La vi al salir
de la facultad y dijo:
—¡Me cago
hasta en la puta!
Acababa de
pisar mierda. Hizo equilibrio sobre una pierna y se miró la suela de la bota
del pie levantado. Llevaba un escote portentoso.
—Joder. ¡Me
cago en todo!
Me acerqué.
—Vaya putada
—le dije. Nunca había hablado con ella.
Miré también
la suela. La mierda se le había enquistado entre las ranuritas a la altura del
talón. Sobre la acera había tres buenos zurullos de perro y un cuarto
aplastado.
—Culpa de
algún imbécil que no recogió —le dije.
—Y culpa mía
por no mirar.
Bufó un poco
más y luego pensó qué hacer. Empezó a frotarse contra la hierba pero no daba
resultado.
—Mejor aquí.
Ven —dije.
—¿Por?
—Es hierba
seca y rasca más. Ya verás.
Subí un
bordillo de medio metro y le ofrecí mi mano desde arriba.
—Déjame la
carpeta —dije.
Me la dio y
subió, apoyándose en mi antebrazo. Desde arriba sus tetas parecían aún mayores.
—Parecemos
retrasados aquí arriba —dijo.
—Bueno,
después de varios años puede que sea la primera vez que pisas esta hierba.
—Pues sí.
—Agradéceselo
al perro que lo hizo.
Empezó a
arrastrar el pie con violencia. Tres o cuatro sacudidas sobre el mismo sitio y
después avanzaba un poco y miraba el suelo.
—Sale más. Es
cierto —dijo.
Era cierto.
Sobre las hojas quedaban pedacitos de mierda casi licuados después de los
golpes.
—Pero aún
queda lo peor —dijo.
—¿El qué?
Levantó una
bota y notamos la peste.
—Qué asco
—dijo.
—Sí. El cabrón
estaba podre por dentro.
—Y tanto.
Aunque lo que quería enseñarte es que aún queda mierda.
—Sí. En las
ranuras.
—Justo. Eso no
hay dios que lo quite.
Allí cerca
había un seto podado casi en su totalidad. Apenas le sobresalía del suelo el
inicio del tallo, con montones de palitos puntiagudos y aparentemente bien
anclados. Parecía un buen sitio donde restregarse.
—Dale ahí —le
dije.
—¿Tú crees?
—Agárrate a mí
si quieres.
Lo hizo.
Levantó el pie en cuestión e hizo equilibrio con el otro sujetando mi hombro con
fuerza. Empezó a frotarse. Adelante y atrás. Adelante y atrás. Le botaban las
tetas. Se reía. Me estaba empalmando. Seguía riéndose. Le dio con más fuerza.
Las tetas a punto de salírsele. Lo más parecido un polvo en el último mes y
medio.
—A ver ahora
—dijo.
—A ver
—levantó el pie.
—Parece que ya
está.
No olía y casi
no había nada.
—Todavía hay
un poco ahí. Mira.
Señalé el
punto exacto. Quedaba una pizca casi invisible, pero quería un poco más de
marcha.
—Pues sí
—dijo.
Se volvió a
agarrar a mí y a frotarse. Las tetas volvieron a ejercitarse. Emitía pequeños
sonidos; como jadeos. Era como follar vestidos. Tenía material para una docena
de pajas.
—Listo.
—Listo.
Como si nos
hubiéramos corrido al mismo tiempo, miramos la mierda que se había quedado
pegada a los palitos, infiltrándose parte de ella y llegando a la tierra de
debajo; orgullosos. La bota estaba limpia.
—Cuando llegue
a casa le paso agua y jabón y arreglado —dijo.
—Sí, porque si
no el olor no se te va del todo.
Nos bajamos
del bordillo y le devolví su carpeta. Caminábamos hacia su coche.
—Pues muchas
gracias —dijo.
—Gracias al
perro.
—¿Al perro por
qué?
—Sin su cagada
no hubiera existido nuestra primera cita.
—¿Consideras
esto una cita?
—No, pero la
que vamos a tener dentro de poco sí.
—Muy bueno —se
rio.
Nos despedimos
sin concertar la cita, pero con el cuento de la cagada ya me había ganado su
saludo. Para ganarme también sus tetas tendré que esperar, y si hace falta
mantener largas conversaciones acerca de cagadas de perros, de hostias en
vinagre o de la puta madre de dios.