5 ago 2013

La vida de Pancho

A la gente se lo digo pero nadie se lo traga.
Hace año y pico me regalaron un bulldog de peluche de los de Ikea. Venía con nombre y todo en un lazo que hace las veces de collar: Pancho.
Pero resulta que en mi habitación ya existe otro peluche: nada menos que la Muerte, la de Padre de Familia, con su túnica gris y su cuerpo negro y su guadaña marrón y sus sandalias amarillas. Y claro, donde hay patrón...
Al principio Pancho intentó ganarse el cariño de la Muerte a lambetadas y ofreciéndole el lomo para que se lo rascara con la guadaña, haciéndose un ovillo a sus pies, pero pronto descubrió que la Muerte, como ser inerte que es, no conoce de sentimientos y era inútil que tratara de despertar en ella algo parecido a la ternura o la empatía.
Luego hubo una época de frialdad, de lejanía, pero a ninguno parecía convenirles: la Muerte salía a hacer su trabajo y llegaba a casa cansada y no recibía los cariños de un Pancho resentido, y eso no gusta hasta a quien no siente. Así que la Muerte, a la vista del cada vez mayor volumen de muertos del que tenía que encargarse, le propuso al perro un pacto laboral y de concordia. Necesitaba ayuda, alguien que le sustituyera por las noches en su interminable labor de recoger cadáveres, y qué mejor que Pancho, que además había engordado por la falta de ejercicio, para prestarle ese servicio tan necesario. Yo mismo vi como se daban las manos para zanjar el acuerdo.
Desde entonces el panorama cambió bastante. La Muerte duerme sus ocho horas diarias, si bien no deja de hacer su trabajo por el día, y es Pancho el que llega por las mañanas jadeante y respirando con la lengua por fuera. Recoge sólo animales muertos: gatos, ardillas, gorriones, palomas... toda la gama de cadáveres animales que se pueda imaginar en el entorno urbano. Cuando es otro perro dice que se santigua antes de meterlo en el saco. Porque esa es otra: mete todos los bichos en un saco y los vacía en un lugar secreto; una especie de puerta al más allá que la Muerte me ha asegurado que sólo ella y sus trabajadores pueden conocer.
Aunque lo cierto es que a Pancho se le ha agriado bastante el carácter. Al principio era tierno y juguetón. Ahora es un tojo y habla con voz de Colombo. Además fuma puritos como un carretero y me rechaza todas las comidas: dice que él sólo come las cabezas de pescado, las pieles y los huesos que su jefa le lanza desde la cama –ya decía yo que últimamente mi habitación olía como a podre–. Sólo duerme de cansancio y fuma antes de iniciar la jornada. Pero parece feliz y, sinceramente, a ver quién carajo se atreve a hablarle a su jefa de explotación animal o trabajo indigno. Es lo que hay.
Y repito, todavía hay gente que no se lo traga. Ahora mismo Pancho sale por la puerta con el saco vacío en la boca. Os lo juro.

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