramelo.
Llevaba veintipico minutos subido en la elíptica y mi sudada era de campeonato. No soy yo de sudar mucho y con la camiseta deportiva apenas se me notaba marca alguna camachil, pero hasta se me habían caído un par de gotas sobre la pantalla de la máquina y no me faltaba mucho para parecer uno de esos cerdos a los que miraba y pensaba: joder, qué asco. No en vano, antes de la elíptica había salido a correr con un colgao corre-maratones de patas finas y energía infinita, y nos habíamos hecho catorce kilómetros en poco más de una hora. Pero aún era pronto para irme al vestuario y, por algún motivo, decidí que todavía me quedaban fuerzas para media hora más.
Y en principio creí que había sido una decisión cojonuda porque, como dije, tras veintipico minutos dándole que te pego, una madurita interesante, de cinco o seis años más que yo, recién llegada ella (la primera vez que la veía), con su camiseta ajustada a estrenar, su pantalón corto y sus bonitas piernas al aire y su pelo hecho coleta, se me puso a mi lado, en la elíptica de mi izquierda, y empezó a darle a los botones tratando de comprender el mecanismo.
Pero la pobre no daba y mantenía una posición extraña, con un pie delante y otro detrás sobre las bases de la máquina, sin saber muy bien qué hacer. Hasta que se rindió y me miró y me preguntó cómo iba con una sonrisa que denotaba su derrota pero que yo quise ver como una declaración de intenciones. Le contesté sin reducir mi ritmo infernal:
—Es aquí… mira, en el botón… pones el tiempo… luego pulsas ENTER… si quieres pones el peso… –así lo hizo. Luego empezó unos torpes movimientos. Lo hacía al revés– Estás haciéndolo hacia atrás… sí, mejor para… arranca con el derecho, hacia adelante, ¿ves…? sí, así… y mejor que apoyes los pies delante del todo, es más cómodo…
Por fin logró hacerse con la máquina y empezó a describir unos buenos círculos con sus piernas. Me gustaba.
Ella parecía feliz dominando aquello y me miró para compartir su felicidad:
—Parece que ya le pillé el truco –dijo–. No era tan difícil. Muchas gracias.
Luego se fijó en mi ritmo y en que mi nivel de dificultad era bastante alto en comparación con el suyo:
—Jolín –decía–. Tú sí que le das caña… yo a tanto no quiero llegar… que seguro que me mareo… y no podría, vamos, no podría…
Yo respondía que no era para tanto y que era sólo cuestión de acostumbrarse.
—Ya, pero… –seguía ella– para hacer eso hay que venir muchísimo… seguro que tú tienes las piernas muy duras… y el trasero igual… –nos reímos cuando dijo eso– ¡Qué envidia!
Le dije que a ella no le hacía falta. Habíamos entrado en materia. Muy buen culo, por cierto.
—¿Vienes mucho…? –preguntaba–, caramba, cuatro o cinco días… yo estoy empezando, a ver si puedo tres… por cierto, me llamo Vanessa, ¿tú…? encantada… seguro que coincidiremos por aquí más veces… dios, llevas media hora, es lo máximo que se puede según dice aquí, ¿no…?
Sí, era la máximo y aunque no lo fuera, mis piernas no me permitirían mucho más. Pero tenía pensado prolongar el enfriamiento para ganarme unos cuantos puntos extra. Ya sabéis, para esperar a que se cansase y precisarle después cómo funcionaba la máquina de step, las bicis o cualquier otro aparato.
Entonces ocurrió. Empezó el tiempo de enfriamiento y noté una súbita relajación. Por fin mis piernas descansaban, cuando del intestino surgió un gas que poco a poco descendió colon abajo hasta llegar al borde del ano. Sentí que no era gran cosa, posiblemente ni sonaría si lo dejara escapar, pero no podía arriesgarme a que Vanessa lo oliese y abur ligue. Así que me concentré en mantener prieta la entrepierna para evitar problemas y, cuál fue mi sorpresa cuando, supongo que de tanto exceso, descubrí que no respondía de mis músculos ni esfínteres, y suavemente, como un trueno muy lejano, el pedo se me escapó irremediablemente durante unos fatídicos segundos.
No sonó, y podéis pensar que eso me salvaba, pero no. Noté que el gas me había calentado las cachas considerablemente y eso era señal inequívoca de que traía consigo la peste más asquerosa, de esas que hasta ni uno mismo sabe si hace bien oliéndola debajo de las sábanas.
No esperé a comprobarlo. Sin mediar palabra, me bajé de la elíptica y corrí a estirar a las espalderas, rezando para mis adentros para que la nube tóxica se hubiera venido toda conmigo y no hubiera invadido el espacio aéreo de Vanessa.
La miré a lo lejos, y no puso cara de estar respirando veneno, pero estoy seguro de que algo tuvo que notar, porque yo soy experto en pedos así y, por supuesto, no es la primera vez que me pasa en el gimnasio. Claro que otras veces no hay semejante cachonda tan a mi alcance, y me jode una barbaridad que, por culpa de un gas, me haya podido perder el que sin duda hubiera  sido el polvo de mi vida.
Tampoco sé qué hacer la próxima vez que la vea. Después de haber quedado como un maleducado, sino como un guarro, dudo que quiera volver a querer saber nada de mí. Os lo contaré.

