Era
la mujer de mi vida y yo estaba borracho como las ratas.
Otro
tipo orinaba en el meadero de al lado. Era un tipo de toda la vida en aquel bar
y nunca le había dirigido la palabra. Tenía pinta de asqueroso, con los
calzoncillos sobresaliéndole sobre el culo de los vaqueros y unas melenas que
parecían albergar todo un zoológico de piojos. Terminó y se largó. Yo me sacudí
las últimas gotitas con una mano. La otra mano, y el realidad todo el
antebrazo, se apoyaban contra los azulejos y el tubo de la cisterna, buscando
eso del equilibrio y la verticalidad.
Terminé
yo también. Unas cuantas gotas se me quedaron en la mano. Me peiné con ella y
se secó.
Hice
eses hasta el espejo. Debía mirarme bien. Mi aspecto era importante.
Importantísimo. Casi diría que lo único que podía salvarme de una noche que de
pronto pintaba espantosa.
El
destino no podía joderme más. No celebrábamos nada pero tras muchas semanas,
los colegas estábamos todos y decidimos que aquella iba a ser una curda como
las de antes. Como las de los dieciséis años sólo que con el doble de barriga y
la mitad de aguante. Las resacas, amigo mío, son jodidas después de los treinta.
El
caso es que lo estábamos logrando. Había sido una cena de cerveza y vino peleón
aderezada con chupitos variados y café. Pronto los cubatas empezaron a
atravesar las gargantas. Así uno tras otro, ¿quién podía llevar la cuenta?,
hasta llegar al bar de siempre como auténticas serpientes. No recuerdo un solo
colega mínimamente sereno. Ni uno.
Estaba
siendo una noche memorable.
Cuando
entró un grupito de tías alguno de nosotros gritó: «de puta madre». Les pasamos
el escáner. A primera vista había por lo menos tres que merecían la pena.
Entonces pensé que la noche sólo podía ir a mejor.
Utilizamos
a uno de nuestros colegas como anzuelo. El cabrón tiene novia pero se gasta una
labia de vendedor de aspiradoras muy útil en esas circunstancias. No tardó en
presentarse y dar paso a la infantería.
Pero
cuando estábamos llegando al grupito una especie de fuerza invisible me detuvo
en seco. Las miré. Apartada un poco del resto, estaba ella. ¿Y quién es ella?
Pues simplemente: ELLA. No os voy a largar toda la historia pero diré que conozco
a esa chica desde hace unos diez meses. Trabaja en una librería a la que suelo
ir junto al edificio donde curso el máster. Empezó simplemente siendo guapa y
amable y terminé perdidamente enamorado de ella.
Es
muy jodido poder verla sólo una vez por semana y descubrir cosas suyas a
cuentagotas, pero lo logré. Sé que se llama Clara, que vive en las afueras, que
todo el mundo la conoce por su coche amarillo, que es la tía más eficaz
buscando un título entre miles de libros y que ya no tiene novio.
Poco
a poco se fue dando cuenta que yo me había enganchado a ella. Sabía que estaba
a punto de pedirle una cita y no sé qué coño me hubiera respondido, pero mis
esperanzas no eran nulas del todo.
Y
de pronto ahí está, en aquel grupito, rodeada de una manada de borrachos
sedientos de de sexo. Me sentí ridículo pero el mal estaba hecho y había que
tirar para adelante.
Nos
saludamos. Fue un poco frío al principio, pero pronto hablamos de las cosas más
estúpidas y eso se suponía que era bueno. La cosa fluía. Descubrí que también
ella había bebido un poco. Se había pedido un vodka y por sus vaivenes se
notaba que no era el primero.
El
problema era yo. Con el anterior cubata había intentado vomitar sin conseguirlo
y con éste último podía oler mi propio aliento repugnante. Creo que la asusté.
Me pareció ver que retrocedía un poco. Terrible.
Por
eso decidí darle un respiro e ir a mear. En el baño el asqueroso melenudo me
hizo compañía y luego yo me meé mi propia mano al sacudírmela. Sólo me quedaba
mirarme en el espejo y ver si mi aspecto todavía guardaba algo de
respetabilidad.
Os
podéis imaginar la respuesta. La camisa se me había salido de los pantalones y
las arrugas eran insalvables. Había una mancha rojiza en un lateral. El pelo se
me había revuelto y me quedaban zonas, como pequeñas islas, todavía con gomina,
y otras secas como un erial. En la cara, mi palidez era cadavérica y en mis
ojos, los capilares ensangrentados tapaban casi por completo la esclerótica.
Daba pena y asco. Mucho asco.
No
sabía qué hacer. Podía salir e intentarlo de todas formas, disimulando mi
borrachera y asegurándome un ridículo que dilapidara cualquier posibilidad. O podía
claudicar, decir que me sentía mal, largarme y esperar al viernes a volver a
verla en la biblioteca y darle explicaciones. Cualquiera de las opciones me
parecía una estupidez, así que no hice nada y esperé en el baño. Una opción
igualmente estúpida.
Volvió
el tío melenudo, entraron como veinticinco tíos más y entre ellos varios
colegas: «ya voy ahora», les decía. Esperaría inútilmente a que mi aspecto
mejorase.
Cosa
que no sucedió.
Salí
media hora después.
Allí
ya no estaban: ni ella, ni el resto de chicas, ni siquiera mis colegas. Sentí
celos por si se habían largado juntos. Me terminé la copa, me despedí de los
camareros y cogí un taxi de vuelta a casa.
Al
día siguiente supe que mis colegas y las tías habían cogido caminos diferentes.
No recordaban si Clara había preguntado por mí. No me importaba. El verdadero
siguiente capítulo de esta historia no se escribirá hasta el viernes, cuando la
vuelva a ver en la librería.