28 may 2014

Lo que faltaba

Sólo le faltaba eso al viejo Cosme.
—Pandilla de hijos de puta —dice.
Ha sido un día de mierda. Discusión para desayunar. Puteado en el trabajo. Sin tiempo para comer y bronca y de un lado para otro toda la tarde.
Y cuando regresa nuevamente a la oficina, justo cuando pasa por debajo de un puente de la autopista, van unos críos y le mean en todo el parabrisas desde allí arriba.
Pero la cosa no se va a quedar así. No señor. El viejo Cosme coge la primera salida y asciende por carreteruchas hasta alcanzar el puente. Aparca un poco antes para que no sospechen y camina como si nada por la acerita del lateral. Ahí están los niños, inmóviles, disimulando, mirando los coches pasar.
—¿Qué hacéis? —les pregunta Cosme.
—Nada —responden varios.
—Me habéis meado el coche.
Los niños echan a correr pero el viejo agarra a uno de la oreja. Los demás vuelven. Son buenos camaradas.
—Perdón —le dicen.
—Se lo limpiaremos.
—No le haga nada a nuestro amigo, por favor.
Cosme afloja y el niño se une al grupo. Deja que se esfumen.
Entonces mira la autopista.
—Pasan muchos coches —piensa.
No hay nadie a los lados. Se baja la cremallera, se saca el pito y echa una larga meada al vacío. Las gotitas impactan en los capós y en los parabrisas. Es muy gracioso. Después escupe unas cuantas veces, probando su puntería, y cuando se aburre regresa al coche y conduce hasta la oficina.

