Desde que tuvo
aquel accidente Ignacio era insoportable como copiloto. Sólo había sido una
rotura de clavícula y collarín durante unos días, pero desde entonces evitaba
el volante como a la bicha y prefería dar continuas instrucciones desde el otro
lado del freno de mano. Vas muy rápido. Reduce que aquí hay radar. Cuidado que
esta zona es peligrosa. Ojo que esta curva es muy cerrada. No te pegues tanto
al de delante. Deja la radio y atiende a lo que tienes que atender. Desempaña
el cristal que no ves nada.
Y lo más peculiar,
lo más gracioso si cabe, es que acompañaba cada una de las instrucciones con un
institivo movimiento de su pie derecho. Cuando se presentaba una situación
propicia para decir algo, estiraba la pierna en un acto reflejo y pisaba la
tapicería al final de la alfombrilla como si apretase el pedal de freno hasta
que pasase el «peligro». Yolanda notaba la tensión en la pierna de su marido y
se callaba una sonrisa maliciosa.
Aquella tarde
Yolanda llevaba a Ignacio al fútbol. Era la ocasión perfecta para que saliera a
la luz la esquizofrenia del copiloto, con todo aquel tráfico amontonado, las
prisas, los semáforos que se saltan, los bruscos cambios de carril, coches en
doble fila.
Pero también era
la ocasión perfecta para perderle de vista durante tres horas. Mientras su
marido animaba al Dépor, Marcos, el jardinero de la urbanización, ocuparía
tranquilamente su lugar en el dormitorio, aunque también en el cuarto de baño,
la mesa del comedor, el sofá de la salita y hasta el cuarto del tendedero. Marcos
le daba mil vueltas a Ignacio en todo menos en el salario, y bien valía la pena
asumir un pequeño riesgo cada quince días, cuando el Dépor jugaba en casa.
Sin embargo
Yolanda observó un comportamiento extraño en aquel viaje. No había
instrucciones, ni malas caras, ni estúpidos comentarios ni, sobre todo,
movimiento alguno en la pierna derecha de su marido. Nada. ¡Qué raro era
aquello! Dispuesta a llevar al límite la paciencia de Ignacio, aceleró a fondo
en las avenidas principales, se pegó peligrosamente a los coches de delante,
adelantó sin sentido en zonas prohibidas, se saltó un stop y un ceda, la tomó a
bocinazos con otro y hasta insultó por la ventanilla al tipo de al lado. El
resultado: Ignacio ni se inmutó, permaneciendo absolutamente inmóvil y sólo con
algún mínimo gesto en la cara que nada parecía tener que ver con las
imprudencias de la conductora.
Llegaron a su
destino e Ignacio se bajó con un hasta luego. Algún compañero se encargaría de
devolverlo a casa más tarde. Enseguida se perdió entre una muchedumbre de
banderas y bufandas blanquiazules.
Yolanda arrancó y
condujo de vuelta a casa. Envió un mensaje a Marcos para que estuviese listo en
veinte o veinticinco minutos. Se dejaría follar como siempre y gozaría de dos o
tres orgasmos, pero sabía que, quizá porque un vecino los había visto, por un
olor diferente en alguna habitación o ¡dios sabe si podía haber cámaras en la
casa!, su marido estaba al tanto de todo y más pronto que tarde se divorciarían
y adiós a su vida de ensueño. No había otra explicación posible a su silencio y
al estatismo de su pie derecho.
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