Se
subió al estrado, saludó al presidente educadamente y se giró ante el arco
parlamentario que esperaba su discurso. Pero algo no iba bien.
—Señor
presidente, señorías —empezó—. Hoy quisiera comenzar mi intervención recordando
a todos aquellos que bla, blabla, blabla...
Hubo
aplausos generalizados y en su interior, un extraño sonido, como si tuviera
hambre. Sin embargo acababa de desayunar.
—Me
gustaría responderle a sus preguntas, Sr. XXX —empezaba lo duro de verdad—.
Asegura usted que bla, blabla, blabla... y sin embargo fíjese. Es obvio que no
le interesa escuchar a los organismos internacionales que aseguran que bla,
blabla, blabla.
Su
bancada aplaudió mientras el Sr. XXX y sus colegas negaban con la cabeza.
—Se
está quedando usted solo, Sr. XXX. Ya ni los suyos confían en usted. ¡Y no me
extraña después de ver su gestión! Los datos son evidentes, señorías. Hace dos
años los intereses se pagaban a bla, blabla, blabla, y ahora nos cuestan un
bla, blabla por ciento menos. Hace dos años teníamos un déficit de bla, blabla,
blabla, y ahora es de sólo el bla,
blabla, blabla, y todos alaban el esfuerzo de este gobierno y de sus ciudadanos
por salir de esta crisis. Todos menos usted, Sr. XXX, ¿a qué está jugando?
Más
aplausos. En la otra bancada se escuchaba algún silbido. El presidente llamó la
atención de varios diputados. Mientras, un pinchazo en el estómago del orador le
provocó un gesto de dolor evidente.
—¿Qué
habrá sido? —se preguntaba—. Si he desayunado lo de todos los días.
Hizo
un esfuerzo por mantenerse imperturbable cuando le tocó retomar el discurso:
—Los
ciudadanos no pueden entender su manera de hacer oposición. Es el «no porque
no» y el «sí porque sí». Es el «tú eres muy malo y punto». Es el «cuando yo
llegue derogaré todas sus leyes». Pero el ciudadano de a pie es lo
suficientemente inteligente como para no confiar en usted, Sr. XXX —un
retortijón le hizo detenerse unos segundos, lo que provocó algún murmullo—.
Cada palabra que sale de su boca en este parlamento es un insulto a la
inteligencia de la ciudadanía. La gente sufre, y sufre muchísimo, pero también
sabe que son tiempos de grandes sacrificios, empezando por este gobierno.
Las
risas se extendieron entre la oposición. ¿Grandes esfuerzos? ¿Ustedes?, se
preguntaban algunos. El verdadero esfuerzo del orador se centraba en contener
la potencia incomprensible que albergaba en sus entrañas.
—Escuche
a la gente, Sr. XXX. La gente pide cambios. La gente pide políticos a la altura
y grandes pactos de estado —nueva pausa para un retortijón—. Yo llevo toda esta
legislatura ofreciéndole mi mano para colaborar y ¿qué he recibido a cambio más
que su negativa y su desprecio?
El
Sr. XXX musitaba «vergüenza» a su compañera de escaño. El orador respiraba
hondo y se hacía palpable su malestar.
—Sr.
Presidente, continúe —se escuchó la imponente voz del presidente del
parlamento.
—Por
supuesto, señoría —pero el orador no las tenía todas consigo y se tambaleó
ligeramente—. Sr. XXX, una última cosa quiero decirle —pero su voz se detuvo y
a cambio sonó un disimulado quejido por el micrófono—. Sr. XXX, tenemos en
estos presupuestos una nueva oportunidad de alcanzar un gran pacto de estado
—las palabras sonaban entrecortadas, quitando credibilidad a su contenido—. Una
oportunidad única que no podemos desaprovechar...
El
orador hubo de apoyar sus codos en el estrado. No podía continuar. Sonaban
puñetazos en la mesa desde docenas de escaños, y más silbidos y gritos. El
presidente de la cámara enloquecía por momentos. Haciendo un esfuerzo, el
orador se giró y le susurró algo al oído.
—Se
suspende momentáneamente la sesión —sonó su voz más poderosa que nunca—. Se
reanudará en un cuarto de hora.
Dos
minutos después, el Sr. YYY —presidente del gobierno y orador hasta el
momento—, se relajaba en los sanitarios del parlamento y soltaba la más larga y
placentera cagada de sus cincuenta y pocos años de vida. Un placer inigualable.
Sublime. Todavía tenía unos minutos para gozar del momento.
Escuchó
cómo se abría la puerta del váter de al lado y, por un carraspeo, reconoció
enseguida que se trataba del Sr. XXX. Luego oyó una hebilla del cinturón, una
cremallera y unos pantalones que se bajaban.
—Fulanito,
¿eres tú? —preguntó el presidente.
—¡Hombre!
Estabas aquí. Ya creíamos que te habías largado.
—Joder
tío. No sabes cómo necesitaba esto.
—Ya
decía yo que te pasaba algo raro.
—Y
tanto. Anda que no les dará que hablar a los medios.
—Si
te sirve de consuelo, yo estoy a lo mismo.
—Ya
veo, ya.
—Un
segundo que ya me viene.
Se
escuchó el inconfundible sonido del agua salpicando cuando algo se zambulle.
—Joder,
¡qué gusto!
—¿Y
ahora qué? ¿A seguir dándonos de hostias?
—Digo
yo. Es lo que toca.
—¿Y
con esto de los presupuestos qué hacemos? ¿Pactamos o no?
—¿Qué
tal son? Yo no me los he mirado.
—Ni
yo, pero tampoco tengo ganas de discutir demasiado.
—Yo
menos. Después de esto, el día podría ser redondo si aparecemos con un gran
pacto de estado.
—Pues
ale, pacto de estado a la vista.
—Amén,
hermano.
—Disfruta
lo que te queda de cagada. Yo he terminado.
—Perfecto.
Enseguida nos vemos.
Al día siguiente los periódicos alababan el
esfuerzo realizado por los dos grandes partidos al alcanzar el primer pacto de
estado en muchos años. El Sr. YYY y el Sr. XXX posaban más sonrientes que nunca
para la foto. Lo que no consiga una buena cagada...