6 nov 2016

La vuelta de la musa

Me dijo el otro día Rita, una buena amiga:
­­—Hace tiempo que no escribes nada en el blog.
Era cierto. La buena vida afecta a esto de escribir. Uno encuentra fácilmente la inspiración cuando está de mierda hasta el cuello. Supongo que la musa nos entra por el culo cuando en la cabeza hay depresión, ganas de matar o de lanzarse de un puente abajo. Pero yo estaba bien: dinero, amigos, una chica que me hacía caso... y ante ese panorama válgame dios si era capaz de teclear tres frases con sentido. ¿Es eso triste? Sinceramente, nunca lo he pensado.
—Dame algo que escribir —le contesté.
—Yo te doy lo que quieras.
Rita me tenía ganas desde hacía tiempo. Yo también a ella, pero mi pene tenía dueña y debía permanecer tras los calzoncillos en presencia de Rita. Aún así tonteábamos que daba gusto.
—En todo caso te daré yo a ti —le dije.
—Pues entonces dame.
—Venga. Vamos.
—¿En serio? —preguntó, en broma.
—No es broma —le dije, en serio.
Estábamos en el jardín de detrás de mi edificio. Rita me acompañaba de vez en cuando a pasear a Cow, mi Jack Jussell terrier de cuatro años más listo que el hambre. Una vez se cagó en la habitación y como sabía que me iba a cabrear al verlo le puso a la mierda por encima una camiseta mía vieja, de las que dejo tiradas uno o dos días por la habitación hasta saber qué tratamiento asignarle. Dormí toda la noche sin descubrir el olor, y cuando lo hice la mañana siguiente, ni siquiera le recriminé nada a Cow. No se lo merecía.
—Me estás asustando —dijo con esa sonrisa morbosa suya, después de recibir un empujoncito mío en la espalda que la encaminaba hacia mi portal.
—¿No querías?
—No creo que te atrevas.
—Puede que no —concluí, sin mirarla.
Abrí mi portal. Rita subió delante, con seguridad, harta ya de estar en mi piso aunque sin el pretexto de follar. Desde dos peldaños más abajo, su culo me quedaba a buena altura. Le sobraban dos kilos de trasero pero por fuerza tenía que saber moverlo. El movimiento de culo trasciende del cuerpo; es decir, no es necesario ver como una tía lo mueve para saber que lo mueve bien. Es algo que se respira, que está en el aire. Como si sabe chuparla o esas cosas, perdonadme la vulgaridad. El caso es que Rita desprendía todo eso; no sé si me entendéis.
—¿Estás nerviosa? —le pregunté, tras girar la llave de la cerradura de seguridad.
—Para nada. ¿Tú?
—Bueno...
—¿Tú estás seguro?
—Pocas veces estoy seguro de algo —la miré con un pie dentro ya—. Esta vez no es una excepción.
—Entonces si quieres...
—Mejor calla.
No la dejé terminar. Le cogí una muñeca y de un latigazo la arrastré al interior del piso.
—Huy —susurró.
Cerré la puerta de una coz. Del latigazo, Rita había quedado encajada entre la pared del pasillo y yo. Con mi otra mano, cogí la otra suya libre y le hice una equis con sus brazos en la espalda, forzándole el pecho contra la pared.
—Madre mía —dijo.
—¿Te hice daño?
—Qué va. ¿Y ahora?
—Tú qué crees.
Relajó su cabeza, que se apoyaba por la mejilla contra la pared. Liberé una de mis manos, utilizando la otra para sujetar sus dos muñecas a la vez. Tuve que hacer fuerza. La tía quería liberarse.
—No quieres que me mueva —dijo.
—No.
—Vale —se mordió los labios.
Le bajé los leggins hasta las rodillas. Trabajo fácil. Tenía sus bragas en mi mano y jugué un poco ahí abajo. Rita no podía evitar mover sus piernas y cuando lo hacía, le apretaba el culo para intentar detenerla.
—Qué cabrón —dijo una de las veces.
Terminé de desnudarla de cintura para abajo, e hice lo mismo conmigo. No esperaba tal erección: estaba nervioso de cojones, pero la cosa se me había activado espléndidamente.
—Caray —dijo Rita, al notarla en su trasero.
La abrí un poco de piernas, sólo un poco: el juego que me daban los leggins y las bragas por la rodilla. Usé mi mano para hacerme hueco y entrar. Fue más fácil de lo esperado. Había humedad allí abajo. A partir de ahí ya sabéis. Puedo parecer un puto cerdo pero no quiero entrar en detalles escabrosos. Diré que poco a poco le fui dando libertad de movimientos, que efectivamente el culo sabía moverlo de puta madre, que hacía otras cosas aún más de putísima madre, que estuvimos un rato más reventando la pared, que de los golpes se cayó un cuadro que había colgado al lado y ni lo recogimos, que seguimos por el resto del pasillo, que llegamos a la habitación, que tropecé y me caí, que nunca así sonó el cabecero de mi cama, que Rita grita pero se muerde para no gritar más, que araña, que quería mandar pero yo no le dejé y a ella le ponía que no le dejara, que duró cosa de media hora, que sudamos como auténticos cochinos y que al terminar pasaron como cinco minutos hasta que recuperásemos un ritmo normal de pulsaciones como para quitarme de dentro de ella, ir al baño, sacarme el condón, limpiarme un poco, regresar a la cama, mirar al techo, fumarnos un cigarro a medias, mirarnos y decir:
—La hostia.
—La hostia.


