31 oct 2015

Plan de vida de una noche

Un buen día José Manuel concluyó que ya había recibido suficientes palos de la vida. ¿Qué más jodiendas podía esperar de Dios Nuestro Señor? Tres divorcios y tres negocios a la ruina metían en el alcohol a cualquiera.
Mientras le daba al trinque construyó su gran plan. Sería un pelotazo. El pelotazo definitivo. Luego, a vivir como un puto rajá.
Setenta y cinco millones de euros. Ese era el bote de la primitiva que se sorteaba aquel sábado.
José Manuel invirtió tres mil euros, casi todos sus ahorros, en el sorteo. Unas cuantas apuestas múltiples y combinaciones sueltas con sus números de la suerte. Lo tenía todo estudiado. Aunque no se llevase el bote, era casi imposible que no recuperase la inversión y, a poco que le sonriera la suerte, ganase dinero. A José Manuel se le daba muy bien la estadística.
Esperó ansioso el sorteo. No bebió aquel día, ni siquiera cuando empezaron a salir las bolas por la pantalla de la televisión.
Dos minutos después tenía el resultado. No le tocó nada. Bueno, sí, dos de tres y algún reintegro. No más de treinta euros. ¿Qué probabilidades había de eso?
Estaba arruinado. Triste y arruinado. Dios Nuestro Señor había reservado para él una última jugarreta. Salvo milagro, moriría pobre.
Se levantó y abrió el mueblecito del comedor. Había buenas botellas allí. Escogió una y se sirvió algo. Era un buen momento para beber. ¿Qué otra cosa se puede hacer cuando tu plan de vida se va al garete?   

25 oct 2015

No hay amor para Carmela

De un trago, Carmela se bebió un tercio de su Eristoff Black. Estaba borracha. Era un sábado por la noche y estaba muy muy borracha.
Su intención no fue nunca terminar así. El alcohol debía haber sido un pequeño empujón; nada más. Se había puesto su vestido negro nuevo, ese por el que pagó un poco más de lo que siendo razonable se podía permitir. Se había maquillado siguiendo los consejos de una blogger profesional, con un resultado, desde su punto de vista, difícil de mejorar. Se había mentalizado de que estaba guapa y de que, ¿por qué no?, aquella iba a ser una buena noche.
Se encerró en el baño y, después de mear por cuarta o quinta vez, rompió a llorar delante del espejo que reflejaba el fracaso más absoluto. Se le corrió el rímel y aunque se aplicó unas toallitas casi milagrosas, cuando salió otra vez a la acción se notaba algo raro alrededor de sus ojos.
Allí estaba, en la pista de baile, o mejor dicho, en el escaparate donde ella y las amigas se movían y se dejaban ver hasta que un tío o un grupito de tíos se les acercasen como moscas a la mierda para ver si conseguían algo.
Después de una hora y media sin detener sus pies, el resultado era el conocido: triste y borracha como una cuba, mientras alguna de sus amigas sí había conseguido ligar y, las que no, o tenían un novio al que verían a terminar la noche o parecía no importarles acabar solas porque, al fin y al cabo, ¿qué más daba una noche sin ligar si lo habían hecho lo anterior o lo harían la siguiente?
Pero no era el caso de Carmela. Carmela no ligó el finde anterior ni el anterior ni... sabe dios cual había ido el último, y no llevaba trazas de hacerlo hasta que el infierno se helase.
El motivo era sencillo. Carmela era buena persona. Amable y generosa hasta el empalago. Sería una novia complaciente y entregada; la nuera que toda madre desea.
Un encanto de chavala.
Pero todo eso no sirve de nada cuando pesas quince quilos de más, cuando tu cara no es del todo agradable, tus piernas parecen un embudo y ni siquiera las tetas van acorde con el restante exceso de masa. Le gustó mucho el dulce durante la adolescencia y nunca fue ella de hacer deporte, y ahora era demasiado tarde para cambiar. Las dietas exprés de nada valían. Ella nunca sería Bar Refaeli o Sara Carbonero. Di Caprio o Casillas jamás se fijarían en la buena de Carmela.
Pertrechada con otro Eristoff Black, se movió ridículamente y trató de ser una más del grupo, aunque ella jamás sería una más. Nunca las miradas de uno de esos chicos irían dirigidas a Carmela.
Por eso bebió rápidamente. Era beber o pensar. Y si pensaba lloraba. Y estaba hasta el coño de llorar.
Además la bebida era su última esperanza. La esperanza para bajar el listón y aceptar ser follada por un chico horrible y desesperado como ella. Si el príncipe azul no aparecía —y no tenía por qué aparecer jamás—, al menos podría encontrar el amor de la forma a la que aspiraba una gorda fea y sin morbo: follando con cualquiera en cualquier pisucho o en cualquier portal o en cualquier coche y después si te he visto no me acuerdo. Y quizá mejor no haberte visto.