27 feb 2014

Normal anormalidad

Aquel tipo parecía de lo más normal, aunque uno se pregunta a menudo si no es muy arriesgado hablar de normalidad con esa ligereza. Quizá común o habitual resulten palabras más precisas que normal, pero quién sabe.
Tenía una preciosa casa en las afueras con un precioso jardín donde correteaban dos enormes perros. Tenía también una bella esposa por la que suspiraba la mitad masculina de la vecindad. Daban largos paseos todas las noches junto a los perros y sus dos pequeños, un niño y una niña que harían las delicias de cualquier ser con un mínimo de sentimientos. Había entre los vecinos quienes le daban la enhorabuena al tipo por haber logrado tan hermosa familia.
Además el hombre había llegado lejos en su trabajo. Nunca se supo muy bien a qué se dedicaba, pero todas las mañanas se marchaba en su BMW a las seis menos cuarto y a las dos y cuarto el BMW aparecía en la entrada del jardincito con el hombre trajeado dentro con cara de cansado. Se dice que tenía un buen sueldo y que, desde luego, su cuenta bancaria presentaba una buena cantidad y pronto terminaría de pagar la casa.
Era también habitual verlo reunido con sus amigos en el bar del barrio. Compartían compañía, cervezas, risas y buenas historias cuando había un partido interesante o cuando, simplemente, les daba por ahí para recordar los viejos tiempos. Luego el hombre regresaba feliz a casa donde le esperaba, según él, el verdadero sentido de su vida.
Fue muy extraño que, una buena mañana, a las seis menos cuarto como siempre y vistiendo su eterno traje negro, cuando arrancó su BMW y lanzó un beso de despedida a su mujer que miraba desde la ventana del dormitorio, salió del barrio derrapando y poniendo al límite las prestaciones de su vehículo, cuando él era todo prudencia y, desde luego, no era tarde para llegar al trabajo. Más extraño aún fue que en vez de tomar la carretera general que conducía directamente a la ciudad financiera, apurase un poco más el camino secundario hasta encontrar el acceso a la autopista a escasos kilómetros. Escogió el sentido salida y aceleró y aceleró su BMW, sobrepasando peligrosamente los límites legales de velocidad. Pero nada ni nadie lo detendrían y pronto se había alejado de su barrio para no volver ni ese día ni nunca.
Hasta hoy permanece en paradero desconocido. No responde a llamadas y la policía de todo el estado conoce la denuncia de la desaparición de un hombre. No hay pistas. No hay testigos de un BMW accidentado.
En el bar hay quien comenta que había descubierto que su mujer tenía un amante. Hay también quien asegura que él tenía una segunda vida muy lejos de allí. Otros creen que no ha podido soportar la presión de una vida perfecta. ¿Perfecta para quién? En lo que todos coinciden es en que el tipo normal de pronto dejó de serlo.
Por eso hay que tener cuidado al hablar de normalidad. Nada es normal. Nada es anormal. Todo simplemente es. Lo tomas o lo dejas.

22 feb 2014

El cuento de la puta

Había una vez una puta muy puta. Era más puta que las gallinas y que mil putas arañas juntas.
De madre puta y padre hijoputa no podía salir puta mayor. Putita de pequeña, puta de adolescente y luego putón verbenero. No se concebía puta más grande en todo el putiferio. Tan puta era que las demás putas la tenían por reputa y escapaban de sus putadas.
Era puta, putísima y un millón de veces puta. Dormía como una puta, vestía y comía como una puta y como una puta andaba, hablaba y se comportaba. Todo el pueblo sabía de su puterismo y como paradigma de puta era conocida.
Pero un día el príncipe borracho fue al puticlub y se enamoró de ella y le pidió matrimonio. Desde entonces el príncipe mandó cortar la lengua de todo aquel que llamase puta a su prometida y cuando se casaron ya nadie se acordaba de que la princesa había sido puta, reputa y requeteputa.

