15 nov 2014

Los problemas del sobreesfuerzo

Lalo se marcaba una sudada de campeonato. Acababa de correr trece kilómetros y pico en cincuenta y siete minutos. Su record personal, y por poco echa la pota al subir la última cuesta camino del gimnasio.
Medio muerto, estiraba concienzudamente sus piernas contra una barandilla sobre una pasarela de madera que daba acceso a las instalaciones. No podía estar más orgulloso de sí mismo. Cuatro años después de apuntarse a la primera carrera, por fin sus tiempos empezaban a ser dignos de contar a los farsantes que presumían allí dentro de lo estupendos que eran por pasarlas putas a cambio de unos segundos menos por kilómetro.
Lalo apoyaba una pierna estirada en la barandilla e inclinaba el tronco hacia el pie elevado, cuando una mujer que salía del gimnasio se le acercó. Era Vanessa, una madurita siete u ocho años mayor que él, que se machacaba día sí día también ante la poco disimulada mirada de los hombres fofos y los maromos que coincidían con ella. Era de lo poco salvable a las horas que entrenaba y ella lo sabía. En realidad, todos lo sabían, por eso Vanessa acumulaba más fama que méritos de tía buena y morbosa.
En cualquier caso a Lalo le valdría y la sobraría para pasar un buen rato, así que no le quitó ojo en cuanto supo de su presencia. Vanessa le miró también, y las miradas se mantuvieron cruzadas hasta que los cuerpos se hallaban bastante cerca.
—Hola —dijo Vanessa.
—Hola —respondió Lalo.
Llevaban unos días saludándose y nada más. Coincidían muchas veces como para no hacerlo.
—Sí que le has dado duro —siguió Vanessa.
—Buf —Lalo forzó una sonrisa y meneó la cabeza—, demasiado.
—Se te nota, se te nota.
Y tanto que se le notaba. Lalo chorreaba por la cara y había una gran marca de sudor por toda la espalda de la camiseta.
Cambió de pierna. Ahora casi le daba el culo a Vanessa, que en realidad no se había detenido a hablar, sino que sólo había aminorado el ritmo.
—Es que cuando hace bueno —dijo Lalo—, prefiero salir. La cinta me aburre.
—Ya. Normal.
Ahora Vanessa sí que se detuvo y le miraba con una medio sonrisa.
—¿Puedo decirte una cosa? —dijo.
—Sí, claro.
Lalo empezó a ponerse nervioso. Imaginó que quizá le pediría que el próximo día saliesen juntos a correr, su teléfono, una cita directamente o, puestos a pedir, que la acompañara entre los matorrales para demostrarle de qué es capaz una mujer madura. En cualquier caso, todo eran buenas noticias para el campeón de Lalo.
—Pero que no te parezca mal —aclaró Vanessa.
—No, no. Dispara.
La mujer pareció repensarse sus palabras, pero tras una leve sonrisa se decidió a hablar:
—Es que creo... —le entraron las dudas y se calló.
—Vamos. Di. Di.
—Creo...
Lalo abandonó su postura y se incorporó. Sonrió y trató de animarla:
—¡Venga, va!
—Creo... yo creo... que te has cagado en los pantalones.
—¿Ein?
—Que te has cagado en los pantalones. Me parece que te has hecho caca encima.
—No, si te entendí la primera vez, pero no sé a qué carajo viene esa gilipollez.
—¡No te enfades! —pidió Vanessa, algo sonrojada—. Es por la mancha de ahí abajo.
—¡Qué mancha! —Lalo no toleraría la tomadura de pelo.
—Esa.
Vanessa señaló la entrepierna del muchacho.
—Por detrás —dijo ella.
Lalo se retorció y miró. A la altura de las ingles, sus mallas presentaban un cerco humedecido con cierto toque amarillento.
—Boh. ¿Eso? —dijo el corredor.
—Sí, eso.
—Pues te has pasado de lista porque es sudor.
—¿Sudor?
—Sí, sudor.
—No lo creo.
—Lo sabré yo. Siempre que sudo se me queda esa marca porque sudo por ahí, así que o me cago encima todos los días o ya me dirás.
—Vale, vale, sólo te lo advertía.
—Pues que sepas que ofende que le preguntes a un tío de treinta y pico si se ha cagado encima.
—Me lo había parecido.
—Es que hay que joderse —Lalo le daría dos hostias a Vanessa si tuviera pene—. Lo último que me faltaba por escuchar.
—Ya está. Déjalo, ¿vale?
—Sí, claro, que lo deje como si nada. En fin, me largo que si no me pongo más de mala hostia.
Lalo dio media vuelta y no miró atrás, entrando en el gimnasio y soltando por dentro sapos y culebras. ¿Qué coño se creía esa tía? ¿Con qué derecho lo humillaba así?
Bajó a los vestuarios y bebió de su bebida isotónica. Meó y poco a poco se fue calmando. Negaba con la cabeza y se quitaba la ropa mientras pensaba en lo surrealista de aquellas palabras, y sintió que de golpe se le había caído el mito de aquella tía potable. Desde luego, no volvería a saludarla salvo que ella se disculpase, y aún así le costaría.   
Estaba casi desnudo. Sólo le faltaba quitarse las mallas y, cuando lo hizo, descubrió que no sólo había sudor en la entrepierna. Había allí aplastada una ligera lámina de mierda. Se había cagado encima.

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