Fue la última vez que vi a Rita. Hasta hoy. A la tía le salió un curro de un día para otro fuera del país y como no andaba como para despreciar trabajos, hizo la maleta y se fue sin ni siquiera echar otro de despedida.
Nos seguimos mensajeando, eso por supuesto, y me dejó como recuerdo el polvo de mi vida, que dios sabe si se volverá a repetir o no.
Pero también me devolvió la musa para escribir; fácilmente entenderéis por qué. Si una cosa soy es transparente como el agua, y recordaréis que os dije que mi pene tenía dueña "oficial". Y la tía es lista como el hambre, casi tanto como Cow, y rápido empezó a olerse que algo malo había hecho. Empezó hace días el interrogatorio, y yo le doy largas y le digo que no me dé la brasa, pero es cuestión de tiempo que mi conciencia explote y salga todo a la luz, y entonces me montará un buen escándalo, me dirá que soy un hijo de puta, me mandará a la mierda y me dejará más sólo que la una; y esto es algo que no sé si sé manejar. Sé que esto sucederá porque la musa ha entrado en mí. Ha entrado porque sabe que se avecinan tiempos jodidos, y como adelanto me ha inspirado para escribir este relato que aquí os dejo.

14 jul 2016

El final en siete microrrelatos

1.      La última sonrisa
Me miraste desde tu sillón. Me sonreíste enseñándome esa maldita dentadura perfectamente alineada. Pero a mí sólo me salió devolverte una sonrisa forzada, deseando por dentro que por nada del mundo te levantases y te acercaras a mí. Comprendí ese mismo instante que lo nuestro era la crónica de una muerte anunciada.

2.      Los besos perdidos
Como tú ya nunca lo hacías, me acerqué yo a pedirte un beso. Accediste sin más, no tanto por ganas de mí como de no discutir, y caí en la cuenta de que realmente deseaba que te apartaras para iniciar esa discusión. Me pregunto cuántos besos perdidos nos habremos dado.

3.      Dos cosas
Hemos sido dos cosas independientes. Dos cosas que por propia voluntad renunciaron a parte de su independencia para ser casi una sola cosa. Pero ahora mi ser independiente se revela y lucha por ser de nuevo una cosa en sí misma. Quiere ser libre de ti y espera que tu ser quiera también ser cosa por sí misma para que, por dios, haga nuestra despedida para siempre un poco más sencilla.

