El espejo no mentía. Aquel tipo
con arrugas en las mejillas, pequeñas marcas rojas en frente y boca, dientes
desgastados y capilares inyectados de sangre en los ojos era él. Sí, era él.
Era él y no le gustaba. Necesitaba una buena capa de maquillaje. Un disfraz. Necesitaba
ser capaz de soportar aquella horrible visión.
Bebió vino. El vino que como
siempre debía recibirle en el
mini-bar si en el hotel no querían perder un cliente. Entonces apartó la mirada
del espejo y llamó a su asesor, que esperaba con el resto del equipo en la
habitación de al lado. Gritó a su asesor:
—¡Timmy! ¡TIMMY!
Timmy entró con rapidez.
—¿Bradley?
—Más vino, ¡ya!
—Sí, señor.
—Y que entre María.
Se marchó Timmy y Bradley
volvía a estar sólo ante el espejo. Prefirió no mirar. Aquello no podía ser
bueno. Cogió la botella. Ya no quedaba ni gota. Aquello era aún peor. SIEMPRE vaciaba
una botella antes del mitin pero aquel día necesitaba más. Por algún motivo. O
por ninguno. Pero necesitaba más.
Entro en el cuarto de baño y
puso la cerradura. Se bajó los pantalones y se sentó en el wáter. Hizo fuerza
pero no consiguió expulsar nada. Sintió que jamás
lo conseguiría. Pero allí se quedó. Agarró su pene y jugó con él. A un lado y a
otro, arriba y abajo, haciendo circulitos, hasta que la puerta de la habitación
se abrió y alguien entró.
—¿María?
—Soy Timmy, Bradley.
—¿Dónde está María?
—Enseguida sube, señor.
—¿Y mi vino?
—Entre mis manos. ¿Quiere que
se lo abra?
—¡Ni hablar! Déjalo en el
escritorio y ve a por María. La
necesito.
Timmy desapareció nuevamente y
Bradley se subió los pantalones, tiró de la cisterna y regresó al vino. Descorchó
la botella y llenó el vaso hasta arriba. Bebió. Se sintió un poco más relajado.
Bebió tranquilamente y pudo pensar. Pensó en cuando era un chaval. En lo
diferente que era. En lo mucho que se reiría si se viese a sí mismo vestido de
traje, encerrado en la habitación de un hotel, bebiendo vino y esperando para
ofrecer su gran mitin. Pensó en los valores: la honradez, la palabra dada. En
lo mucho que le costaría ahora meterse en una buena pelea, darle al otro su
merecido y luego invitarle a una pinta. ¡Aquellos sí que eran tiempos! O cuando
le robó la navaja a aquel gitano que quería robarle y terminó robándole él. O
cuando se tiró a aquella vendedora de periódicos debajo del puente. Sí, señor,
los buenos tiempos. Luego vino el primer trabajo, y el segundo, y el tercero
donde conoció a aquel tipo, aquel viejo verde al que le cayó simpático. Ése que
le prometió que lo metería en la política. ¡Maldito el día!
Se sirvió otro vaso. Bradley,
el chico rebelde de los barrios bajos. Bradley, el alcalde prometedor. Bradley,
el gobernador y candidato a la reelección, bebiendo para poder llevarlo, para poder ser el Bradley que
todos querían escuchar en el último mitin de la campaña.
La puerta sonó. Sólo María
golpeaba así con sus finas manos.
—Adelante.
Dos piernas no muy largas pero
bien hechas, con medio muslo a la vista. El pelo alborotado por las prisas,
queriéndosele pegar a la piel morena por la libertad, por las muchas horas de rayos
uva. María se deshizo de los bártulos que cargaba y entonces se le vio lo bueno
de verdad. Aquel escote que enloquecería al mismísimo Santo Padre, con esas dos
cosas queriéndosele desbordar, apelotonándose la uno contra la otra y diciendo papi aquí estamos, con esa voz puertorriqueña
tan dulce.
—Cuando quiera, señor.
—Sí, claro. ¿Quieres un trago?
—No, señor. Ya sabe que no
bebo.
—Pues deberías, María.
Deberías.
María abrió una maletita donde
alojaba el kit básico para maquillar
al gobernador.
—Puede sentarse el señor.