12 ene 2013

El alumno

Era una aburrida tarde-noche de viernes en la sala de profesores, y las dos únicas mujeres que daban clase en el centro de formación para adultos cumplían horas no lectivas…
—Mira sus notas. Ha mejorado una barbaridad.
—Sí, conmigo igual.
—Pero muchísimo, ¿eh? Mira que al principio parecía un chaval como apocado o venido a menos.
—Sí, pero se le veían trazas.
—Es cierto, tú decías que era más espabilado de lo que parecía.
—Es que se le veía que controlaba. Como que se guardaba algo.
—Sí. De hecho solía responder bien cuando se le preguntaba en alto.
Dieron dos caladas a sus cigarrillos. Ambas seguían corrigiendo exámenes.
—Es que mira… un diez. No hay por donde ponerle un defecto.
—A mí me falló una pregunta, pero ¿sabes lo que pienso?
—¿Qué?
—Que lo hace a propósito.
—¿A propósito?
—Sí, para no dejar quedar mal a sus compañeros.
—Puede ser.
Otra calada.
—Además siempre viene bien vestido.
—Sí, un par de chicas le miran. Es muy descarado.
—Y él parece pasar.
—Y eso las vuelve aún más locas.
—Como nos volvería a nosotras con su edad.
—Amén.
Una pausa.
—Lo que más me gusta es que parece que sabe estar, no sé si me entiendes… parece un tipo muy maduro para su edad.
—Sí. No sé si es que la vida le ha tratado mal o simplemente es así.
—No lo sé. Pero con unos años menos, créeme, le iba a echar el lazo.
—Anda y yo.
—Aunque bien pensado, parece mayor para su edad. Es decir, con todo ese rollo de tío maduro y bien vestido aparenta más de lo que tiene.
—Sí, no le debemos de quitar tanto…
—Yo le echo veinticinco o veintiséis.
—Yo un poco más. Veintisiete-veintiocho.
—¿Tú crees? ¿O es lo que quieres creer?
Se rieron.
—Para qué engañarnos… es lo que quiero creer.
—Así no te sentirías mal si…
—¿Si que?
—Bueno, al final del curso suele haber una cena y siempre nos invitan.
—¡Descarada!
—Y yo lo mismo, mujer, y yo lo mismo.
—¿Y nuestros maridos?
—¿Qué sabrán ellos?
—Es cierto.
Una de ellas acabó su trabajo y estiró su espalda. Acto seguido se levantó.
—Aún te queda un rato, ¿no?
—Poquito.
—¿Nos ponemos una copa?
—Venga.
Sacó una botella y dos hielos de una neverita-congelador para las ocasiones especiales. De una lacena quitó dos vasos y sirvió.
—¿Brindamos?
—¿Por los alumnos guapos?
—¡Por los alumnos guapos!
Bebieron.
—¡Qué coño! ¡Por los polvos imposibles!
—¡Por los POLVAZOS imposibles!
Bebieron.
—¡Por que dios quiera que algún día…!
—¡Amén!
Bebieron.
—¡Y porque llegue el lunes de una maldita vez!
—¡Eso, que llegue el lunes!
Bebieron nuevamente, fumaron y rieron.