4.      Triste es
Fue triste tenerte cerca, buscar tu sexo y, sin embargo, recurrir a la masturbación para saciar mi sed de ti. Pero el tiempo pasó y más triste es ahora, que te tengo de verdad y con ganas me ofreces tu sexo y reclamas con pasión el mío, mientras yo te rehúyo y, para qué negarlo, echo de menos la masturbación.

5.      Temporal
En mitad de aquel tácito temporal que nos azotaba, probé sin demasiada fe a decirte una de esas chorradas que antaño te enamoraban, no fuera que casi como por arte de magia las nubes se fueran, el sol brillara de nuevo y resurgiese la ilusión. Tu respuesta indiferente, despectiva si me apuras, me hizo comprender que por tu cabeza arreciaba la lluvia y que la mía debía seguir hundiéndose bajo el agua.

6.      Abismo
Nunca he hecho puenting pero ahora siento la adrenalina. Estoy subido a la barandilla, con el abismo a mis pies, a punto de dar el gran salto al vacío. Quiero hacerlo; es necesario que lo haga, y aunque durante la caída sea capaz de esbozar una sonrisa y gritar de emoción, no estoy seguro de ir amarrado a cuerda alguna, y sé que la hostia allá abajo va a ser buena.

7.      Después de todo
Mi índice apunta a mi cabeza. Puede que lo tenga claro aquí dentro. Que le dé mil vueltas, que busque mil excusas y que trate de autoconvencerme de mil maneras. Que intente, sea como sea, poner la pelota en tu tejado para que tú des el paso. Pero la cruda realidad es que, después de todo, tienes razón y lo que me pasa en que me faltan un par de cojones para cogerte por banda y escupirte a la cara todo lo que llevo dentro.

