24 jul 2015

Un tipo infeliz

Estaba descontento. No había una razón principal para ello, pero tampoco la había para lo contrario. Era una mezcla de odio al prójimo, rabia generalizada, impotencia y aburrimiento. Ciertas cosas me proporcionaban pequeñas satisfacciones: un cubata bien hecho, pasearme en pelotas por casa; y otras muchas cosas me frustraban: una discusión de mierda, el saldo de la cuenta, las caries, los michelines que no desaparecían, el estreñimiento. Supongo que había más cosas malas que buenas. Era un tipo infeliz.
Sábado por la mañana. En el piso de arriba había niños y no paraban de gritar y arrastrar cosas. Lograron despertarme y estropear mi único día de descanso real. Desayuné fuerte, como si me lo mereciese, fregué los platos acumulados del día anterior, escuché en la radio que había un congreso del partido popular, me puse un chándal e hice la cama, procurando deshacer las minúsculas arrugas de las sábanas y mantener una simetría perfecta al colocarlas. Manías de una mente desocupada. Salí de casa.
Cinco o seis niños jugaban en los columpios. Unos tenían una maquinita y otros jugaban de verdad. Las mamás y algún papá vigilaban mientras aguantaban un abrigo o una mochila y hablaban. Eran buenos vigilantes. Parecían disfrutar de la vida.
Un tipo pasó corriendo con un perro. Era un perro grande, marrón y blanco, con la lengua por fuera pero supongo que satisfecho. Se notaba que el tío estaba también satisfecho con todo ese sudor por la camiseta. Perder calorías hace feliz a mucha gente.
Iba de camino al supermercado. Me habían hecho la lista de la compra y obedecería. Me crucé en la acera con un conocido que pasaba por allí. Me dijo que se alegraba de verme y yo le dije que yo también. Después me preguntó por el trabajo y la familia y puso cara de satisfacción cuando le dije que sin novedades y concluyó que eso significaba que de maravilla. Cuando yo le pregunté por sus asuntos me contó un par de historias de sus hijas y no sé qué rollo de una reducción de plantilla en el trabajo, y después me dio una palmadita en la espalda y se despidió con una gran sonrisa.
Entré en el súper. No me inspiran nada en particular esos sitios. Entre carros de la compra y más niños insoportables, pude observar a alguna mamá que valía la pena, pero estaban demasiado ocupadas atendiendo a sus carros y a sus niños, y tampoco me inspiraron nada especial. No eran para tanto.
Encontré las cosas. Sabía dónde estaban. Sólo tuve dudas sobre qué naranjas eran las de zumo, pero una trabajadora me dijo que todas valían así que cogí las que mejor aspecto tenían. También me costó decidirme entre los yogures. Pase por la sección de condones. Ahí me fui a los clásicos: nada de jugármela con eso.
Tenía todo en el carro. Me acerqué a la caja que parecía que avanzaría más rápido. Escuché cómo una madre regañaba a su niñita y, luego, cómo esta misma madre le echaba por teléfono una bronca a alguien mientras colocaba sus cosas en la cinta. Cuando fue mi turno, coloqué las cosas y observé que la cajera era bastante eficaz a la hora de poner el código de barras cerca del lector. Pensé en reconocer su mérito, pero también pensé que quizá ella pudiera creer que me estaba insinuando o era una especie de pervertido, así que me mantuve calladito.
Volví a casa. Hacía calor. La gente iba ligera de ropa; sonriente, como si su estado de ánimo mejorara con el buen tiempo. Escuché alguna vez que eso era habitual; que el sol alegraba a la gente.
Deshice las bolsas de la compra. Cada cosa a su sitio: lacenas, nevera, despensa... Luego entré en el cuarto de baño. Hice pis, tiré de la cadena, me abroché la cremallera y me acerqué al espejo. Me salían dos pelos de la nariz así que cogí unas pinzas y tiré de ellos, aguantando el dolor. Miré. No parecía que hubiera más que sobresalieran.
Fui al salón. Encendí la radio. Hablaban de los intervinientes en el congreso del partido popular, pero pronto saltaron a las últimas noticias del campo español. Traté de poner música pero desistí. No se pillaba bien la emisora. Cogí el spray y la bayeta. No me hacía falta una lista de tareas para saber que me tocaba limpiar el polvo. Me puse a ello. Las estanterías, los cajones, los libros, las figuritas, ¡las malditas figuritas! Los agricultores estaban muy preocupados por la bajada de precios de las materias primas. Todos ellos parecían al borde de la ruina.
Me asomé un momento a la ventana. Más sol y gente y perros y bancos y árboles. Aquel era el mundo que me rodeaba. Todo eso era mi mundo y yo estaba en él quisiera o no. Dejé la ventana y volví al spray y la bayeta. Tenía todo lo que quería. Insisto: era un tipo infeliz.

