El bueno de Yon
nació torpe. Hubo que tirarle de una pata para que viese la luz. Como torpe
creció, con escasas amistades durante la infancia y nulas novietas una vez le
crecieron pelos ahí abajo. También como torpe se hizo mayor hasta que un buen
día el bueno de Yon murió de la forma
más torpe, pisándose los cordones de los zapatos y cayéndose a la vía del tren
justo cuando pasaba por allí una locomotora de ciento cincuenta toneladas.
El pobre Yon... espachurrado con toda una vida por delante.
Se levantó de la vía el alma de Yon, abandonando el cuerpo
que otrora fue suyo reducido a un amasijo de sangre y vísceras: ¡qué asquito!
Pero el alma resultó indemne y, como buen chico que había sido, se apareció un
ascensor que ponía "sky" en letras doradas y entró en él.
Por el camino se veía su ciudad y luego su país y luego la
tierra entera. Yon-a (abreviatura de Yon-alma), del vértigo que sintió, no pudo
apretar durante más tiempo los esfínteres y dejó escapar un maloliente pedo. El
aroma asqueroso le hizo pensar por un momento que seguía vivo y aspiró muy, muy
fuerte.
El ascensor se detuvo y se abrió la puerta. Había nubes a
sus pies que no parecían muy estables.
—Pisa sin miedo —le dijo un señor barbudo que debía de ser
San Pedro desde una mesa situada unos metros más allá. Tenía pinta y pose de
funcionario—. Son sólidas como una roca.
Yon-a se acercó temeroso, tanto por el suelo inestable como
por la impresión del momento.
—Yon, ¿eh? —San Pedro revisó sus papeles—. Ajá, uhm, ohhh...
Así deliberó durante minutos, rascándose la barba a la
altura del mentón:
—Ajá, uhm, ohhh...
—Pues la cosa está clara —dijo después San Pedro—. Por aquí.
Dio Yon-a dos o tres pasos hacia unas puertas que ponían
"paraíso", siguiendo el dedo del barbudo que las señalaba. Cuando
estaba a apenas un metro, un agujero se abrió a sus pies y cayó al vacío sin
tiempo siquiera a sentir vértigo. Sólo escuchó las risas de San Pedro a lo
lejos mientras perdía metros y luego kilómetros de altura.
El golpe iba a ser terrible. ¡Mortal! ¡Pero si ya estaba
muerto! ¿Qué me sucederá entonces?, se preguntaba Yon-a.
Pues sucedió que alcanzó una velocidad supersónica durante
la caída y gritó de espanto. Cuando estaba a sólo centenares de metros del
suelo cerró los ojos y no quiso saber nada del impacto. Se tensionó a tope y se
produjo el golpe que, para su sorpresa, resultó del todo indoloro. Ni un
rasguño.
El problema es que siguió cayendo un poco más. ¡Estaba
perforando la tierra! Vio diferentes estratos de la corteza, roca, esqueletos,
fósiles y, por fin, magma. Ahí dejó de caer.
Cuando se incorporó se sentía muy aturdido. Lógico. Alguien
tocó su hombro.
—Eh, tú —un enano con zancos le miraba, se dio media vuelta
y echó a andar—. Por aquí.
Caminaron. El paisaje era todo herrumbres en llamas y piedra
humeante en el suelo. Se oían carcajadas y gritos de dolor, imposible saber de dónde
venían. Fueron a parar a una gran sala con aire acondicionado. Se estaba bien
allí. Un tipo de rojo y con cola y cuernos, que debía de ser Satanás, echaba
cuentas en una hoja y, sin levantar la mirada, se dirigió a los recién
llegados:
—¿Este es Yon? Viene de arriba, ¿verdad? —durante un
instante abandonó sus números y leyó el expediente de Yon-a—. Era obvio:
pecador de pensamiento. Axel, llévalo a su habitación.
Yon-a apenas podía entender nada ni lo pretendía. Se limitó
a seguir al enano entre más piedras humeantes e hierros en llamas. Recorrieron
un largo pasillo hasta detenerse.
—Aquí —dijo el enano, señalando el interior de un dormitorio
que parecía bastante amplio—. Mucha suerte.
Yon-a entró y la puerta se cerró acto seguido. Estaba
encerrado. Avanzó por la estancia. Había un amplio cuarto de baño, una
televisión de plasma y un colchón gigante con aspecto de cómodo.
Como no tenía mejor cosa que hacer, el alma condenada de Yon
durmió una plácida siesta. Empezaba a gustarle el infierno. Podría
acostumbrarme, se dijo.
De pronto sonó una musiquita por una especie de megafonía.
Era la voz de Satanás:
—Hora de purgar vuestros pecados.
Sintió miedo. Todavía no comprendía muy bien sus pecados ni
la clase de torturas que le aguardaban. Las luces se apagaron y, cuando se
encendieron otra vez, el paisaje de su habitación había cambiado. Seguía en la cama
pero, alrededor, en lo que antes eran las paredes, había la imagen más
increíble que el muchacho pudiera imaginarse: dispuestas en círculo había siete
mujeres cuya cara no podía ver. Estaban desnudas, con las piernas bien
estiradas y el tronco inclinado hacia adelante. Eran siete pares de piernas bien
largas con siete pares de nalgas en pompa y siete entrepiernas, sin nada más,
colocadas en posición receptiva. ¿Había algo más maravilloso? No,
definitivamente no, pensaba.
Para colmo la habitación empezó a llenarse de aroma de mujer, aroma de ahí abajo para
ser exactos, y Yon-a creyó enloquecer. Encima se escuchaban mujeres gimiendo de
placer y diciendo «¡ven!». ¡Eran ellas!
Yon-a no podía creérselo. Lloró de emoción y se cercioró de
que las imágenes eran reales, frotándose los ojos reiteradamente. ¡Seguían allí
y cada vez gritaban más! ¡Qué preciosidades!
No lo dudó más y se bajó los pantalones. Tenía la mayor
erección que recuerda su virgen cabecita. Se acercó a la primera de ellas y,
cuando iba a rozarle una nalga con la mano, comprobó que una invisible lámina
de vidrio se interponía en su camino. Un finísimo cristal que iba del techo al
suelo le separaba de la gloria. ¡No podía tocarla! Probó con la segunda. Nada.
Ni la tercera, ni la cuarta, ni la quinta, ni la sexta, ni la séptima. ¡No
podía ser!
Pero sí, así era. Yon-a trató de romper el cristal con una
silla, una cómoda y la tele de plasma, inútilmente. Allí seguían los preciosos
culitos, inmóviles e inaccesibles.
Lloró de desesperación y se echó en la cama. ¿Cuál había su
pecado para merecer eso?
Se incorporó y encontró en la mesilla una notita que se lo dejaba
bien claro, justo antes de que las luces se apagaran y se anunciara el fin de
la hora de la purga por aquel día: «pensamientos impuros».