17 feb 2014

Eso decían los entendidos

Unas veces la vida te patea el culo y otras te sonríe. Eso decían los entendidos.
Yo llevaba una buena temporada recibiendo coces y puntapiés pero no aquella noche. Aquella noche la vida me ponía la mejor de sus sonrisas. Aquella noche era como si el cielo se abriera para mí y el Gran Señor decidiera regalarle un momento de gloria a Alejandrito. Al bueno de Alejandrito. Al hereje de Alejandrito.
Había estado bebiendo en el bar de Siro. Siro era un viejo asqueroso con la suficiente pasta como para abrir un bar y la suficiente inteligencia como para contratar a dos camareras macizas que se encargaran de él. Encajado en la esquina de la barra, había bebido y había vuelto a beber. Bebí hasta perder la noción del tiempo y del espacio. En un momento que bien podría haber sido cualquier otro unas piernas montadas sobre dos imponentes botas de tacones hasta las rodillas irrumpieron en mi campo de visión. Eran dos piernas enormes y bien hechas y yo siempre fui muy de piernas, y más cuando están escondidas tras unas medias semitransparentes por las que se adivina un glorioso color carne. El resto era una mini-minifalda y una camisa medio desabrochada por la que asomaba un seno, es decir: dos medios senos.
Venía a por tabaco y esperaba a que la camarera le hiciese caso para activar la maquinita. En la espera me miró y le sonreí como quien ve un conocido a lo lejos. Ella dijo algo así como «buen provecho», y yo le dije «claro, claro». También le ofrecí una copa y, tras negarse y comprar la cajetilla, regresó con un pitillo en la boca y reclamándole un vodka negro a la misma camarera.
Después hablamos y hablamos. O mejor dicho, habló y habló y yo hacía como que escuchaba mientras ideaba una estrategia. No hizo falta gran cosa porque se notaba que ella quería. Incluso pude permitirme el lujo de apartar la mirada de sus ojos y examinarla de arriba abajo para concluir que no podía valer más la pena. Como tampoco se me pasó del todo la borrachera no recuerdo exactamente qué sucedió después, pero sí que pagué la cuenta y cuando salí del bar y monté en el coche por la puerta del copiloto subían aquellas dos gloriosas piernas.
Por cierto, se llamaba Eli.
Así que cuando Eli y yo entramos en el apartamento yo rezumaba calor y Eli la necesitaba. Sólo fue necesario que ella fuese a un baño y yo al otro para reencontrarnos en el pasillo y no necesitar habitación alguna para empezar. Lo había hecho en la lavadora, en la encimera, en el mueblecito de la entrada, debajo de la mesa del comedor y, por supuesto, en los dos cuartos de baño. Pero en el pasillo nunca.
Después de besarnos con cierta pasión sabíamos que no estábamos allí para tonterías. Los besos sólo servirían para avivar un poco más las llamas. Enseguida la sujeté con fuerza por las dos muñecas y le di la vuelta. La empotré contra los picos de la pintura de la pared y le trabajé las orejas y el cuello. Ella serpenteaba y tenía la piel de gallina. Jesucristo nos miraba desde un crucifijo que la vieja dueña del apartamento me había pedido por dios que no retirase. «Gracias, amigo», le dije al barbudo crucificado.
Sujeté sus dos muñecas con una sola mano e hice más fuerza contra la pared. Luego me las arreglé para que mi otra mano juguetease entre su ropa. Primero por arriba y luego por abajo. Utilizando el zapato golpeé sus tacones forzándola a abrir sus piernas todo lo que la flexibilidad de la mini-mini falda le permitía. Suficiente. Ella apoyaba una mejilla contra la pared y no abría los ojos. Se notaba que no estaba acostumbrada a aquellos juegos pero quería aprender. Mi mano libre volvió a su parte de atrás. Se metió tras la mini-mini falda y acarició las dos nalgas. Luego buscó el final de las medias y tiró hacia abajo. Costaba un poco deshacerse de ellas y Eli se ofreció a ayudarme. Pero yo no se lo permití. Finalmente lo conseguí: la terminación de las medias asomaba bajo la faldita y se veía un trozo de pierna. Entonces toqueteé un poco más el culo y allí adentro y sólo después me bajé la cremallera y eché los calzoncillos a un lado.
Eli y yo sabíamos lo que venía a continuación. Abrió los ojos un momento y volvió a cerrarlos. Yo la miré y la lamí por donde pude. Después me aparté unos centímetros y la vi un poco mejor en su conjunto. Giré la cabeza hacia Jesucristo y le guiñé un ojo.
Estaba a punto de arruinarme y era carne de suicidio. De hecho le había sonsacado a un amigo médico qué combinación de medicamentos debía ingerir para que la cosa fuese rápida e indolora. Había barajado también lo alto de un edificio y la vieja escopeta de caza.
Sin embargo los entendidos tenían razón: a veces la vida te sonríe. La vida a veces puede ser maravillosa.

