La tenía en el bote. Os juro que
la tenía a punto de caramelo.
Llevaba veintipico minutos subido
en la elíptica y mi sudada era de campeonato. No soy yo de sudar mucho y con la
camiseta deportiva apenas se me notaba marca alguna camachil, pero hasta se me habían caído un par de gotas sobre la
pantalla de la máquina y no me faltaba mucho para parecer uno de esos cerdos a
los que miraba y pensaba: joder, qué asco. No en vano, antes de la elíptica
había salido a correr con un colgao corre-maratones
de patas finas y energía infinita, y nos habíamos hecho catorce kilómetros en
poco más de una hora. Pero aún era pronto para irme al vestuario y, por algún
motivo, decidí que todavía me quedaban fuerzas para media hora más.
Y en principio creí que había
sido una decisión cojonuda porque, como dije, tras veintipico minutos dándole
que te pego, una madurita interesante, de cinco o seis años más que yo, recién llegada
ella (la primera vez que la veía), con su camiseta ajustada a estrenar, su
pantalón corto y sus bonitas piernas al aire y su pelo hecho coleta, se me puso
a mi lado, en la elíptica de mi izquierda, y empezó a darle a los botones
tratando de comprender el mecanismo.
Pero la pobre no daba y mantenía una posición extraña,
con un pie delante y otro detrás sobre las bases de la máquina, sin saber muy
bien qué hacer. Hasta que se rindió y me miró y me preguntó cómo iba con una
sonrisa que denotaba su derrota pero que yo quise ver como una declaración de
intenciones. Le contesté sin reducir mi ritmo infernal:
—Es aquí… mira, en el botón…
pones el tiempo… luego pulsas ENTER… si quieres pones el peso… –así lo hizo.
Luego empezó unos torpes movimientos. Lo hacía al revés– Estás haciéndolo hacia
atrás… sí, mejor para… arranca con el derecho, hacia adelante, ¿ves…? sí, así…
y mejor que apoyes los pies delante del todo, es más cómodo…
Por fin logró hacerse con la
máquina y empezó a describir unos buenos círculos con sus piernas. Me gustaba.
Ella parecía feliz dominando
aquello y me miró para compartir su felicidad:
—Parece que ya le pillé el truco
–dijo–. No era tan difícil. Muchas gracias.
Luego se fijó en mi ritmo y en
que mi nivel de dificultad era
bastante alto en comparación con el suyo:
—Jolín –decía–. Tú sí que le das
caña… yo a tanto no quiero llegar… que seguro que me mareo… y no podría, vamos,
no podría…
Yo respondía que no era para
tanto y que era sólo cuestión de acostumbrarse.
—Ya, pero… –seguía ella– para
hacer eso hay que venir muchísimo… seguro que tú tienes las piernas muy duras…
y el trasero igual… –nos reímos cuando dijo eso– ¡Qué envidia!
Le dije que a ella no le hacía
falta. Habíamos entrado en materia. Muy buen culo, por cierto.
—¿Vienes mucho…? –preguntaba–,
caramba, cuatro o cinco días… yo estoy empezando, a ver si puedo tres… por
cierto, me llamo Vanessa, ¿tú…? encantada… seguro que coincidiremos por aquí
más veces… dios, llevas media hora, es lo máximo que se puede según dice aquí,
¿no…?
Sí, era la máximo y aunque no lo
fuera, mis piernas no me permitirían mucho más. Pero tenía pensado prolongar el
enfriamiento para ganarme unos cuantos puntos extra. Ya sabéis, para esperar a
que se cansase y precisarle después cómo funcionaba la máquina de step, las bicis o cualquier otro aparato.
Entonces ocurrió. Empezó el
tiempo de enfriamiento y noté una súbita relajación. Por fin mis piernas
descansaban, cuando del intestino surgió un gas que poco a poco descendió colon
abajo hasta llegar al borde del ano. Sentí que no era gran cosa, posiblemente
ni sonaría si lo dejara escapar, pero no podía arriesgarme a que Vanessa lo
oliese y abur ligue. Así que me concentré en mantener prieta la entrepierna
para evitar problemas y, cuál fue mi sorpresa cuando, supongo que de tanto
exceso, descubrí que no respondía de mis músculos ni esfínteres, y suavemente,
como un trueno muy lejano, el pedo se me escapó irremediablemente durante unos
fatídicos segundos.
No sonó, y podéis pensar que eso
me salvaba, pero no. Noté que el gas me había calentado las cachas
considerablemente y eso era señal inequívoca de que traía consigo la peste más
asquerosa, de esas que hasta ni uno mismo sabe si hace bien oliéndola debajo de
las sábanas.
No esperé a comprobarlo. Sin
mediar palabra, me bajé de la elíptica y corrí a estirar a las espalderas, rezando
para mis adentros para que la nube tóxica se hubiera venido toda conmigo y no
hubiera invadido el espacio aéreo de Vanessa.
La miré a lo lejos, y no puso
cara de estar respirando veneno, pero estoy seguro de que algo tuvo que notar,
porque yo soy experto en pedos así y, por supuesto, no es la primera vez que me
pasa en el gimnasio. Claro que otras veces no hay semejante cachonda tan a mi
alcance, y me jode una barbaridad que, por culpa de un gas, me haya podido
perder el que sin duda hubiera sido el
polvo de mi vida.
Tampoco sé qué hacer la próxima
vez que la vea. Después de haber quedado como un maleducado, sino como un
guarro, dudo que quiera volver a querer saber nada de mí. Os lo contaré.
jajaja, qué putada! En el momento más inoportuno, pobrecilla.
ResponderEliminarUn saludo Alex
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarDeberían existir tapones herméticos para momentos así. Tiene razón Zavala: ¡ Qué putada!
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