29 dic 2013

Y yo, borracho

Era la mujer de mi vida y yo estaba borracho como las ratas.
Otro tipo orinaba en el meadero de al lado. Era un tipo de toda la vida en aquel bar y nunca le había dirigido la palabra. Tenía pinta de asqueroso, con los calzoncillos sobresaliéndole sobre el culo de los vaqueros y unas melenas que parecían albergar todo un zoológico de piojos. Terminó y se largó. Yo me sacudí las últimas gotitas con una mano. La otra mano, y el realidad todo el antebrazo, se apoyaban contra los azulejos y el tubo de la cisterna, buscando eso del equilibrio y la verticalidad.
Terminé yo también. Unas cuantas gotas se me quedaron en la mano. Me peiné con ella y se secó.
Hice eses hasta el espejo. Debía mirarme bien. Mi aspecto era importante. Importantísimo. Casi diría que lo único que podía salvarme de una noche que de pronto pintaba espantosa.
El destino no podía joderme más. No celebrábamos nada pero tras muchas semanas, los colegas estábamos todos y decidimos que aquella iba a ser una curda como las de antes. Como las de los dieciséis años sólo que con el doble de barriga y la mitad de aguante. Las resacas, amigo mío, son jodidas después de los treinta.
El caso es que lo estábamos logrando. Había sido una cena de cerveza y vino peleón aderezada con chupitos variados y café. Pronto los cubatas empezaron a atravesar las gargantas. Así uno tras otro, ¿quién podía llevar la cuenta?, hasta llegar al bar de siempre como auténticas serpientes. No recuerdo un solo colega mínimamente sereno. Ni uno.
Estaba siendo una noche memorable.
Cuando entró un grupito de tías alguno de nosotros gritó: «de puta madre». Les pasamos el escáner. A primera vista había por lo menos tres que merecían la pena. Entonces pensé que la noche sólo podía ir a mejor.
Utilizamos a uno de nuestros colegas como anzuelo. El cabrón tiene novia pero se gasta una labia de vendedor de aspiradoras muy útil en esas circunstancias. No tardó en presentarse y dar paso a la infantería.
Pero cuando estábamos llegando al grupito una especie de fuerza invisible me detuvo en seco. Las miré. Apartada un poco del resto, estaba ella. ¿Y quién es ella? Pues simplemente: ELLA. No os voy a largar toda la historia pero diré que conozco a esa chica desde hace unos diez meses. Trabaja en una librería a la que suelo ir junto al edificio donde curso el máster. Empezó simplemente siendo guapa y amable y terminé perdidamente enamorado de ella.
Es muy jodido poder verla sólo una vez por semana y descubrir cosas suyas a cuentagotas, pero lo logré. Sé que se llama Clara, que vive en las afueras, que todo el mundo la conoce por su coche amarillo, que es la tía más eficaz buscando un título entre miles de libros y que ya no tiene novio.
Poco a poco se fue dando cuenta que yo me había enganchado a ella. Sabía que estaba a punto de pedirle una cita y no sé qué coño me hubiera respondido, pero mis esperanzas no eran nulas del todo.
Y de pronto ahí está, en aquel grupito, rodeada de una manada de borrachos sedientos de de sexo. Me sentí ridículo pero el mal estaba hecho y había que tirar para adelante.
Nos saludamos. Fue un poco frío al principio, pero pronto hablamos de las cosas más estúpidas y eso se suponía que era bueno. La cosa fluía. Descubrí que también ella había bebido un poco. Se había pedido un vodka y por sus vaivenes se notaba que no era el primero.
El problema era yo. Con el anterior cubata había intentado vomitar sin conseguirlo y con éste último podía oler mi propio aliento repugnante. Creo que la asusté. Me pareció ver que retrocedía un poco. Terrible.
Por eso decidí darle un respiro e ir a mear. En el baño el asqueroso melenudo me hizo compañía y luego yo me meé mi propia mano al sacudírmela. Sólo me quedaba mirarme en el espejo y ver si mi aspecto todavía guardaba algo de respetabilidad.
Os podéis imaginar la respuesta. La camisa se me había salido de los pantalones y las arrugas eran insalvables. Había una mancha rojiza en un lateral. El pelo se me había revuelto y me quedaban zonas, como pequeñas islas, todavía con gomina, y otras secas como un erial. En la cara, mi palidez era cadavérica y en mis ojos, los capilares ensangrentados tapaban casi por completo la esclerótica. Daba pena y asco. Mucho asco.
No sabía qué hacer. Podía salir e intentarlo de todas formas, disimulando mi borrachera y asegurándome un ridículo que dilapidara cualquier posibilidad. O podía claudicar, decir que me sentía mal, largarme y esperar al viernes a volver a verla en la biblioteca y darle explicaciones. Cualquiera de las opciones me parecía una estupidez, así que no hice nada y esperé en el baño. Una opción igualmente estúpida.
Volvió el tío melenudo, entraron como veinticinco tíos más y entre ellos varios colegas: «ya voy ahora», les decía. Esperaría inútilmente a que mi aspecto mejorase.
Cosa que no sucedió.
Salí media hora después.
Allí ya no estaban: ni ella, ni el resto de chicas, ni siquiera mis colegas. Sentí celos por si se habían largado juntos. Me terminé la copa, me despedí de los camareros y cogí un taxi de vuelta a casa.
Al día siguiente supe que mis colegas y las tías habían cogido caminos diferentes. No recordaban si Clara había preguntado por mí. No me importaba. El verdadero siguiente capítulo de esta historia no se escribirá hasta el viernes, cuando la vuelva a ver en la librería.