12 feb 2014

Ciclogénesis explosiva, según Alex

De momento es gratis disfrutar de una tormenta así que allí estaba yo, cómodamente abrigado bajo la uralita del garaje, observando el cielo y bebiéndome una buena ginebra a la salud de mí mismo. Hace ya años que no bebo a la salud de nadie más.
Aquel invierno en La Coruña era una sucesión de ciclogénesis explosivas. Poco tiempo atrás ni dios conocía ese fenómeno pero ahora todo el mundo era un experto. Se formaban en el Atlántico, pasaban rozando las costas gallegas y ascendían hacia el norte. El centro de la borrasca y las isobaras más juntas siempre aplastaban a los desgraciados de Irlanda y el Reino Unido. Suertudos.
Hay gente para todo. Hay quien se caga de miedo y se encierra en casa, quien siente desprecio por su vida y sale a dejarse matar por una ola al borde de un acantilado, y hay quienes, como yo, preferimos disfrutar tranquilamente de lo que la naturaleza decida depararnos, asumiendo que de nada vale lamentarse o perder el tiempo escondidos. Es mejor ponerse a cubierto y mirar con una buena ginebra en la mano. Sin duda.
El incómodo viento se había desacelerado y al cambio se formaron unas gruesas, negras y enérgicas nubes. Tenían toda la pinta de que descargarían en cualquier momento. Tras la calma cayó el primer relámpago. Bum. El trueno esperó quince o veinte segundos. Lejos todavía. Poco peligroso incluso para los asustadizos. Los siguientes se hicieron esperar, manteniendo una distancia prudencial. Bien sabemos los gallegos de la costa que aquí las tormentas rara vez son intensas. Nada de un relámpago tras otro o de varios por segundo. Aquí somos más bien de unos pocos relámpagos por estación y de lluvia tocapelotas todo el año, amén de alguna granizada que suele durar no más de diez minutos.
Los pájaros no volaban y los perros no ladraban. Diría incluso que no circulaban coches por la carretera. Era como si todo ser vivo se aislara del mundo y rezara: por dios que pase esto ¡ya! Pero yo no soy así. Yo me terminé la ginebra y me serví otra que sabía aún mejor.
Cayeron algunas gotas. Eso podía ser el final del espectáculo eléctrico pero no. Al contrario, la tormenta se acercaba. Cayó un relámpago y el trueno dejó de ser ese lejano sonido grave y casi constante en intensidad para convertirse en una explosión de menor duración y mayores decibelios. Una última bandada de pájaros voló de un árbol a otro. Ya no era momento para acojonados.
Hubo más relámpagos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Todos entre dos y tres kilómetros de distancia. No recordaba haber estado tan debajo de una tormenta. Se me aceleró el pulso y bebí. La cosa prometía.
La lluvia se hizo más intensa y se escuchaba un ruido de fondo, como si hubiese un constante y lejano trueno no precedido de una descarga eléctrica. Vinieron más relámpagos. Nube-nube y nube-tierra. Estos son los mejores. Caen en algún sitio que, ¿por qué no?, podría ser tu casa, causando un auténtico destrozo. En la mía no hay pararrayos así que estaba a expensas de la tormenta. Había uno en un colegio cercano pero dios sabía si funcionaba o era un mero adorno. ¿Qué importaba? Estar en medio de una tormenta es como recibir una inyección de adrenalina. Como un fuerte tortazo que te grita «espabila». Estar en medio de una tormenta te devuelve el alma perdida, te devuelve a tu esencia de ser humano, al animal que llevas dentro. En especial en el campo, lejos de la falsa protección de las enormes fachadas que no hacen sino ocultar el espectáculo. La tormenta te hacer ser alguien de una puta vez. Pierdes la noción del tiempo y del espacio y comprendes que hay vida dentro de tu vida de mierda. Te hace ser tú o eso que alguna vez quieres llamar «tú». De todo eso es capaz una tormenta.
El mayor de los relámpagos iluminó todos los grados y todos los minutos y segundos de mi campo de visión. Fue un tremendo fogonazo y creí quedarme ciego. Y sordo, porque el sonido instantáneo hizo retumbar los viejos muebles del garaje como un seísmo. Vibraron los hielos y la superficie de la ginebra. La explosión no parecía terminar jamás. Me levanté y miré hacia el colegio. Eso tenía que haber caído allí. ¡Sin duda! Demasiado cerca como para que fuese en otro lado y no causase efecto visible alguno. Aullaron los perros de los vecinos. Impresionante. Momentos así te hacen postrarte ante la naturaleza y decir «soy todo tuya, soy esclavo de ti, pero soy feliz». Y sin embargo, el sonido se disipó y el pararrayos no mostraba ningún síntoma de haber recibido todos aquellos amperios de descarga.
Una experiencia increíble. De lo mejor de mi vida.
Después la tormenta se alejó como diciendo «hasta aquí el espectáculo», y los relámpagos y truenos sucesivos ya no aceleraron mi pulso e incluso dejarían de asustar a los cobardes agazapados en sus casas. Incluso dejó de llover y se vislumbraba algún claro entre las nubes.
Sólo podía terminarme mi ginebra, recoger y entrar de nuevo en casa. Por la noche miraría las noticias y el tiempo a la espera de la siguiente ciclogénesis. Estaba siendo un gran invierno.

