Lalo se
marcaba una sudada de campeonato. Acababa de correr trece kilómetros y pico en
cincuenta y siete minutos. Su record personal, y por poco echa la pota al subir
la última cuesta camino del gimnasio.
Medio muerto,
estiraba concienzudamente sus piernas contra una barandilla sobre una pasarela
de madera que daba acceso a las instalaciones. No podía estar más orgulloso de
sí mismo. Cuatro años después de apuntarse a la primera carrera, por fin sus
tiempos empezaban a ser dignos de contar a los farsantes que presumían allí
dentro de lo estupendos que eran por pasarlas putas a cambio de unos segundos
menos por kilómetro.
Lalo apoyaba
una pierna estirada en la barandilla e inclinaba el tronco hacia el pie elevado,
cuando una mujer que salía del gimnasio se le acercó. Era Vanessa, una madurita
siete u ocho años mayor que él, que se machacaba día sí día también ante la
poco disimulada mirada de los hombres fofos y los maromos que coincidían con
ella. Era de lo poco salvable a las horas que entrenaba y ella lo sabía. En
realidad, todos lo sabían, por eso Vanessa acumulaba más fama que méritos de
tía buena y morbosa.
En cualquier
caso a Lalo le valdría y la sobraría para pasar un buen rato, así que no le
quitó ojo en cuanto supo de su presencia. Vanessa le miró también, y las
miradas se mantuvieron cruzadas hasta que los cuerpos se hallaban bastante
cerca.
—Hola —dijo
Vanessa.
—Hola
—respondió Lalo.
Llevaban unos
días saludándose y nada más. Coincidían muchas veces como para no hacerlo.
—Sí que le has
dado duro —siguió Vanessa.
—Buf —Lalo
forzó una sonrisa y meneó la cabeza—, demasiado.
—Se te nota,
se te nota.
Y tanto que se
le notaba. Lalo chorreaba por la cara y había una gran marca de sudor por toda
la espalda de la camiseta.
Cambió de
pierna. Ahora casi le daba el culo a Vanessa, que en realidad no se había
detenido a hablar, sino que sólo había aminorado el ritmo.
—Es que cuando
hace bueno —dijo Lalo—, prefiero salir. La cinta me aburre.
—Ya. Normal.
Ahora Vanessa
sí que se detuvo y le miraba con una medio sonrisa.
—¿Puedo
decirte una cosa? —dijo.
—Sí, claro.
Lalo empezó a
ponerse nervioso. Imaginó que quizá le pediría que el próximo día saliesen
juntos a correr, su teléfono, una cita directamente o, puestos a pedir, que la
acompañara entre los matorrales para demostrarle de qué es capaz una mujer
madura. En cualquier caso, todo eran buenas noticias para el campeón de Lalo.
—Pero que no
te parezca mal —aclaró Vanessa.
—No, no.
Dispara.
La mujer
pareció repensarse sus palabras, pero tras una leve sonrisa se decidió a
hablar:
—Es que
creo... —le entraron las dudas y se calló.
—Vamos. Di.
Di.
—Creo...
Lalo abandonó
su postura y se incorporó. Sonrió y trató de animarla:
—¡Venga, va!
—Creo... yo
creo... que te has cagado en los pantalones.
—¿Ein?
—Que te has
cagado en los pantalones. Me parece que te has hecho caca encima.
—No, si te
entendí la primera vez, pero no sé a qué carajo viene esa gilipollez.
—¡No te
enfades! —pidió Vanessa, algo sonrojada—. Es por la mancha de ahí abajo.
—¡Qué mancha!
—Lalo no toleraría la tomadura de pelo.
—Esa.
Vanessa señaló
la entrepierna del muchacho.
—Por detrás
—dijo ella.
Lalo se
retorció y miró. A la altura de las ingles, sus mallas presentaban un cerco
humedecido con cierto toque amarillento.
—Boh. ¿Eso?
—dijo el corredor.
—Sí, eso.
—Pues te has
pasado de lista porque es sudor.
—¿Sudor?
—Sí, sudor.
—No lo creo.
—Lo sabré yo.
Siempre que sudo se me queda esa marca porque sudo por ahí, así que o me cago
encima todos los días o ya me dirás.
—Vale, vale,
sólo te lo advertía.
—Pues que
sepas que ofende que le preguntes a un tío de treinta y pico si se ha cagado
encima.
—Me lo había
parecido.
—Es que hay
que joderse —Lalo le daría dos hostias a Vanessa si tuviera pene—. Lo último
que me faltaba por escuchar.
—Ya está.
Déjalo, ¿vale?
—Sí, claro,
que lo deje como si nada. En fin, me largo que si no me pongo más de mala
hostia.
Lalo dio media
vuelta y no miró atrás, entrando en el gimnasio y soltando por dentro sapos y
culebras. ¿Qué coño se creía esa tía? ¿Con qué derecho lo humillaba así?
Bajó a los
vestuarios y bebió de su bebida isotónica. Meó y poco a poco se fue calmando.
Negaba con la cabeza y se quitaba la ropa mientras pensaba en lo surrealista de
aquellas palabras, y sintió que de golpe se le había caído el mito de aquella
tía potable. Desde luego, no volvería a saludarla salvo que ella se disculpase,
y aún así le costaría.
Estaba casi
desnudo. Sólo le faltaba quitarse las mallas y, cuando lo hizo, descubrió que
no sólo había sudor en la entrepierna. Había allí aplastada una ligera lámina
de mierda. Se había cagado encima.
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