23 may 2014

Un mal sitio donde pasar la noche

Uno nunca se acostumbra a dormir fuera de casa pero a veces es lo que hay. Ninguna compañera se ofreció a acogerme en su cama así que no me quedó otra que buscar en google hoteles u hostales en la ciudad y reservar en el más barato que no tuviera pinta de asqueroso.
Después de la cena vinieron el baile y unas cuantas copas y después, cada uno a su casa junto a su mujer o su marido o su perro o su gato o su osito de peluche. Todos menos yo, que caminé una buena tirada hasta encontrar en una esquina el luminoso del Escarlata. ¡Bingo!
Cuando entré no era como lo recordaba de por la tarde. Había una especie de humo y olor a droga y colonia barata en la atmósfera. Diez o doce tipos bebían en la barra y dos o tres negros merodeaban por allí cuidando que todo estuviese en orden. Era la cafetería en la que esperaba tomarme el colacao con una napolitana el día siguiente y sin embargo parecía otra cosa. Me postré en una de las mesas libres.
—¿Qué quieres? —me preguntó la camarera, una señorita de no más de treinta pero con arrugas de cincuenta que decían: asco de vida.
—Ron con cocacola. Gracias.
Me lo puso en un tris.
—Se paga al momento —me dijo la joven vieja.
—Perfecto.
—Son ocho euros.
—Joder.
Saqué la cartera y el dinero. Ocho euros. Con dos copas y media pagaba otra habitación. En fin, pensé, así son las cosas por aquí.
Lo raro vino después. Una puerta se abrió y entraron cuatro mujeres. Intentaban ser provocativas y elegantes, con peinados de la peluquería y los labios y los ojos pintados y vestidos ajustados y tacones altos. Estaba claro lo que eran.
Se distribuyeron por el bar. Tres de ellas se mezclaron con los asquerosos que tragaban alcohol en la barra. Tenían pinta de conocerlos. Una cuarta habló con un negro y después se acercó a mi mesa. Sí, se estaba acercando a mi mesa una cosa más negra que morena con una coleta que le nacía en lo alto de la cabeza, una sonrisa que evidenciaba que necesitaba una visita al dentista, un escote generoso, más generoso que los pechos que difícilmente podían crecerle con cualquier vestido que se pusiera, la piel carcomida también por el asco de vida que llevaba, el culo de tres o cuatro kilos de más y las piernas celulíticas. Se acercaba y se acercaba. Se meneaba bien, eso sí. De pronto estaba sentada en el sillón de enfrente, mirándome coqueta, y yo no podía sentir vergüenza porque llevaba en la sangre suficiente alcohol como para desinhibirme de casi cualquier situación embarazosa.
—Me llamo Linda —dijo—. ¿Tú?
Le dije mi nombre.
—¿Y estás solito?
¿Qué era aquello, pensé? ¿Qué trataba de conseguir? ¿Así se conquista a un cliente?
—Lo estoy —dije.
—Ahora ya no —dijo Linda—. ¿Me invitas a tomar algo?
Puse mala cara. No quería invitarle. Cuestión de precio simplemente.
—No importa —dijo—. María, lo de siempre.
Vino María, la joven vieja, con una copa indescifrable que le puso una sonrisa en la cara a Linda.
—Háblame de ti —me dijo.
—No tengo una vida interesante.
—No lo creo.
—Es cierto. Posiblemente tú tengas mejores historias que contar que yo.
Calló y bebió. Se notaba que guardaba esas buenas historias.
—Puedes hablar si quieres —le dije.
—Aquí el que habla es el cliente.
Se calló otra vez y volvió a beber. Creo que había dejado de gustarle. Se puso seria y me miró:
—Iremos al grano entonces. Sesenta por una hora.
—¿Una hora de qué?
—¿Eres imbécil o qué te pasa? —se enfadó.
—Ah, vale. No, gracias.
—¿No quieres? ¿Es que no te pongo lo suficiente? ¿Es que prefieres a otra?
—No, no es eso.
—¿Eres marica?
—No, por dios.
—¿Entonces? ¿A qué coño has venido?
—Sólo a beber y a pasar la noche.
—A beber y a pasar la noche, ¿eh?
—Sí, a beber y a pasar la noche. En una habitación. Yo solito. Tranquilamente.
—La primera vez en cinco años que llevo aquí que alguien viene a dormir solamente.
—Yo soy el primer sorprendido.
—Porque sabes qué clase de local es este, ¿verdad?
—Lo acabo de descubrir.
—Pues elige bien la próxima vez.
—Lo haré.
Linda se terminó su copa indescifrable y se levantó. Habló con un negro y ambos se rieron, supongo que de mí.
Yo me terminé mi copa y me levanté también. El olor a humo y droga y colonia se habían ido. O yo era todo humo y vino y colonia, ¿quién sabe? Me despedí con un gesto de Linda y de María. Ninguna me contestó. Saqué del bolsillo la llave de la habitación. La número trece. Subí las escaleras y metí la llave. Funcionaba. Todo estaba como lo había dejado por la tarde: ¿qué clase de broma era aquella?
Me tumbé sobre la cama y decidí dormir sobre una toalla limpia del cuarto de baño: a saber la de efluvios hediondos y demás purulencias que podía haber entre las mantas y las sábanas.
Escuché cómo otros clientes subían con chicas e, incluso, me pareció escuchar la voz de Linda que se metía con alguien en la habitación de al lado. Luego hubo unos cuantos golpes del cabecero de la cama contra la pared, unos diez minutos, hasta que por fin conseguí dormirme.
Lo más divertido fue decirle el día siguiente a mi mujer que había pasado la noche en un puticlub pero que no sucedió nada. Soy un buen chico y me creyó, y simplemente me dijo que dejase un comentario negativo en internet en la página del hostal. 

