Fueron unos
días muy divertidos. Todavía me entra la risa cuando me acuerdo.
Llevaba un
tiempo fijándome en Alejandra. Yo era nuevo en la oficina y Alejandra llevaba
allí uno o dos años y era una de esas personas que parecen saberlo todo de su
trabajo; así que cuando llegué me sentí a su lado como una mierda en el zapato.
Pero estaba buena y era simpática. Por eso nunca la odié.
No nos
hablábamos mucho y toda interacción se restringía a alguna coincidencia a la
hora del café y a mis constantes seguimientos con la mirada desde la trinchera
de mi ordenador, pero eso cambió una buena mañana.
Alejandra se
había acercado a hablar con la compañera de mi derecha de no sé qué asunto de
pedidos que creían que se habían hecho y al final no y el jefe las iba a matar
a las dos pero malo sería que al final no se pudiera arreglar. Yo miraba de
reojo y no escuchaba demasiado, pero de pronto hubo un silencio y después Alejandra
dijo «un momento que ya vengo» y salió extrañamente escopetada.
Decidí
seguirla pocos segundos después, fruto supongo de una extraña intuición, a
dondequiera que fuese a dar con su bonito trasero de entrenadora de ballet. Oí
un ruidito en el pasillo de la fotocopiadora y supuse que era ella. Solía estar
allí. Oí la máquina tragando papeles y luego soltándolos por otro sitio. Una
hoja tras otra. No paraba. Justo antes de entrar escuché unos pasos acelerados
y, una vez dentro, ya no había nadie pero la fotocopiadora seguía tragando y
soltando hojas. Me quedé delante del aparato, al acecho, pero nadie vino ni
cuando todas las copias estuvieron hechas. Entonces lo comprendí todo. Respiré
y un olor penetró mi nariz y me hizo echar la cabeza atrás de manera
instintiva. Era un olor a pedo. Un pedo no muy fuerte, para nada nauseabundo,
pero sí quizá un pedo largo y profundo de un cuerpo, sin embargo, perfectamente
sano por dentro. Un pedo de chica. Un pedo de Alejandra.
No esperé a
que el olor se pasase y, riéndome por dentro, salí por donde se debía de haber
escapado, pero no había rastro de ella en el siguiente pasillo ni en el
siguiente. Pero la tenía acorralada. Tarde o temprano volvería a por sus hojas
y tendría que cruzármela. Yo habría ganado la batalla.
Caminando un
poco más me la encontré sentada en una silla a las puertas del despacho del
jefe, y pude ver que estaba colorada como un tomate y, aunque trataba de
disimularlo, visiblemente nerviosa.
—¿Esperas a
Agustín? —le dije.
—Eh, sí...
—contestó con dudas evidentes—. ¿Le has visto?
—Hoy se pidió
el día, ¿no lo sabías?
—¡Ay! ¡Es
cierto! ¡Qué tonta soy!
Podría haberse
inventado cualquier excusa creíble para estar allí y me hubiera dejado sin
argumentos. Se levantó.
—Gracias por
avisar. Pensaba que estaba reunido con alguien porque tiene la puerta cerrada.
Me siguió.
Entonces me sentí una especie de pastor guiando a las ovejas, sólo que guiaba a
mi ovejita camino del lugar del crimen.
—Por cierto
—le dije, a punto de entrar en el pasillo de la fotocopiadora—. Tienes ahí las
copias que acabas de hacer.
—¿Copias?
¿Mías? —fingió estar extrañada. Yo había visto una de las hojas con la lista de
pedidos, confirmando que eran suyas.
—Sí. Las que
dejaste haciendo antes. Estuve un rato al lado de la fotocopiadora cuando vi
que nadie venía, por si se las llevaban sin querer.
En ese momento
supuse que se acababa de morir de vergüenza. Sabía que yo sabía que se había
tirado un pedo y que lo había olido.
—Ah, sí
—dijo—. Ya me olvidaba. Gracias.
Ya no había
mal olor. Cogió sus hojas y seguimos caminando. Yo me senté en mi sitio y ella
volvió a la conversación con mi compañera de la derecha.
Durante varios
días Alejandra me rehuyó todo lo que pudo, pero yo la buscaba. Sentí que
después de aquel pedo el hielo se había roto entre nosotros, que era el momento
de atacar. Así que, tras forzar varios encuentros "fortuitos", nos
hablábamos con naturalidad y terminé invitándola a tomar algo fuera del
trabajo.
Cuatro o cinco
días después conseguí tirármela con cierto salvajismo (aunque no le digáis a
ella palabras como «tirármela» o «salvajismo», que no le gustan nada las brusquedades)
y, hablándolo con calma y sin calentones de por medio, decidimos salir juntos
oficialmente; y hasta hoy.
Por cierto,
que terminó reconociéndome que se había tirado el pedo, aunque la tía no se ha
vuelto a tirar más desde que estamos juntos.