12 jun 2016

Montaña rusa

Sería injusto decir que las cosas me iban mal con Rebeca. La vida a su lado era fácil. La vida a su lado sería fácil para cualquier hombre con dos dedos de frente. Rebeca veía encantada un partido de fútbol y me abría una cerveza cuando metía gol el Dépor. Me decía antes de acostarnos el tiempo que haría el día siguiente para que escogiese la ropa adecuada. Se levantaba a hacerme el zumo de naranja si me costaba despegar el culo de las sábanas. ¿Quién da más?
Sin embargo, quizá la naturaleza masculina nos sube de vez en cuando a una montaña rusa. Odiamos la madurez. Necesitamos abandonar ese estado de bajas pulsaciones que significa la estabilidad. Repudiamos la paz del terreno conquistado y buscamos una muerte estúpida en el infierno enemigo.
O quizá sencillamente seamos todos unos hijos de la gran puta. Pero el caso es que conocí a Blanca.
Rebeca y yo llevábamos una temporadita en un grupo de senderismo. ¿Por qué? Se suponía que eso de hacer deporte y conocer gente nueva estaba bien, y tampoco teníamos mejor cosa que hacer la mayoría de domingos de mierda. Aunque desde hacía un tiempo Rebeca no venía casi nunca. Solía echar un cable en la pastelería de la madre y, dios me perdone la expresión, me libraba de ella unas cuantas horas. De noche me preguntaba qué tal la ruta de aquel día sin esperar a cambio mi interés por su jodida mañana de curro.
Blanca llevaba poco tiempo en el grupo, dos-tres meses. Al principio era sólo una chica bien hecha. Follable, sin más. Pero a veces es ridículamente sencillo que un hombre se vuelva loco por una mujer. Bastan unos pocos detalles. Una sonrisa cómplice tras un comentario picante. Una mirada arrogante que parecía decir: hago de ti lo que quiero. Un roce ingenuo. Unas mallas favorecedoras. Un pedacito de espalda que se descubría al agacharse. El poder de sus tenis aplastando una colilla en una pausa para avituallarnos.
Estaba jodido. Blanca acababa de disparar y me había cazado. 
Conseguí su número: un trabajo sencillo. También su confianza. Por algún motivo casi nadie le dirigía la palabra, y allí estaba el menda para solucionarlo. Blanca manejaba la cantidad exacta de palabras en sus comentarios, y hablaba con un cóctel perfecto de inteligencia, seriedad, humor y, se me permitís, zorrerío. Le gustaba la seducción lo mismo que a un tonto un lápiz, y el tonto soy yo ante una chica que se deja seducir. Tal para cual. Pronto mandé a la mierda la siguiente cuesta o las vistas espectaculares desde lo alto del monte. No iba a las rutas a andar. Perseguía el morbo que adquiría Blanca a pasos agigantados. Caminaba derechito al callejón sin salida, convencido de que poco tiene que temer un hombre que se cree fiel. La montaña rusa se había detenido delante de mí.
Sucedió un viernes. Llevé a Blanca a un bar. Centro de la ciudad: terreno neutral. La atmósfera era oscura. La mesa, levemente apartada. Blanca eligió tener vistas a una especie de pista de baile, donde algunas parejas se movían al rimo de una música latina que no era muy de mi agrado.
Pedí ron. Ella, lo mismo. Una chica con gusto para la bebida. Y también para escoger ropa. Llevaba una de esas camisetas del Bershka con unas chicas muy monas y sonrientes en mitad de un paisaje idílico. Por debajo, unos vaqueros bien ajustados, rotos por varios sitios, dejando ver pierna aunque sin rayar la vulgaridad.
Nos sirvieron las copas. Blanca hacía círculos con su pajita y sorbía con estilo, firme y pausadamente, y después movía la cabeza a un lado y a otro mirando sin disimulo las parejas de baile.
Hablamos y hablamos. Ya os imagináis: el grupo de senderismo, a qué te dedicas, dónde y con quién vives... Pareció no sorprenderle descubrir que llevaba nueve años de noviazgo y cuatro de convivencia. Otra en su lugar pondría cara de entonces qué coño pinto yo aquí. Tampoco cambió de gesto al escuchar que Rebeca era una mujer estupenda con la que era imposible sentirse a disgusto. Yo en cambio sentí una victoria interior al escuchar su historia. Llevaba seis años con un tío. Supuestamente mi novio, dijo. Pero la cosa no terminaba de arrancar. Falta de pasión. Discusiones. Reconciliaciones. Tiempos muertos. Una perfecta relación tormentosa. Quise adivinar —y quizá no fuese más que una invención—, un deje de tristeza en su aparente indiferencia. Quise querer que Blanca no amaba a ese tío. Que se merecía algo mejor. Es lo que hay, terminó diciendo, antes de volver al ron.
Brindamos por el futuro. Por las personas que encontraban su camino. Por la felicidad de las cosas sencillas. Y por alguna chorrada más. Reímos, bebimos y me preguntó si la sacaba a bailar. Se me pusieron de corbata. Hacía años que no bailaba, pero un hombre en sus cabales no se queda sentado y dice que no sabe. Me levanté y pedí su mano. Antes de acceder, Blanca dio otro sorbo al ron y se deshizo la coleta, dejando caer su pelo negro hasta más abajo de los hombros.