24 dic 2013

Utopía perruna

La vida de Monty tenía poco de estresante. Todo lo emocionante que podía sucederle era la incursión de un maldito gato en su terreno, o un doloroso picor de espalda que requería un rebozado de hierba, o un pájaro que le robaba una pelota de pienso, o un extraño ruido al que había que ladrar a través de la verja de alambre y matorrales.
Por lo demás se levantaba cuando le viniese en gana, se desperezaba, daba los buenos días a los dueños moviéndoles el rabo y ofreciéndoles la cabeza para ser acariciada, bebía agua, comía pienso, pedía sobras de comida humana con carita de pena, cagaba, dormía la siesta, deambulaba por la finca, cenaba y regresaba a la caseta a la espera de un nuevo y glorioso día perruno.
Otro asunto eran las salidas nocturnas. Resulta que un vecino, dos casas más arriba —un imbécil con muy mala baba que cada viernes descendía la cuesta de la urbanización montado en su quad haciendo un ruido atronador—, tenía una perrita en celo una vez al semestre, desprendiendo un aroma más embriagador que la mayor de las barbacoas, penetrando el hocico de Monty con un poder hipnótico que desataba la locura en el perro.
Los días en medio de aquella atmósfera se hacían desesperantemente largos. Resultaba imposible excavar un agujero hasta el otro lado de la valla y, por muy en forma que estuviese, era demasiada la altura que había que salvar para estar fuera.
Por eso esperaba a la noche, cuando el motor del todo terreno de sus dueños se escuchaba tras el portalón, para situarse en una buena posición para, en cuanto éste se abriese unos centímetros, salir escopetado cuesta arriba, ignorando los gritos que le reclamaban desde la ventanilla del vehículo.
Unas horas más tarde se las arreglaba para, a través de un árbol, saltar nuevamente a su finca y dormir plácidamente hasta el amanecer.
Así fue como al poco de las excursiones y, con el olor a hembra desaparecido del ambiente, escuchó más ladridos de lo normal procedentes de la casa del vecino. Muerto de curiosidad, decidió salir una noche más a comprobar qué sucedía. Desde la valla, sin atreverse a entrar, vio cómo cuatro cachorros correteaban junto a su madre, la hembra que pocas semanas atrás había despertado sus más bajos instintos.
Pero poco podía hacer como padre más que desear un futuro feliz para sus cachorros, y así transcurrió el tiempo, mientras se olvidaba del asunto, hasta que a los seis meses un nuevo olor a hembra le hechizó enloquecidamente. Era un olor diferente al anterior pero igualmente hipnótico.
Así que aguardó su oportunidad para salir tras aquel rastro. El olor se hizo más intenso a medida que subía la cuesta. Procedía, por supuesto, del interior de la casa del vecino. Dentro sólo estaban la madre y un cachorro: la hembra de la que sin duda procedía el olor. ¿Cómo saber a esas alturas que era su propia hija? No se lo pensó y entró. Se acercó y olisqueó el trasero de aquella preciosidad. Un olor sublime. Todo marchaba bien cuando una luz se encendió en la casa. Debía terminar pronto el acto y largarse. La montó y empezó a culear. Iban sólo unos segundos y la puerta de la casa se abrió. El tipo del quad salió profiriendo gritos y corriendo hacia él, que rápidamente se quitó de encima, esquivó una patada y saltó la valla camino de su casa con el rabo entre las piernas.