6 ene 2013

San Silvestre

No suelo hablar mucho de algo real-real por estos lares, pero mi falta de tiempo y inspiración de últimamente y la propia carrera me lo han puesto a huevo.
Fue el día 31 y salía de la plaza de María Pita, y en mi vida había corrido con semejante mal tiempo: viento, frío y lluvia a mares, de tal suerte que no había cojones a quitarse al chándal y salir de debajo de los soportales para calentar. Y encima ahí llego yo, sin chubasquero, sin unas mallas largas, sin ropa de repuesto, en plan novato total, viendo cómo quien más quien menos estaba preparado para un mal día, mientras yo, con mi dorsal 888 colgado de la camiseta con imperdibles, metía las manos en los bolsillos y por momentos me preguntaba ¿qué coño hago aquí?
Apenas conocía a nadie hasta que un vecino me invitó a un café en un bar de al lado, pocos minutos antes de la hora prevista para el comienzo. Era la droga que necesitaba para animarme un poco. Casi como un milagro, la lluvia casi cesó justo antes de las 5 y yo, viendo que los demás salían a correr dando vueltas a la Plaza no tuve mejor opción que imitarlos, hasta que noté cierta adrenalina corriéndome por el pecho arterias arriba.
En una de las vueltas nos colocamos hacia el pasillo de salida y sonó el pistoletazo. Error mío. Tenía que haber estado más espabilado y colocarme más adelante, porque hasta que salí de la plaza pasaron no menos de cinco minutos: eran mil quinientas personas. Total, que empecé a correr de verdad con bastante tiempo de retraso, cuando los primeros (dios me libre, de todas maneras, de querer fingir que podría siquiera lamerles los talones) casi habían llegado al punto de control intermedio.
A partir de ahí y con la lluvia que definitivamente no molestaba, amén del calor que ya me había invadido, se trataba de correr y correr, siguiendo el ritmo que más o menos controlaba gracias a un deficiente entrenamiento, a causa eso sí de que no me convencía el mal tiempo ni mi constante dolor de rodilla para salir a entrenar un poco más.
Me fui animando, a pesar de que enseguida los gemelos se me cargaron. Seguramente no había calentado lo suficiente (tampoco sé cómo hacerlo). No hacía más que adelantar a gente y apenas nadie me pasaba a mí. Es lo que tiene salir tan atrás… Total, que calculo que fueron no menos de seiscientos los que fui sobrepasando. Pude ver cómo los primeros emprendían la bajada de la vuelta cuando a mi grupo aún le quedaba para coronar la primera parte. Iban vendidos los cabrones… Pero bueno, yo seguía a lo mío. Mi carrera en solitario. Lo normal eran grupitos que seguían el mismo ritmo, tíos y tías disfrazados. Buen ambiente.
Apuré el ritmo en los últimos kilómetros. Las piernas respondían pero tampoco quería forzar demasiado, no fuera a quedar mal… Al llegar nuevamente a María Pita la gente que veía la carrera desde las vallas animaba lo suficiente como para que entrase en meta casi esprintando y, prácticamente, sobrado de fuerzas.
Total, que fue una gran experiencia. Luego vino el avituallamiento, al saludo a los conocidos y la recogida de ropa. Me quedaron dos sensaciones: primero, que podía haberlo hecho mejor, teniendo en cuenta, claro está, que mi única meta es superar mi propia marca, de los primeros hay que olvidarse. Y segundo, que repetiré, no hay duda.
Bueno, y habría una tercera, que es que de tener la camiseta mojada se me irritaron los pezones y se me quedaron como si hubiera amamantado en mí una camada de cocodrilos. Dios, qué dolor aquél día y el siguiente.
En fin, que eso ha sido todo. Os hablaré de la próxima carrera. Sobre todo si la inspiración, como esta vez, parece no aparecer.