18 may 2014

Para no aburrirme

Mi vida era un auténtico aburrimiento. De casa al trabajo. Del trabajo a casa. Una buena cena y un polvo de vez en cuando y para de contar. Pero me aburría, me aburría, ¡me aburría!, y eso no podía soportarlo. Tic, tac, tic, tac, escuchaba el reloj vital de mi cabeza. ¡Basta!, me dije, y tomé las riendas de mi tiempo para evitar volver a pronunciar la terrible palabra.
Vida social, eso es. Me falta activar un poco mi vida social, pensé. Así que me recorrí con mis amigos todas las verbenas de pueblo en pueblo, organicé tremendas cenas-juergas en casa y los convencí para pasar una semana loca en el Caribe. También con mi novia, pobre de ella, me hice unas cuantas escapadas de fin de semana a casas rurales y, durante un mes, le escribí un poema por día que le mandaba por carta o por mail.
No bastaba. Tenía también que dedicarme a mí mismo. Un poco de cultura. ¡Bien!, ¡culturízate! Me leí los siete libros de "En busca del tiempo perdido", me apunté a clases de chino, hice un curso de veinticinco horas de escritura creativa, un master on-line de relatividad general y cada viernes acudía a un coloquio para jóvenes lectores y escritores que resultó una jauría de borrachos petulantes.
Algo de deporte me vendrá bien, me decía. El deporte es bueno para el cuerpo y para el alma. Fui a clases de yoga, GAP y pilates, aprendí a hacer surf y a bucear a diez metros de profundidad, preparé y corrí la maratón en menos de tres horas, me llevé a los amigos a los karts y al paintball y hasta hice rafting, kitesurf, puenting y paracaidismo.
Y aún así no me llegaba. Por eso actualicé todas mis redes sociales e hice centenares de amigos, recogí perros y gatos abandonados en las calles, fui a clases de guitarra eléctrica y pinté cuadros al óleo que traté de vender por internet, hice un curso de alta cocina y me compré un telescopio para ver las estrellas y espiar a las vecinas.
Pero también practiqué autobotellones yo solito en mi habitación, me monté en un tren sin saber adónde se dirigía,  escribí mensajes en una botella que luego solté en el Atlántico, me leí un libro de sexo tántrico y me apunté a una extraña secta satánica hasta que una buena noche sacaron los cuchillos para una especie de rito de sangre.
Así me convertí en el tío más ocupado del mundo. Ya no había aburrimiento. Ya no todo era de casa al trabajo y viceversa. Pero desde entonces una pregunta me invade las entrañas y no me deja en paz: ¿quién soy yo?, ¿qué coño soy? Desaparecí como ser para convertirme en acción. Ya no existo sino como un cúmulo de actividades estúpidas. Mi alma se ha escapado de mi cuerpo desde el mismo momento en que dejé de aburrirme. Tengo que pedir ayuda pero no sé a quién. Probaré a aburrirme a ver si mi alma regresa. ¡Pero odio el aburrimiento! Ya, pero ¡quiero volver a ser yo! Esto es un agobio, una tortura constante. Ya no siento, no padezco. Ya no pienso, actúo. Ya no deseo, hago.
No me digáis que la vida no es una mierda.

13 may 2014

El destino del emprendedor

Familiares y amigos lloraban su pérdida:
—Siempre se van los mejores.
—Con toda una vida por delante...
—No podía haber mejor persona.
—Era atento y siempre tenía una sonrisa en la cara.
Pero también clamaban justicia cuando se manifestaban en los medios. El cuerpo de Diego Calvete había aparecido apuñalado junto al portal de su humilde piso de las afueras:
—¡Qué muerte tan terrible! ¡Asesinos!
—No pararemos hasta que se haga justicia.
—Nadie tenía motivos para hacer esta barbaridad.
—Quien lo haya hecho así se pudra en la cárcel.
Diego se marchaba dejando una viuda embarazada, veinte años de letras de hipoteca y un negocio que se pondría a la venta por un mísero precio.
Sólo a un alma tan emprendedora como ingenua se le pudo ocurrir abrir una gasolinera bien situada a la entrada de la autopista, ponerle de nombre Calvete S.L. en honor a su abuelo que las había pasado putas en Argentina, y esperar que todo le fuera bien cuando decidió ir por libre y rechazar las llamadas de la competencia para pactar precios. Había que ser un tonto suicida para ponerse a despachar diesel y sin plomo entre treinta y cuarenta céntimos el litro más barato que las demás, renunciando a parte del beneficio a cambio de que hileras de coches parasen allí a repostar, asegurando que a él le era suficiente con ganar lo que ganaba y que allá las demás gasolineras si ponían el precio por las nubes.
Por eso en el fondo no debió de extrañarse cuando aquel sicario apareció tras la esquina del edificio, portando una afilada hoja de acero y susurrándole que se había pasado de listo metiendo sus narices donde no le llamaban mientras hundía el puñal en su estómago.
Allí arriba, en el cielo, Diego Calvete tendrá tiempo para pensar en sus errores. Alguien le explicará que así es el libre mercado. O que la sociedad no está preparada para el libre mercado. O que no hay libertad por ningún sitio. ¿Quién sabe?