No le había dado tiempo a consumar. Una lástima. Pero tendría más oportunidades y no desesperó.
Durmió plácidamente y el mismo olor mágico le despertó. Era viernes y, por ende, el quad hizo su aparición en la cuesta de la urbanización. ¡Qué ruido tan horrible! Sin embargo ese ruido significaba que la perrita estaría sola. Se las arreglaría para saltar escaparse por el día y hacerlo sin peligro, pensó.
Pero esta vez el quad se paró ante su propio portalón. Contra tal escándalo Monty se coló entre los matorrales de la verja para intentar ver algo, mientras ladraba desesperado. Apenas pudo ver aquel chisme rugiendo sin nadie encima, hasta que por fin el tipo se subió a él de nuevo y arrancó. Se habían largado.
El perro dio medio vuelta y, poco más arriba, encontró una mágica sorpresa. Un buen pedazo de carne cruda descansaba a los pies del limonero. Olía de vicio y por un momento olvidó el aroma de la hembra. ¡Qué extraño era todo...! Y él que aún no había desayunado. Se lanzó y atacó. Delicioso. Jugueteó primero con la grasa, luego con el magro y por último mordisqueó el hueso hasta no dejar ni una sola astilla.
Demasiado rápido todo. Siempre le pasaba al comer deprisa. La barriga le dolía y debía tumbarse y aguardar a que desapareciera el malestar. Pero esta vez parecía diferente. El dolor fue empeorando hasta hacerse insoportable. Entonces se hizo un ovillo junto al limonero y se durmió, sin saber que el veneno no le dejaría despertarse nunca más.

19 dic 2013

Una mancha en la mesa

Por más que frotase con estropajo, por más que utilizara toda clase de limpiadores, la condenada mancha no desaparecía de la mesa. Allí estaba, entre la pantalla y el cajoncito del teclado, siempre bien visible, siempre recordándole aquél día.
La miraba y se preguntaba cómo toda una jefa de servicio, una empleada ejemplar durante más de treinta años, había sido capaz, en un ataque fruto del estrés, de la rabia acumulada, del cansancio tras varias jornadas de horas extra, del olor a sudor masculino y de la soledad mutua de un viernes por la noche, de agarrar al becario que bien podría ser su hijo, despojarle de la camisa, arrastrarlo a la mesa y follar allí como nunca antes lo había hecho.
Fue un polvo durísimo. Animal. Salvaje. Doloroso. Inolvidable.
Al chaval se le acabó el contrato pero allí dejó aquella mancha como recuerdo. No se podía saber si era de él o de ella. Quizá era de los dos.
Una nueva noche de horas extras decidió cesar en sus intentos por borrarla. Decidió que la mancha fuera lo mejor de su despacho. Decidió incluso echar de menos otro polvo.
Bueno, esto último no, no lo echó de menos. Para eso estaba el nuevo becario.

