Había bebido como
un cosaco, ¿para qué mentir? Cena de empresa con vinos, chupitos y barra libre.
Un completo en toda regla.
Al salir cogí el
coche. Tenía que hacerlo. No estaba dispuesto a pagarme un hotel y, por
supuesto, no me había ligado a ninguna compañera. Pasé el peaje de la autopista
y allí estaba la guardia civil. Me dieron el alto y me eché a un lado.
—Buenas noches —me
dijo un guardia después de ponerme a su altura y bajar la ventanilla—. Estamos
realizando un control de alcoholemia, ¿ha bebido usted?
¿Qué clase de
pregunta era aquella? Es decir, ¿de qué valdría la respuesta en uno u otro
sentido?
—Sí, señor —dije.
—¿Mucho?
Calculé
mentalmente: tres vasos de vino, chupito de licor café, chupito de hierbas y
unos cuarenta centilitros de ron en cubatas.
—Bastante —dije.
—Pues se le ve
bastante entero.
—Es la práctica.
Se rio y su
sonrisa pareció decir «aquí tenemos un graciosillo».
—Bien, coja esto y
ábralo.
Me dio una bolsita
y rompí el plástico.
—Introdúzcala aquí
—me acercó el aparatito y encajé la boquilla.
—Ya —dije.
—Sople cuando yo
le diga —miró el chisme unos cinco segundos—. Ahora.
Soplé. Fueron seis
o siete segundos. Notaba el alcohol subir por el esófago y salir despedido para
aumentar centésima a centésima la cifra que aparecería en la pantallita.
—Listo —dijo el
guardia.
Retiró el aparato
y miró la pantalla.
—Hum —dijo poco
después—. Pues sí, ha bebido.
—Ya se lo dije.
—Cero cuarenta y
tres, ¿sabe lo que eso significa?
—Aproximadamente.
—Voy a tener que
denunciarle, señor.
—Le entiendo.
—Aparque allí
delante, detrás de aquellos dos.
Me indicó un sitio
al lado de unas casetas de los trabajadores del peaje. Había allí retenidos
otros dos desgraciados. Uno dormía al volante y otro llamaba por el móvil. Me
puse detrás. Apagué el coche. Al rato vino el mismo guardia.
—¿Quiere soplar
otra vez?
—¿Por qué no?
Repetimos el
procedimiento. Miró otra vez la pantallita.
—Cero cuarenta y
cuatro. Nos quedaremos con la medición de antes.
Apuntó algo en una
especie de agenda electrónica.
—Me extraña que se
le vea a usted tan entero—dijo.
—Pero el aparatito
no miente.
—Claro que no.
¿Hacia dónde va?
—Coruña.
—Caray. Veinte minutos
más de viaje todavía.
—Por ahí, sí.
—Si aún fuera aquí
al lado... quizá...
—¿Me dejaría usted
seguir?
—Bueno, el caso es
que se le ve muy bien y...
—No se preocupe
—interrumpí.
—No le entiendo.
—Quiero decir que
no tiene usted que pasar el mal trago de hacer la vista gorda. Múlteme y cumpla
su trabajo.
—En los años de mi
vida. ¿Quiere usted quedarse conmigo?
—Dios, ¡no!
—¿Y no sabe que la
multa, además de la cuantía económica y la pérdida de puntos, conlleva tres
meses de retirada del carnet?
—No conocía el
dato exacto, pero sí.
—Y eso a usted le
da igual.
—No es eso.
—¿Entonces?
—Ya se lo dije. No
tiene por qué hacer la vista gorda.
—¿No necesita su
coche en su día a día?
—Oh, sí. Vivo a
cincuenta kilómetros del trabajo y no hay alternativas de transporte. De hecho
vengo de una cena de empresa.
—Y me quiere usted
decir que a su empresa le dará igual que no vaya a trabajar.
—En absoluto. Me
despedirán ipso facto.
—Y está usted tan
tranquilo.
Pensé en los
compañeros de trabajo. En las horas ante el ordenador. En el jefe soltando
veneno desde la puerta de mi despacho. Vamos, en mi mierda de vida.
—Sí, señor —le
dije—. Siento decir que estoy tranquilo.
—Como usted quiera
—negó con la cabeza y volvió a apuntar en la agenda—. En los años de mi vida...
Me pidió los
papeles del vehículo y mi carnet de conducir. Se los llevó un momento a una
furgoneta y luego me los devolvió.
—Aquí tiene
—dijo—. Le llegará la denuncia a casa en cuestión de una o dos semanas.
—¿Tanto?
—Sí. Lo siento.
—Está bien.
—Ahora acuéstese y
descanse y le haremos soplar dentro de un rato. Mientras no podrá irse.
—Claro.
Le hice caso y
cerré el seguro, bajé la ventanilla y recliné el asiento. Después me apoyé en
el cabecero y traté de dormirme. Antes de hacerlo pensé un poco en el cambio de
vida que me esperaba y, ¿para qué mentir?, me sentí bastante bien.