Me meé en los pantalones en cuanto vi aquel perro
rabioso. Me puse las manos en la cara, saltó sobre mí y rodamos entre la maleza.
Trataba de morderme el cuello y yo de agarrar el suyo. Había sangre y ladridos
y de pronto sonó un disparo.
Un hombre estaba a escasos metros con una escopeta
de caza todavía humeante. El chucho chorreaba sangre por el pecho y la boca.
—Gracias —le dije.
—Era mi mejor perro —contestó.
Siete meses después me enteré de que aquel hombre
estaba en la cárcel y fui a visitarlo. No concebía que alguien que me había
salvado la vida fuera capaz de cometer atrocidad tal como para acabar entre
rejas.
—Se hizo justicia —me dijo.
—¿Por qué? ¿Qué has hecho? —quise saber.
Se rio con cierta malicia y habló tras un largo
silencio:
—Te pondré un ejemplo: aquel día, cuando maté al
perro —asentí con la cabeza—; quería dispararte a ti pero me falló la puntería.
Colgué el teléfono por el que hablábamos, me levanté
y me fui. Todavía recuerdo su mirada profunda desde el otro lado del cristal.
Nos queda una gran incógnita: ¿por qué el tipo quería matar al protagonista? Pero eso es lo que hace atractivos a los microrrelatos. Además de la concisión, la sorpresa.
ResponderEliminarQue tengas un 2015 muy prolífico en lo literario.
Un abrazo.