14 dic 2013

La propuesta

Estaba harto de aquellas noches de verano. Metidos en la casa del Caimán, la vida se nos pasaba dándole a la cerveza y deglutiendo palomitas, patatas fritas y pizzas a domicilio; fumando tabaco, bostezando y aportando fútiles comentarios a los programas todavía más fútiles que ponían en la televisión.
Hasta que exploté y solté mi perla.
En el grupito éramos dos parejitas, otras dos tías solteras y otros tres solteros machos. La verdad sea dicha, casi todas las tías estaban buenas, y yo llevaba sin meterla desde el solsticio. La masturbación llegó un punto en que no me satisfacía y la casa del Caimán pocas alternativas me ofrecía más que ganarme unas cuantas imágenes mentales que guardarme para cuando regresara a casa y me encerrase en el baño, a propósito de los magreos de las parejitas o de los escotes y las minifaldas del resto de titis.
Así que allí estábamos, dándole que te pego a las pizzas y a las palomitas, soltando insignificancias por nuestras bocas llenas, esperando a que llegase la hora de retirarse cada uno a su catre y finiquitar otro perfecto día de mierda.
La cerveza se había terminado y también los temas de conversación. De la tele salían anuncios y cuando nos dimos cuenta, llevábamos sin pronunciar palabra como dos o tres minutos.
—Tíos, decid algo —comentó el Caimán.
Todos menos yo se refirieron al extraño momento de silencio. El Caimán se dio cuenta de que yo no había dicho nada:
—Tío, tú también di algo.
—No tengo nada que decir.
—Entonces propón algo.
—¿Proponer algo?
—¡Sí! A ti siempre se te ocurre alguna estupidez o algún juego idiota en momentos así.
Era cierto. Es lo que tiene ser imaginativo.
—¡Sí! ¡Propón algo!
Los demás apoyaban la moción. Las tías que retozaban con sus novios y las demás con sus preciosas minifaldas y sus preciosos escotes me miraban y reían, esperando el ingenio del genio. Entonces solté la genialidad:
—Propongo una cosa. Y va en serio: ¿por qué no follamos todos? Aquí y ahora. Todos. Nos despelotamos y follamos en los sofás, en la mesa, contra las paredes, ¿qué os parece?
Alguno se rio creyendo que bromeaba pero yo hablaba muy en serio. Hacía tiempo que no hablaba tan en serio:
—Más o menos nos hemos visto en pelotas los unos a los otros, o por lo menos en bikini o bañador. Además vivimos en el siglo veintiuno. Pensad en las risas que nos echaremos dentro de unos años cuando lo recordemos: eh, ¿os acordáis del día en que follamos todos? Fue cojonudo ¿verdad? Una gran bacanal. Sí, señor.
Estaban desconcertados. Había quienes seguían creyendo que hablaba de coña, pero el Caimán, que era uno de los que poseía titi para él solito, captó mejor que nadie que no era así:
—Tío, se te va la olla. Estarás de coña, ¿no?
—¿Por qué iba a estarlo? ¿Hay confianza, no? ¿Desde cuándo nos conocemos? ¿Hace quince años, dieciséis? Y no me digáis que jamás lo habéis pensado.
Negaron con la cabeza. ¡Qué hijos de puta!
—A ver. Se trata sólo de un pequeño homenaje. Respetándonos y todo eso. Nos desnudamos y vamos rotando de pareja, ¿qué problema hay? Yo creo que incluso reforzaría nuestra amistad.
—Tío —dijo el Caimán—. Se te va la pinza.
Escuché alguna risa más y algún que otro comentario al oído.
—Vale  —dije—. Me habéis dicho que proponga algo y yo lo he hecho. Entiendo que vais a decir que no.
—¿Tú qué crees? —dijo alguien, una chica.
—Entonces sólo diré una cosa: que os den por el puto culo.
Cogí y me levanté. Mientras recogía las llaves y la cartera de la mesa escuché que me decían:
—Que te den a ti por culo.
—Sí, mejor lárgate.
—Menudo enfermo.
—Se te ha ido mucho la olla, tío.
—Ya hay que estar desesperado.
—Que se haga una paja en casita si quiere.
—Jamás lo hubiera imaginado de él.
Y alguna perla más.
Salí de casa del Caimán. En el portal descubrí que hacía una noche cojonuda y me encendí un cigarro. Luego escribí unos cuantos mensajes de móvil. Abrí la cartera. Tenía dinero y pocas ganas de regresar a casa, así que eché a andar hacia el centro de la ciudad.
Durante un tiempo no quise saber nada de aquel grupito de mierda. Creo que hasta el equinoccio no volvimos a hablarnos, y cuando lo hicimos, noté que me miraban de otra manera, más distantes.
Pero yo me río por dentro. Me gusta imaginar que en el fondo a alguna de las titis le hubiera gustado. A veces es cojonudo no tener nada que perder. 