8 feb 2014

Un gran invento

Mi amigo el informático andaba en sus negocios desde hacía un tiempo. Estaba convencido de que tardaría muy poco en hacerse millonario y yo le creí. Sí, le creí, porque mi amigo es de esos tipos que nunca habla por hablar, así que en medio del secretismo que envolvía su trabajo diario sabía que un día le llamaría y le preguntaría:
—¿Ya eres millonario?
A lo que él me respondería:
—Sí. Ya soy millonario.
Pero resulta que me llamó él a mí, cosa poco habitual, para preguntarme discretamente si me podía acercar al laboratorio donde trabajaba con su socio, pues se traía algo entre manos. Cuando llegué me lo dijo:
—Éste es el invento.
Sobre la mesa había unas gafas bastante contundentes, más bien poco estéticas y con pinta de armatoste.
—Es sólo un prototipo —siguió—, pero vas a flipar. Lo hemos probado nosotros y un par de compañeros más. Hasta ahora ha funcionado.
Me lo explicó muy por encima. Las gafas eran una máquina del tiempo hacia adelante. Es decir: te las ponías y podías ver el futuro. No veías desde fuera una imagen de ti mismo dentro de unos años, no, estabas dentro, estabas viviendo lo que te pasaba en el momento que indicases en unas ruedecitas laterales.
—Prueba —dijo—. Necesitamos una muestra más amplia antes de patentarlas.
Me las puse. Pesaban como unos cinco kilos. Veía el laboratorio y los veía a ellos. Era el presente.
—Dinos un momento al que quieras viajar. Puede ser como mucho diez años. No hemos logrado ir más allá. Se nos salía del presupuesto.
Le dije que pusiera eso, diez años. En realidad yo no me creía nada de aquello. Más bien les seguía el juego. Giró la ruedecita.
—¿Preparado? Notarás una sacudida al entrar en el agujero de gusano. Pero tranquilo. No duele. Vamos a poner dos minutos, ¿vale? Después nos dices qué tal.
Les di el okey y mi amigo pulsó un interruptor. La sacudida fue brusca pero efectivamente indolora. Todo se volvió blanco y escuchaba como si viajase en un avión o una nave.
De pronto el sonido desapareció. Esperaba entonces que mi campo de visión se llenase de paisajes o personas que todavía no conocía o que habían envejecido. Esperaba verme casado o con hijos. Esperaba verme con un traje conduciendo un deportivo. Esperaba tomar cerveza con los amigos en un bar nuevo. Pero lo que vi fue la nada. Todo seguía negro como un abismo y en el más puro silencio. Dije algo así como que aquello no iba pero no hubo respuesta. La negrura persistía. Entonces me pareció ver algún puntito blanco aquí y allá, alguna luz a lo lejos, y escuchar un leve sonido que enseguida se disipaba. No encontraba nada. No tenía adonde moverme. Me invadía la sensación de caerme en cuanto daba un paso.
Hasta que noté la misma sacudida que al empezar y apareció de nuevo el laboratorio. Mi amigo me quitó las gafas con cuidado.
—¿No escuchabais? —les pregunté—. Os decía que no veía nada.
—Obviamente no. No te escuchábamos porque tú estabas en el futuro y nosotros en el presente. Había diez años de diferencia entre tú y nosotros.
—Pues entonces —concluí— la máquina sólo sirve para llevarse una buena sacudida porque no he visto nada.
—¡Imposible! ¡IMPOSIBLE! —me juraron.
Les expliqué con detalle todo lo que recordaba de mi experiencia. Aquello no les cuadraba para nada. Aseguraron que tendrían que hacerle algún que otro ajuste a las gafas antes de patentarlas para evitar fiascos como el mío. Buscaban explicaciones: que si teorías del multiverso, agujeros de gusano alternativos, microchips más avanzados. Todo chorradas hasta que a mí se me ocurrió la feliz idea:
Quietos paraos.
Me escucharon:
—Que puede que en realidad haya funcionado.
—¿Cómo?
—Sí, ¿cómo?
Suspiré. No me gustaba lo que iba a decir.
—Puede que la oscuridad y las luces débiles y los sonidos lejanos hayan sido reales.
—Nunca ha pasado.
—No, jamás. ¿Qué clase de futuro es ese?
Les miré fijamente:
—El futuro de un hombre muerto.
El compañero de mi amigo casi se desmaya. Después de que nadie hablase por un rato me eché a reír. No sé por qué lo hice pero me reí a carcajada limpia.
—Sí. Podría ser pero... —mi amigo intentaba consolarme.
—No te preocupes —puse una mano en su hombro—. Es un invento cojonudo. Espectacular. Yo de vosotros me  apuraría a patentarlo.
Poco a poco recuperaron el ánimo. ¿Qué culpa podrían tener ellos de que en unos años yo fuera fiambre? Me despedí:
—Un gran invento. De verdad. Lo mejor que he visto.
Salí por la puerta. Crucé la calle y miré a un lado y a otro. No venía ningún coche. Al menos no moriría atropellado en ese momento. Un alivio.
Todo un invento esas gafas. Sí señor. Ahora, a esperar a que el hombre de la guadaña llame a mis puertas cualquier día de estos.

