Después de
mear me subí con cuidado la cremallera. No hay cosa peor que pillarte un pelo
de ahí abajo y la borrachera no ayuda para evitarlo.
Para salir del
baño doblé una esquina donde había un retrete para sentarse encerrado tras una
puerta de madera que dejaba un hueco arriba y abajo. Lo normal era utilizarlo
para vomitar y drogarse; si había que cagar allí dentro yo prefería hacérmelo
en los pantalones.
La puerta
estaba entreabierta y vi algo que asomaba. Un zapato de tacón, unas medias
negras y un trocito de falda en medio de un charco de pis. Metí la cabeza por
la rendija. Una tía de veintipocos estaba sentaba en el trono y ni se enteró de
mi presencia. Estaba borracha como una cuba y dormitaba sobre las muñecas, que
a su vez se apoyaban en las rodillas. Puede que estuviera algo más que
borracha.
Hizo como que
se despertaba y me miró con los ojos achinados, como si le costase un esfuerzo inmenso
enfocarme.
—¿Quién eres?
—dijo.
—Nadie.
—Vete. Estoy
intentando mear.
Podía irme,
sí, pero decidí no hacerlo. Le eché una visual de arriba abajo. Estaba bastante
bien.
—Vete, que
quiero mear —dijo otra vez con una voz balbuceante.
—No hay nadie
ahí fuera —me inventé.
—Ya lo sé.
—¿A dónde
quieres ir entonces?
Tardó unos
segundos en responder:
—Vete, que si
no no me sale.
Hice como que
me iba pero sólo retrocedí unos centímetros. Tenía unas delgadas y bonitas
piernas. El rímel se le había corrido un poco por la mejillas. Seguramente
había estado llorando.
—Que te vayas
—dijo otra vez.
—Estás en el
baño de hombres.
—¿Y?
Se echó un
poco hacia atrás como si esa postura fuera a facilitarle el asunto. Pude ver
que ni siquiera había puesto papel sobre la tapa y, fijándome bien, se le veía
un poco lo de ahí abajo. Unos poquitos pelos que se perdían hacia donde ya no
me alcanzaba la vista.
Hacía tres
meses que no follaba.
—No te puedo
dejar sola —dije.
—¿Por?
—Porque estás
muy mal y se pueden aprovechar de ti.
—Olvídame.
—Hazme caso.
Yo te protegeré.
Se calló y
volvió a apoyarse sobre las muñecas ya las rodillas. Dejé de verle la
entrepierna pero yo ya estaba empalmado.
—Ya está
—dijo.
—¿Sí? ¡Qué
bien!
—Sí. Ya meé.
—¡Muy bien!
Se levantó y
me dejó ver de nuevo todo su tesoro durante unos segundos, mientras se subía
las medias y la falda. Estaba muy, muy empalmado.
—No me mires
—dijo.
—Es difícil.
—No me mires.
Soy asquerosa. Igual que tú. Tú también eres un asqueroso.
—¿Por qué eres
asquerosa?
—Porque lo
digo yo. Pero los tíos —me señaló— sois mil veces peores.
Casi pierde el
equilibrio y me abalancé sobre ella. La rodeé por la cintura. Ella no hizo
nada; simplemente permitió que la mantuviese en pie.
—Estoy muy mal
—dijo.
—Qué va,
mujer. ¿Cómo te llamas?
—Araceli, ¿a
ti qué te importa?
—Un nombre muy
bonito, de verdad.
La solté. No
sé cómo, la puerta se había cerrado. Estábamos solos en el retrete. Una tía
buena borracha y yo solos en el retrete. Mis zapatos dejaban una huella marrón
sobre el suelo humedecido de meadas.
Apestaba. Mi
erección era superlativa.
—Llévame fuera
—dijo.
—¿Estás
segura?
—Sí. Llévame
fuera. Están mis amigas.
—No hay nadie
en el bar. Están cerrando.
Le dio una
arcada que no pasó a mayores. Entonces se me echó encima y me abrazó, apoyando
su cabeza en mi hombro.
—¡Todo el
mundo pasa de mí! —sollozó—. ¿Por qué? ¿Qué he hecho mal?
—Vamos.
Tranquila —le daba palmaditas en la espalda. Olía a hembra.
—Me quiero
morir. Te juro que me quiero morir.
—No digas eso,
Araceli.
—No valgo para
nada. No pinto nada en esta vida.
—Vamos, vamos.
Le di unas cuantas
palmaditas más.
—Menos mal que
te tengo a ti —dijo.
Se separó de
mi hombro y me miró fijamente a muy pocos centímetros. Tras la embriaguez y el
rímel corrido escondía unos ojos bastantes llorosos que denotaban tristeza más
allá de aquella noche. Me gustaban.
—Si no fuera
por ti...
—Si yo no he
hecho nada —dije.
—Sí, sí que
has hecho mucho.
Se me acercó
un poco más. Casi estaba besándome. Dios, y yo sin follar un trimestre y con mi
casa libre aquella noche.
—Vamos —dije.
—¿A dónde?
—preguntó muy extrañada.
—Afuera. ¿No
están tus amigas?
—Sí. Se habrán
ido a otro sitio.
La arrastré
fuera del baño. La camarera nos miró mal como si viniéramos de hacerlo allí
encerrados.
Salimos a la
calle y ella no se me soltaba del brazo. Era como si fuera a disolverse como un
terrón de azúcar si se apartaba de mí. Le pedí el móvil y busqué entre sus
contactos hasta que me dijo quienes eran sus amigas. Llamé a una de ellas y le
expliqué todo. Creían que habían perdido a Araceli porque no sospechaban que
estuviese en el baño de chicos.
Enseguida otra
preciosidad apareció tras unos soportales y me dio las gracias por cuidar de su
amiga.
Araceli se
arrojó sobre ella. Antes de marcharse me volvió y dijo:
—Te quiero.
Su amiga me
miró y sonrió como diciendo: «no sabe lo que dice». Yo sonreí también por
complicidad y me despedí con la mano.
Las vi
alejarse y, cuando desaparecieron, me quedé pensativo unos minutos. Puede que
fuera el mayor gilipollas bajo la estrellas. Pero al fin alguien me quería.