Encontramos un buen hueco en la pista, no muy lejos de la mesa. Agarré con mayor firmeza la mano con la que había ayudado a Blanca a incorporarse. Con la otra la rodeé, tocando sin querer su espalda, que se asomaba a tramos entre los botones traseros de su camiseta. Me acerqué y sentí su melena sobre mi cara. Podría decirlo finamente, pero la puta verdad es que me estaba poniendo malo. Sonaba una canción más bien lenta. Empezamos a movernos. Pies y cadera en círculos concéntricos. Sudor y calma tensa. La montaña rusa ascendía suavemente y llegaba a lo alto de la cuesta. Nos tocamos mejilla con mejilla, muy cerca de los labios. Pedí perdón. Estúpido, me dijo, no pidas perdón. Ahora estábamos frente a frente, a diez centímetros. Se rio sin venir a cuento y bien sabe dios que soy débil ante una sonrisa perfecta. Cambio de lado. Ahora, la otra mejilla. Miré sus piernas por encima de su hombro. Se entrelazaban con las mías, podía sentirlas. Mi mano, todavía en su espalda, hacía más presión. Giramos. Rodillas, caderas, pechos, manos, espalda, mejilla, pelo... Las pulsaciones, disparadas. El horizonte, a pocos metros antes del abismo. Dejándonos llevar por una inercia aplastante, sucedió lo inevitable. Caída libre. La gravedad actuando. Segundos sin respiración. El corazón, detenido. Las piernas ahora quietas, pero los labios en movimiento. El soldado desarmado a merced del fuego enemigo.
Ninguno se apartó enseguida. No cederíamos a un ataque sobrevenido de sentido común. Todo fue fluido y natural. Bonito, si me permitís. La besé y la toqué todo lo que el decoro le permite a un hombre de treinta y pico a punto de perder el control. Sólo nos separamos para tomar aire, mirarnos seriamente y, sin pensarlo dos veces, volver a besarnos. Segundos, minutos... no existía el tiempo ni el espacio. No había contexto. Blanca era el universo entero. La montaña rusa describía loopings imposibles y curvas vertiginosas. En una tregua, regresamos a la mesa de la mano y nos terminarnos el ron con una sonrisa cómplice. Bebiendo los últimos centilitros, nuestra mirada decía que lo mejor estaba por llegar. Pagué la cuenta y nos fuimos.
Minutos después estábamos en su piso. Recuerdo que lanzó las llaves con violencia sobre el recibidor y nos besamos allí mismo con cierta pasión. Entramos a la habitación. Antes de tumbarla en la cama yo ya me había deshecho de la chaqueta y ella de sus zapatos, con los que tropecé antes de caer sobre ella en las sábanas blancas. Luego... ya os lo podéis imaginar. Sin ánimo de caer en la vulgaridad, lo hicimos de todas las maneras posibles, y no sé si eran las ganas que le tenía o que realmente Blanca sabía lo que hacía pero, otra vez sin querer ser vulgar, os juro que fue uno de los polvos de mi vida, y que me muera ahora mismo si no lo debió de ser para ella también. La necesidad agudizó la química. El encaje fue perfecto.
Todavía abrazado a Blanca, en esos prolongados segundos desde la ejecución del golpe final hasta la separación de cuerpos, cuando se escuchan piel contra piel los latidos cuyo corazón originario es inidentificable, escuché una siniestra voz que se me clavó como un puñal que avanzaba lentamente entre mis órganos mientras al fin me echaba a un lado de la cama: jódete, Rebeca. Una pausa y otra vez: jódete, Rebeca. No sólo era infiel sino cruel.
No dormí allí. Me pasé una ducha y besé a Blanca una vez más, sin quedar en nada con ella. Ningún plan por delante. Habíamos follado y listo. El viaje de la montaña rusa llegaba a su fin y simplemente me debía bajar. Salí a la calle en mitad de la noche como un jodido delincuente, imaginando policías que me acechaban por todas partes. Pero nadie me perseguía. O al menos desde fuera. Porque desde dentro, el puñal seguía hurgando entre mis vísceras. La voz se repetía y se repetía: eres un hijo de puta.
Llegué a casa bajo una película de sudor frío. Vamos, con los huevos en la garganta. Rebeca, sin embargo, dormía como una bendita, y se limitó a darme las buenas noches en cuanto me vio entrar en el dormitorio. Ni siquiera el día siguiente preguntó por qué había llegado tan tarde. Ni el siguiente, ni el siguiente...
Y hasta hoy. Pero bien sabe dios que soy transparente como el agua y el puñal me sigue torturando. Conozco a Rebeca y permanecerá callada hasta que un día todo estalle. Veo en su cara que sabe que algo ha pasado; pero de momento no pregunta por miedo a mi respuesta. Y a todo esto, estamos a mitad de semana y el próximo domingo hay ruta de senderismo, y Rebeca no trabaja en la pastelería de la madre y vendrá también, y allí estará Blanca con todo su morbo. Adaptada a la vida en una montaña rusa. Toda una superviviente. Mientras yo estoy acojonado, sintiendo que delante de mí ahora hay un abismo, pero no voy amarrado a ningún cinturón de seguridad. La hostia va a ser dura. Aunque para qué negarlo, me tarda el momento, si es que hay momento, de volver a desnudar a Blanca, de subirme a su montaña rusa, pero no quiero que Rebeca me abandone. Esa a la que dije jódete después de follarme a otra.
Lo dicho, que soy un hijo de puta. O quizá sólo un hombre. No tengo ni puñetera idea.   