12 jul 2015

Mi soledad

Necesitaba la soledad. Aquella soledad, me refiero. Es cierto que estaba solo en el sentido de "ausencia de pareja", es decir, de "mátate a pajas si quieres", pero cuando digo que aquella soledad fue necesaria hablo de una situación concreta, de verme solo físicamente y aguantarme a mí mismo durante, por ejemplo, un día entero.
Llevaba un tiempo solo en el otro sentido y desde entonces mi vida se había convertido en una especie de montaña rusa "suavizada" (sin grandes sobresaltos, la verdad): una búsqueda constante de emociones con el único objetivo de rellenar como fuera mi tiempo. Me había transformado en una marioneta en manos de todo aquel o aquella o aquellos y aquellas dispuestos a invertir o malgastar parte de su tiempo conmigo: tomando algo, viajando, paseando al perro, follando, ¿por qué no?, charlando de la puta vida, aburriéndonos... así día tras día. El caso era ocupar mi tiempo. No estar solo. No parar. No pensar. Prohibido pensar.
Y todo eso está muy bien, solo que en el fondo (y no tan en el fondo quizá), sabía que todo era una fachada para evitarme a mí mismo, y que tarde o temprano toda mi mierda rezumaría y la hostia sería gordísima, así que concluí que necesitaba estar solo. Calma. Tranquilidad. Aburrirme. Sufrir incluso. Dejar que la mierda rezume. Pensar, pensar, pensar...
Recuerdo lo duro que fue. Aquel sábado. Nadie a quien llamar. Nadie a quien escribir. Ningún sitio al que ir. Nada que hacer en casa. Horas y horas por delante. La ocasión perfecta para... para no sabía muy bien el qué, pero sí para estar solo.
Los minutos y las horas se me hicieron eternos. Desayuno, hago la cama, me pongo la ropa de correr y voy a caminar. Una hora y media. Un café en el bar de siempre. Miro internet, las cuatro o cinco páginas de siempre. Como algo ligero: ensalada de pasta preparada tres días antes. Una siesta, cuarenta minutos. Todavía son las cuatro y empiezo a sufrir. Es sábado: podría quedar con una guarrilla del badoo o largarme a recorrer tiendas o a mirar tías desde el paseo al borde de la playa. Pero no. Esa no es la idea. Me entran los escalofríos. Horas por delante, ¿qué hago? Un poco más de internet, limpio el polvo. Me asomo a la ventana. Nada me inspira absolutamente nada. Vuelvo al ordenador. Me aburro y la previsión de aburrimiento es peor que el aburrimiento en sí. Hiperventilación (esto es exagerado, claro). Las seis. De ninguna forma me reencuentro a mí mismo.
Recuerdo que después me tumbé en cama. Leo. Un libro de viajes. Luego el libro de por las noches: una novela histórica que no me acaba de convencer. Miro el techo. El techo no me dice nada. Las siete. Siento que el día empieza a llegar a su fin pero joder... qué largo se me hace. Internet. Un concierto de Metallica. Investigación en google sobre cómo viajar a los sitios que había mirado en el libro. Da igual. No pienso ir allí.
Las nueve. Me entra el hambre. Voy a la cocina. Un poco de fiambre y unas rebanadas de pan bimbo. Y una copa danone de postre. Vuelvo al salón. Tengo unos cuantos whatsaps. Amigos lejanos que me proponen un plan. Digo que no aunque me cuesta, pero con ese "no" siento que hago lo correcto.
Me acuesto en el sofá. En la tele sólo dan el debate de la sexta. Hago como si me interesase. Dan la publicidad. ¿He ganado ya? Me pregunto. En realidad no lo sé. No sé de qué habrá podido valer todo aquello.
Voy a la habitación. Internet otra vez. Nada nuevo. Es tarde. No para un sábado, sí para cualquier otro día. He ganado, concluyo. No siento nada, no me siento victorioso, pero he ganado. Mi día de soledad ha pasado. Lo he logrado. Antes de irme a dormir cojo el teléfono, llamo a un número de putas, les digo que me manden una, la tía viene y resulta una gorda inabarcable. Follamos, le pago, se va y después sí, me meto en cama.