—Sentarme. Por supuesto.
Bradley se sentó frente al
espejo que odiaba. Pronto tendría su merecido, cuando María terminase su
milagro de cada día.
—¿Mucho o poco? –preguntó
María.
—¿Qué pregunta es esa? Ya lo
sabes.
—Como quiera, ¿no?
—Como quieras.
María comenzó su trabajo.
Bradley se calló para contemplar el reflejo de aquellas dos cosas que botaban.
Se movían, aparecían a un lado y a otro de su cabeza. Realmente eran dos bolas
grandes y hermosas. Se querían salir. Querían salirse de aquella prisión de
sujetador y él deseaba presenciar el momento.
Notó la crema fría sobre la
frente. Eso serviría para disimular las marcas rojas. Miró una vez más el
escote y cerró los ojos. Bradley había estado casado cuatro veces y las cuatro
mujeres le habían abandonado. Al parecer era insoportable convivir con un político de primera línea. Una a una se
habían encargado de vaciar su cuenta corriente y ahora estaba obligado a seguir
en la palestra para garantizarse una jubilación digna. Eso sí, cuidándose muy
mucho de no volver a caer entre las bragas de cualquier fulana dispuesta a repetir
la jugada. Luego estaban los hijos, nueve en total. Apenas los conocía. De
algunos tenía que pensar el nombre y, desde luego, le costaba hacerles cara.
Pero no le importaba. Él sólo debía pasar la paga a final de mes y dejar que sus
buenas madres se encargaran de ellos. Seguramente él no hubiera sido una buena
influencia.
María iba rápido. Le había
extendido otra extraña sustancia por los mofletes y ahora estaba dándole al
pincel por encima. Bradley sintió cosquillas y abrió los ojos, y entonces se
reencontró con los pechos de María a punto de rozarle un hombro y creyó estar
en la gloria.
La tenía dura. Tan dura que
podía romper las cremalleras del traje de seis mil euros. Lo que daría por ser
libre y poder intentarlo. Sólo intentarlo…
Alguien entró en la habitación.
Timmy.
—¿Qué quieres?
—Una hora, Bradley.
—Ya lo sé.
—Le traigo su discurso.
Corregido. En la última página tiene las cifras por si…
—Ya, ya, ya… como siempre.
¿Algo nuevo?
—Bueno, es el último mitin de
la campaña, señor. Unos cuantos mensajes trascendentales.
—Bah… déjalo ahí mismo.
—Señor, ¿lo va a…?
—Sí, Timmy, lo repasaré.
—Gracias. Ya sabe que hoy la
prensa ha recogido que anoche olvidó una frase.
—Lo sé, Timmy.
—Por supuesto. Pero las
encuestan dan un empate técnico y no podemos permitirnos…
—¡Joder, Timmy! ¿Qué coño te
pasa? ¿Acaso te crees que no lo sé?
—Entiéndame, señor. Tenemos
muchos compromisos para esta legislatura y muchos dependemos del domingo para seguir
ganándonos el sueldo.
María suspiró y le hizo más
cosquillas, esta vez desagradables. Seguramente también su sueldo dependiera de
qué Bradley ganase el domingo.
—Está bien, Timmy –dijo
Bradley–. Tendré cuidado. Te lo prometo. Ahora déjanos, ¿quieres?
—Sólo una cosa, señor.
—¿Sí?
—María, ¿te queda mucho?
—Oh, no. Dos minutos.
—Bien. Señor. Hemos llamado al News of the Joke. Mandarán una
periodista que estará esperando en recepción. Al parecer esos comunistas
cuentan con muchos lectores en internet. No estaría de más que contestase unas
preguntas para ellos.
—¿Has
dicho News of the Joke?
—Sí, señor.
—¿No son los que hacen chistes
y caricaturas?
—Lo son. Pero valoran que los
políticos sean cercanos y, como le digo, mucha gente los lee, sobre todo
jóvenes y…
—Vale, vale. Le contestaré.
—Perfecto. María…
Timmy se esfumó por fin.