8 may 2014

El superhéroe cansado

El Superhombre descansaba un su sillón de la azotea cuando recibió la llamada de la policía:
—Superhombre. Un atraco en la sede del Banco Central. Cuarenta rehenes entre empleados y trabajadores.
—Lo siento, Capi —Capi era el jefe de policía—. Creo que no iré.
—No recurriríamos a ti si no fuera una situación desesperada, Superhombre.
—Lo sé, Capi.
—Entonces contamos contigo. Son delincuentes muy peligrosos.
—Te entiendo.
Pero el Superhombre lo tenía decidido. No iría en ayuda de nadie. Ni en ese atraco ni en ninguna otra situación. Dio una larga calada a su cigarrillo.
—Hay mujeres y niños a punta de pistola, Superhombre. Mujeres y niños inocentes.
Al Superhombre se le encogió el alma pero recapacitó antes de cambiar de opinión:
—Pues ojalá salgan de esta.
—¿Pero qué te pasa? ¡Esos niños están esperándote! ¡Esperan a su héroe!
—Pueden esperar tranquilos, Capi.
—¿Qué te ha sucedido, Superhombre? ¿Desde cuándo no quieres colaborar? Sabes que te pagaremos todo lo que pidas. Los ciudadanos harán donativos.
—No es una cuestión de dinero y lo sabes.
—¿Entonces qué es?
—Estoy cansado, Capi.
—¿Cansado? ¡Cansado! ¿Desde cuándo un superhéroe se cansa?
—Desde hoy, Capi.
—Entonces si hay algún muerto pesará sobre tu conciencia.
Capi colgó.
El Superhombre llevaba semanas y meses pensándoselo. Después de años evitando atentados, solucionando atracos, liberando secuestrados y salvando a las víctimas de sus asesinos, sus días como superhéroe tocaban a su fin.
Se desabrochó la capa y se levantó, observando la ciudad desde la azotea. Oía coches, ruidos. Veía edificios, contaminación. Imaginaba gente. Gente que se odiaba y que vivía para el dinero. Gente mala y no esos ladrones y asesinos y violadores. Gente de a pie. Gente que había convertido aquella en una sociedad despreciable, carente de valores, de todo aquello que uno se imagina cuando piensa en un mundo decente. Una sociedad indigna de cualquier ayuda. Indigna de ser rescatada.
Por eso lo dejaba.
Suspiró y regresó a su tumbona. Allí se terminó su cigarrillo y empezó su vida de superhéroe cansado.