9 dic 2013

La fuga

Los rayos de sol se reflejaban en el rocío de las hojas. Los gorriones saltaban de rama en rama y luego se perdían más allá de su campo de visión. Las golondrinas rebuscaban entre las hierbas. Por todas partes se veían colores y se escuchaban cánticos de vida. De libertad.
Era un idílico amanecer de verano y hacía ya rato que Houdini se había desencajado la cabeza de entre las plumas. Thatcher dormía en el nido. Como buena hembra buscaba el calor por algún motivo que el macho jamás comprendería.
Houdini picoteó unos gramos de alpiste y regresó a su barrote. No precisó sonido alguno para despertar a Thatcher, que enseguida emergió del nido sacudiéndose majestuosamente.
—¿Estás lista? Hoy es el día.
Antes de que pudiera contestar, Houdini la condujo entusiasmado hasta el fondo de la jaula, en un lateral, apenas unos centímetros por debajo del bebedero.
—¿Qué te parece mi trabajo? —repitió él—. Sólo he podido dormir un par de horas. ¡Pero ha valido la pena!
Habían sido, de hecho, varias noches de duro trabajo. En medio del óxido que reinaba en las paredes metálicas, había logrado desenganchar completamente un hierro del resto de la estructura, dejando un hueco de más de una cabeza por el que fácilmente se colaría el cuerpo de los dos canarios.
—Es magnífico —dijo Houdini, demostrando con medio cuerpo fuera que efectivamente podrían salir de allí con enorme facilidad—. Mira todo esto, Thatcher, míralo y despídete porque hoy es el último día que lo verás.
Miraron ambos alrededor: el mugriento recipiente, con cuatro barrotes, otros tantos comederos y un bebedero y una bañera tomadas por el moho y los excrementos.
—¡Qué asco! —negó Houdini.
—¡Vamos! —añadió—. Come algo. Recuerda que puede que nos cueste horas adaptarnos ahí fuera.
—Un momento —dijo Thatcher—. Quiero que veas una cosa.
—Perfecto. Pero no tenemos todo el día. Ya sabes que hoy...
En efecto, en cualquier momento regresaría la familia a la casa. Hasta entonces la señora que limpiaba se encargaba de cambiar el agua, la comida y la arena del fondo; pero esa paz duraría muy poco y debían aprovecharla.
—Mira —dijo Thatcher, desde la puerta del nido y con la mirada dirigida al interior.
—Pero... ¿qué es esto? No. No puede ser.
—Lo es.
Sobre el fondo de algodón descansaban cuatro minúsculos huevos que no estaban la anterior vez que Houdini había estado allí.
—Ha sido esta noche —dijo Thatcher—. Mientras tú trabajabas en el agujero. Lo siento.
—Vale —dijo Houdini, tras una larga pausa mirando los huevos—. Vale...
Estaba visiblemente nervioso. Volaba con insólita velocidad de un lado a otro y se enganchaba en las paredes metálicas con violencia. Cuando regresó al nido Thatcher permanecía en la misma postura indecisa:
—¿Y qué hacemos? —le preguntó él.
—No lo sé. Quizá lo mejor sea que esperemos otra oportunidad. No podemos abandonar a los que serán nuestros hijos.
—¿Otra oportunidad? —se enfadó el macho—. Cuando la familia venga y vea la jaula, ¿qué crees que harán? Como mínimo pegarán celo en la varilla descolocada y revisarán todas las demás. Eso si no deciden tirar esta pocilga y ponernos otra nueva de la que sea imposible escaparse.
—Míralo por el lado bueno. Quizá en una nueva jaula crezcan sanos y con más espacio.
—¿Ese es el futuro que deseas para tus crías? —Houdini voló nuevamente y regresó—. Piensa un poco. Imagina que nos quedamos y que nuestras crías nacen. Lo más probable será que en cuanto crezcan los regalen a una tienda o a otra familia. Otra opción es que se queden con uno o dos y los pongan en otra jaula al lado de la nuestra donde jamás volverás a tocarlos. ¿Es eso lo que quieres?
—No, pero...
—¡Claro que no! Vamos Thatcher, todavía somos jóvenes. Nos merecemos una oportunidad ahí fuera. ¡Mira! —un gorrión con una miga de pan en el pico se posó sobre una maceta que colgaba junto a la jaula—. ¿Serás capaz de renunciar a eso? ¿Acaso no quieres que tus hijos gocen de esa libertad?
—Claro que sí, pero estos hijos morirán si los abandonamos y no sé si podría perdonármelo. ¿Tú podrías?
—No lo sé, pero lo que seguro que no me perdonaría que mis hijos nacieran en una cárcel pudiendo evitarlo.
Se callaron unos instantes. El portalón del garaje hizo un ruido que puso alerta a la pareja.
—Son ellos. Es la hora, Thatcher.
—Lo sé. Vete.
—¿Cómo dices?
—Vete. Todavía puedes buscar otra hembra. Yo no puedo abandonarles.
—¿Estás loca? Jamás te dejaré sola.
—¡Márchate!
De dos fuertes picotazos Thatcher empujó a Houdini hacia el agujero. Cuando éste se recuperó de los golpes y dio media vuelta, la hembra se había metido en el nido y probablemente incubaba sus huevos. Antes de subirse a un barrote para volver allí escuchó:
—Por favor, vete.
Voces humanas invadieron el jardín. Había también llaves agitándose y ruidos de bolsas y maletas. Era ahora o nunca.
Con lágrimas en los ojos, Houdini se coló por el agujero que tantas horas le había costado fabricarse.
Por primera vez en sus tres años de vida no había varillas metálicas alrededor y una extraña sensación le invadió. Voló torpemente hacia el árbol que tantas veces había visto desde su jaula.
Escondido, observó cómo la familia se acercaba a ella y comprobaba, entre lamentaciones, que faltaba uno de los canarios.
Se preguntó qué pasaría por la cabeza de Thatcher, y si todo aquel esfuerzo valdría finalmente la pena. Pensó que quizá jamás encontraría las respuestas.