Bradley pensó unas cuantas respuestas ingeniosas para el News of the Joke. Calculó que le preguntarían sobre el candidato
Vermont, sobre los escándalos de corrupción de alguno de sus compañeros o sobre
las últimas declaraciones de su segunda esposa, que se dedicaba a arrastrarse
de plató en plató despotricando sobre él; seguramente porque ya se había pulido
en ropa y coca toda la pasta que le había sacado. Pero no la culpaba. Él
también se arrastraba, sólo que de mitin en mitin, de acto en acto, de reunión
en reunión, de despacho en despacho, de comida en comida, y su sueldo y sus
comisiones parecían más dignas. Se cambiaría por ella.
—Listo, señor Hill –dijo María.
Bradley se miró y se gustó un
poco más. Otro milagro de María, aunque le hubiera perdonado una chapuza si se
lo compensaba de otra manera.
—Gracias, guapa.
María recogió y se fue. Bradley
miró su trasero gordito hasta que le abandonó tras la puerta. Se acercó al
espejo. La cosa había cambiado. Parecía un tipo serio, firme, que sabía lo que
se hacía. Y más cuando se colocó las gafas, de las que prescindiría si no fuera
porque desde el partido le habían dicho que le daban una imagen culta y
diligente.
Se ajustó la corbata y entró en
el baño. Meó. Se sacudió los hombros y el cuello y volvió y cogió el discurso
de Timmy. Se sirvió más vino y bebió antes de leer una sola palabra. Se paseó
de un lado a otro con el discurso en una mano y la copa en la otra. Las mismas
palabras de siempre. Algunas verdades, algunas mentiras. Sí, alguna cosa
trascendental, medidas que ni él conocía, pero podían colar y quizá supusieran
unos cuantos votos.
Estaba preparado. Salió con su
maletín de piel y tiró de la puerta. Adiós a su vigesimocuarta habitación de
hotel en veintiocho días.
Le esperaban en el hall. Simon y Elton, los guardaespaldas,
dejaron sus periódicos en la mesa y se levantaron. Eran buenos tipos. Grandes y
fuertes. Serviciales. Sin muchas luces, pero se dejarían los huevos por
salvarle y seguro que follaban más.
—Chicos.
—Señor Hill.
—Señor Hill.
Le deprimía la presencia de
Simon y Elton. Le recordaban que él no podía ser uno más. Jamás podría volver a
conducir un Cadillac con una fulana borracha y en minifalda a su lado. Ahora
era el ocupante trasero de un enorme Ford blindado que tenía prohibido
conducir. Jamás podría volver a salir borracho de un bar tras insultar al
camarero y recibir dos buenos puñetazos. Jamás se sentaría en el jardín de la
universidad a buscar conversación con cualquier tía. Ahora tocaba mirar a un
lado y a otro, escuchar insultos, halagos. Recibir palmaditas, huevazos. Quizá
un disparo entre ceja y ceja.
Sí, un disparo, quizá fuese lo
mejor.
Se despidió del recepcionista,
un viejo tonto que le había dado la murga sobre cómo debían ser las cosas mientras le acompañó a la habitación.
Bradley odiaba a esos tipos, y odiaba más tener que callarse y decir «sí, claro»
y no poder mandarlo a la mierda o simplemente pedirle que se callara.
Salieron. Allí estaba la
reportera. Ella sola, con una grabadora. Era poca cosa y no muy allá pero
rubita y con cierto toque de inocencia. Me valdría, pensó Bradley. De hecho, en
ese mismo momento le ofrecería perderse en una isla remota y olvidarse del
resto del mundo, aunque odiaba los piercings,
Bradley, los odiaba, y esa tipa lucía dos o tres en la cara y otras dos o tres
en cada oreja, seguramente para no llamar la atención entre esos anarquistas
del News of the Joke.
En la calle hacía frío. El
coche estaba lejos y gobernador y guardaespaldas caminaron mientras la
reportera les seguía y preguntaba. Por suerte poca gente sabía que allí se
hospedaba y pudo caminar con cierta tranquilidad.
Media hora después, Bradley
Hill aparecía tras el lateral del escenario de un pabellón polideportivo. Diez
mil personas le aplaudían y jadeaban. Él aplaudió también y agradeció a todos
su presencia. Se dirigió al estrado y miró la multitud antes de hablar. Quizá
entre todos aquellos infelices algún loco portase un fusil y fuera un magnífico
tirador.