2 feb 2014

Para el camarero que tú y yo sabemos

Tiene cierta edad, más cerca de los sesenta que de los cincuenta. Es alto y calvo, con cara de mala hostia y de subnormal a partes iguales.
Cuando se despierta nadie le abraza ni le da los buenos días. ¿Quién querría hacer semejante cosa? Sólo su madre, una decrépita anciana de incomprensible paciencia e inocente hasta la estupidez, se digna en hacerle todavía el desayuno, lavarle los calzoncillos, plancharle las camisas y acordarse de él el día de su cumpleaños. Cuando se muera la vieja él no tardará en desnutrirse, intoxicarse con su propia basura o tirarse de un puente ante su incapacidad para sobrevivir por sí mismo.
A las once está en el bar de al lado de la Garimbería. Por nada faltaría a su cita con La Voz de Galicia, la cañita, el pincho de callos o de tortilla y el viejo de detrás de la barra que, como él, no tiene mayor entretenimiento que morirse del asco hasta que la muerte real se los lleve de una puta vez.
A las doce empieza su turno en la Garimbería. A las ocho de la tarde debería estar fuera pero él prefiere las horas extra porque: ¿qué iba a hacer si no? Hace años que se aburrió de los puticlubs y desde los treinta no folla sin pagar. Ni siquiera existen amigos con quienes compartir penas, no sea que se les contagie algo. El cementerio está lleno de ricos y su cuenta bancaria presentará un bonito saldo en el infierno. Los jefes no saben que el muy desgraciado trabajaría gratis.
Y durante toda esa jornada se dedica a ser el mayor hijoputa en la hostelería de la ciudad. Acumula cuarenta hojas a su nombre en el libro de reclamaciones. Los jefes le han llamado pero él se ríe. Se descojona porque sabe que despedirle les saldría por un pico y desde hace años el negocio se mantiene al límite. ¿Qué tiene que perder manteniéndose en su incompetencia? Nada, tristemente, nada.
Así que puede seguir jodiendo a la clientela bajo patente de corso. Puede meterse los mocos mientras reparte un puñado de cañas. O toser sin ponerse la mano delante del chorro de cerveza. O servir las cañas sobre un vaso al que ni siquiera le limpia los posos del cliente anterior. O arrojar el cambio a la barra cuando el cliente espera con la mano abierta. O decir «ahí no te sirvo que no es mi zona» cuando acaba de servir a una tía buena en esa misma zona. O hacer como que no ve al tío una fila más atrás que lleva media hora levantando la mano pidiendo dos cañas. O recoger las patatas que se le han caído sobre el lavavajillas para servirlas igualmente. O asegurar que ha servido una caña de más y cobrarla cuando sabe que no ha sido así. O negarse a servir cuando pasan unos segundos de la hora por mucho que el cliente lleve un rato esperando a que le atiendan.
Hasta que se jubile, si antes no le dan una paliza de muerte, la Garimbería no será el mejor local de la ciudad gracias a él.
En fin, que se merecía que alguien le pusiera en su sitio. Yo por lo menos me he quedado a gusto. Imbécil.