4 dic 2013

Aplastado

Fue todo de golpe. O quizá no, quizá llevaba tiempo produciéndose pero a un ritmo lento, imperceptible.
Tenía la mirada clavada en la pantalla. Los dedos, tecleando como si se los fuera a llevar el diablo, aprovechando uno de eso pocos momentos de inspiración para no perder ni un segundo en cualquier otra estupidez.
Hasta que los dos estantes chocaron y saltaron puñados de astillas. Libros de un lado y de otro se empujaban y terminaron caídos o amontonados. Se escuchaba un ruido apocalíptico.
Resulta que las paredes se movían. Las esquinas perpendiculares se habían separado y a través de las grietas se entreveía una serie de engranajes mediante los que una estructura cabalgaba sobre la otra. Se movían las paredes de mi izquierda y de mi derecha. La de enfrente soportaba el movimiento y sufría los golpes. La velocidad era de uno o dos centímetros por minuto, y el sentido, hacia el interior de la habitación. También el techo, sin lograr a comprender el mecanismo, descendía al mismo ritmo hacia mi cabeza. De pronto el dormitorio tenía un 10 o un quince por ciento menos de volumen.
No había solución posible. Empujé con todas mis fuerzas pero las paredes eran movidas por una potencia inconmensurable. Mi espacio vital se reducía.
Asustado, salí de la habitación y desde la puerta miré adentro. La destrucción era absoluta. Todo se hacía polvo y escombros. De pronto la lámpara del pasillo golpeó mi cabeza: ¡el proceso continuaba en el resto del piso!
Mi razón no alcanzaba a comprender nada en absoluto, pero era el miedo quien me dominaba. Debía salir a la calle o terminaría aplastado.
La puerta principal estaba rota en dos pedazos. El techo había descendido por debajo del dintel y la madera había cedido. Me colé y busqué el ascensor. ¡No funcionaba! Angustiado, observé cómo también las paredes de las escaleras se comían el espacio interior e, instintivamente, empecé a descender peldaños saltándolos de tres en tres y de cuatro en cuatro. Debía salvar nueve pisos y la velocidad de las paredes aumentaba. Llegué al portal jadeante y con apenas sitio para colarme entre la pared y el pasamanos. Por suerte, el cristal del portal también había cedido y pude saltar a la calle y librarme de una muerte terrible.
Estaba en el suelo de la plaza. Me daba miedo incorporarme. Cuando lo hice, me encontraba entre las fachadas de los cuatro edificios que componen mi urbanización, avanzando ahora más deprisa para intentar aplastarme. ¡Cómo era posible! Ni siquiera me lo pregunté. Se deslizaban las fachadas como un enorme barco antes de botarlo al mar desde los astilleros. El espacio libre entre fachada y fachada era de pocos metros y hacia allí corrí.
Fuera de ese peligro, intuía que todavía no había terminado mi pesadilla. En efecto, a lo lejos vi cómo la ría había empezado a levantarse y el agua a invadir la tierra que la separaba de mí, buscando una horizontalidad que parecía imposible. Sólo me quedaba correr hacia las montañas. Run to the hills, pensé en la canción de Iron Maiden. Allí parecía que todavía había paz. Me colé por unos pasadizos que conocía, sin querer saber nada de la civilización que dejaba tras de mí.
Llegué a un terreno abierto en el que parecía no haber movimiento. Pero un susurro se hizo cada vez más y más perceptible. Sonaba como el mecanismo que había movido mi habitación. Algo pareció moverse bajo la tierra: una fuerza sobrehumana y satánica. Del mismo cielo pareció también surgir algo y os juro por dios que las estrellas dejaron de ser puntos brillantes para ser pequeños circulitos más brillantes aún. Se acercaban a mí.
De aquello sí que no podía librarme, así que derrotado, no sé cómo me dejé llevar y, cuando por suerte encontré papel y lápiz en este banco, decidí sentarme y escribir estas líneas.
Recuerdo que en este mismo banco una vez hablé con una amiga. Explicándole cómo era yo le había dicho que era un perfecto inconformista, un hombre que quería comerse el mundo y que éste le terminaría resultando pequeño. Ella me había contestado que había que tener cuidado con la altura de miras, que fácilmente se caía en el exceso de ambición y que si el mundo se me hacía pequeño él terminaría por hacerme pequeño a mí. Nunca creí que fuera a tener tanta razón.