3 oct 2012

Profesor particular

Asomaba con disimulo la cabeza tras la puerta de la cocina, creyéndose invisible desde al salón. Observó cómo se cerraba la cremallera de la mochila de Mario y cómo éste se levantaba, le daba la mano a Rubén y luego una palmadita en la espalda. El profesor particular se levantó y los caminos de profesor y madre se cruzaron como sin querer en medio de la nada, en un lugar insignificante entre un sofá y la alfombra.
—¿Ya te vas? –mintió ella en su sonrisa.
—Eso parece –se encogió Mario de hombros, como si la mala conciencia le atacase por dar por finalizada una clase. Claro que aquella no era una clase cualquiera.
—¿Y cómo lo ves?
—Bastante bien. Ahora es cosa suya.
—Sí.
Madre y profesor miraron al alumno, al que poco le interesaba ya esta fase protocolaria que no hacía sino reducir su tiempo de videoconsola.
—¿Aprobará entonces? –siguió la madre.
—Yo creo que sí. Por mi parte he hecho lo que pude.
—Ya lo sé. Si estamos muy contentos…
Rubén se escabulló a su cuarto y hubo silencio por un instante.
—Entonces –dijo la madre–. No te volveremos a ver.
—Creo que no.
—¿Seguro que el año que viene no puedes seguir?
—Seguro.
—Es que a Rubén le va muy bien trabajar con alguien joven. Cogió confianza muy rápido. Si es por el precio se te puede pagar más, ya sabes…
—No, no… ya le dije que si todo va bien empiezo a trabajar en una empresa. A jornada completa.
—Claro, claro. Uno tiene que mirar por mejorar.
—No es que aquí estuviera mal, pero…
—No tienes que darme explicaciones. Te comprendo perfectamente.
En otro silencio pareció la madre recordar algo y puso al efecto cara de descuido.
—¡Ay! Que tengo que pagarte el mes… –volvió enseguida con la cartera  y removió en el bolsillo de los billetes– ¿Es así, no?
—Eh… supongo… –contó Mario el dinero mientras con eficaz disimulo se acercó dos pasos a la puerta de la calle.
—Bueno –reclamó su atención la madre–. Pues hasta aquí.
—Sí, hasta aquí.
—Que me alegro mucho de haberte conocido. Bueno… nos alegramos Rubén y yo.
—Gracias. Igualmente.
Mario tenía una mano sobre el pomo.
—En serio, que te deseo muchísima suerte en tu vida.
—Gracias. Lo mismo digo.
—Gracias a ti. Y ya sabes, si alguna vez…
—Sí, sí, lo sé –abrió Mario la puerta diciendo estas palabras–. Os avisaré si finalmente estoy libre.
—Sí, por favor. ¿Me permites…?
—¿Eh? Sí, claro.
La madre acercó sus cincuenta y tres kilos de mujer demasiado joven como para firmar la vida sedentaria que llevaba, y prolongando el momento más de la cuenta besó dos veces la cara de Mario, una por mejilla, procurando que su aroma penetrase bien adentro por los poros del chico. Esperando… ¿qué sabía ella? ¿Un milagro quizá? Nada, esperando nada.
—Bueno, Mario. Suerte.
—Hasta luego.
—Hasta luego.
Mario subió a su coche y ejecutó con rapidez la difícil maniobra de desaparcar del terrenito de la entrada de la finca. La madre aguardó en la puerta como de costumbre, a priori para asegurarse de que ha salido para darle al botoncito que cierra el portalón. Pero lo cierto es que era una dura despedida. El hombre de su vida se marchaba para quizá no volver, y pronto llegaría a casa la cruda realidad de su marido viejo, feo, canoso, estresado, despreocupado, irritante, machista y medio hombre. Tal era su sino. 

2 comentarios:

  1. Es la realidad de muchas mujeres, hombres que se creen con derecho a desatenderlas cuando bien podrían ser ellas quienes se sintieran vivas.

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  2. Mario podía haber propiciado una despedida más emotiva. Ella creo que se lo hubiera agradecido.
    Saludos Alex!

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