3 may 2014

Una noche en el parking

Hay trabajos de mierda y luego está el trabajo de Ray. Ray es el guardia del turno de noche en el parking Western's, a dos minutos a pie del centro de la ciudad. Llegó el último y los demás compañeros habían decidido que el nuevo se quedase con el horario nocturno hasta nueva orden. Uno de ellos era hijo del empresario y los demás, coleguitas. Ray lleva tiempo pensando en darles una buena paliza.
Llevaba ya seis horas de jornada. Ni un coche entrando ni saliendo en las últimas dos. Ni un ruido extraño. Ni un movimiento sospechoso en los monitores. Los donuts se habían terminado y la conexión a internet no funcionaba. Había ido a cagar y a estirar las piernas dos veces. Se había masturbado una vez y lo había intentado una segunda. Había leído tres o cuatro páginas de un libro pero no era él muy de leer. Ray era más bien de acción: de bailar, de follar, de darle al trinque y de meterse en peleas. Pero los guardias jurados estaban muy vigilados y se jugaba la cárcel si lo pillaban con una petaca de whisky o con una puta en la garita.
Una de las pantallas recogió un movimiento extraño. Ray ni siquiera detuvo un bostezo cuando comprobó que un coche se movía. No había arrancado; sólo se balanceaba como si una parejita estuviera haciéndolo dentro. Pero la imagen no era nítida. Debía ir a comprobarlo. No es que le importase que aquello fuese un picadero pero también se jugaba una buena multa si permitía que los chavales entraran allí a retozar.
Las luces se encendían automáticamente tras sus pasos. Ray describía círculos con la porra. Silbaba. Pensó en lo buen estudiante que había sido y en el día en que le dijo a su padre que no quería estudiar más. «Entonces trabajarás», le había contestado. Y allí estaba, once años y siete trabajos de mierda después, dando las gracias al señor porque aquel paseíto le pusiera un poco de marcha a la jornada.
Estaba ante la ventanilla. Los cristales eran tintados y no se veía el interior. El balanceo seguía. «Toc, toc», golpeó la porra en el cristal. Cesó el movimiento. Una ventanilla se bajó y apareció la cara de una chica.
—¿Todo bien? —preguntó Ray.
—No. Claro que no —respondió una dulce voz.
—¿Y cuál es el problema?
—Este.
La ventanilla se bajó hasta el final. La chica estaba completamente desnuda, mostrando unos bonitos pechos turgentes y unas piernas finas en contacto con la tapicería. La erección de Ray fue instantánea y no supo qué decir ni qué hacer.
—¿Nunca has visto a una mujer desnuda? —le preguntó ella.
—Eh, sí, bueno, pero... sí, claro, pero es que...
—¿Te pongo nervioso?
—Bueno, es que no todos los días... en realidad nunca...
Ray no podía mirarla a la cara. Pensó lo fácil que sería montar y forzarla. Nunca había estado con una mujer como aquella y tuvo que luchar contra sus instintos.
—Pero —dijo—, ¿qué haces así? ¿es que no...?
—¿Eso qué más te da? ¿No te gusta?
—Sí, claro, pero...
—¿Pero qué? ¿No te apetece subir?
—¿Subir? ¿Ahí? ¿Al coche? Oh, no, no...
—¿Estás casado?
—No, no. Divorciado, exactamente.
—Oh, vaya, tan joven y con ese historial.
Y más cosas que la chica no sabía, como la condena a dos años por acoso sexual cuando aún estaba en el instituto.
—Sube —dijo ella—. La puerta está abierta.
La joven señaló al seguro, que estaba levantado. A Ray no le cabía el pene entre los calzoncillos y sufrió verdaderos dilemas morales. Ya sabéis, el querer y el deber. Todas esas cosas.
—Es que... —dijo—. No estaría bien. Si me pillan me echan...
—¿Si te pillan? Vamos, ¿qué probabilidades hay de que eso suceda?
Ninguna. Realmente ninguna. Eso pensó Ray. Y también se imaginó entrando en ese coche y empotrándola contra el asiento, envistiéndola hasta hacerle un poco de daño y tirándole de los pelos hasta llenarla con su esencia.
—No —dijo él—. Creo que no debo.
—¿Y vas a desaprovecharme?
La chica abrió ligeramente las piernas. Ray vio que tenía sólo unos centímetros cuadrados de pelo ahí abajo, y juraría que le llegó a sus narices un poco de aquel olor interno.
—Creo que te estás equivocando —dijo Ray—. No deberías ir así...
—¿Equivocada yo? ¿Quién se equivoca?
Se abrió un poco más de piernas y se acercó a la ventanilla. Sacó la lengua y se la pasó entre los dientes. Ray dijo joder y cerró los ojos. Entonces la puerta del coche se abrió y una mano tiró de su porra hacia el interior. El guardia no sabía si hacer fuerza e impedir su propio desplazamiento o dejarse llevar, pero antes de resolver su duda su cabeza estaba ya dentro y su pie izquierdo tocaba la alfombrilla bajo los pedales.