20 may 2016

Siempre la misma cantinela

Todos los años la misma cantinela. Ya vendrá, ya vendrá, ya vendrá... pero no, no viene. Ni vendrá. Pareces gilipollas, esperando a este lado de la puerta a que alguien haga girar el pomo desde el otro lado, en lugar de SALIR TÚ Y PUNTO.
Creías que el sacrificio traería la recompensa. Que el sufrimiento actual se transformaría en gloria futura. Que el tiempo por delante sólo podría ser mejor. Siempre con lo mismo. Un año tras otro. Ya digo: la misma cantinela. Y lo único que mejora es tu cara de gilipollas, que evoluciona hacia la de un imbécil redomado, engreído y soñador. Un capullo con todas las letras.
Se suceden las decisiones. Avanzas en esto llamado vida. Nadas en el mar. Te zambulles y buceas en él. Siempre con un objetivo. Siempre mirando hacia adelante. Siempre dispuesto a superarte y mejorar. Pero te miras y te das cuenta de que no avanzas. Estás estancado. Tu mañana de ayer es tu hoy, ¿y qué has conseguido? Sólo seguir mirando hacia adelante. ¿ACASO CREES QUE ALLÍ HAY ALGO?
Pero de vez en cuando te llegan las hostias. Ahí es cuando te dices: ojo, que igual estoy perdiendo el tiempo. Igual tanto esperar no vale la pena. Pero concluyes que sí vale la pena y vuelves a caer. Sólo que los materiales también rompen por fatiga y tú terminas también por romper, cayendo definitivamente al vacío, rendido, hasta los cojones de buscar y esperar, buscar y esperar, dándote cuenta de que para recuperar el tiempo perdido necesitarías una vida nueva porque ésta, de lo gilipollas que eres, ya la has desperdiciado por completo.
Y ahora, a pensar si esta es la hostia definitiva o sólo una más hasta que llegue la que por fin me mande al otro barrio. ¿Alguien me sigue?

8 may 2016

Jesucristo en el puticlub (parte 3 de 3)

Un perro callejero que pasaba por allí meó en la cara de Jesucristo. Éste abrió un ojo y el chucho se escapó asustado.
Era de día y todo lo que veía Jesucristo eran dos paredes de ladrillo y un montón de basura. En contenedores, en el suelo y encima de una montaña de más basura.
Él se sintió una mierda más cuando notó el terrible pinchazo en el estómago.
—A esto le deben de llamar resaca —pensó.
Trató de levantarse. Primero se atusó el pelo. Trató de hacerse una coleta y, al pasar la mano por la cara notó una hinchazón a la altura del ojo.
—El puto negro —pensó.
No muy consciente de su estado, consiguió incorporarse y empezar a caminar. Ni con los judíos había sufrido tanto Jesucristo, pero por fin llegó hasta el final del callejón y miró atrás. Atrás quedaban la basura, las paredes de ladrillo y aquel cartel rosa que decía CLUB.
Luego continuó su camino mirando al frente. Los coches iban de un lado a otro. Algunas personas hacían footing. Otros sacaban a cagar a sus perros. Otros chismorreaban desde la ventana. Antes de retomar el paso, Jesucristo respiró hondo y dijo en voz alta:
—Bienvenido al mundo que papá ha creado.