24 sept 2012

El viejo pirómano

Avanzaba Norberto entre las zarzas a base de trompicones. Mas no eran las piedras ni los baches del camino quienes le entorpecían al paso, sino la botella y media de tinto de la casa que se había ventilado antes de abandonar la choza.
El bosque se había hecho bien espeso allí donde el viejo se detuvo a mirar alrededor, colocando un brazo sobre las cejas para escudriñar mejor lo que su vista alcanzaba.
—Aquí ha de ser buen sitio –dijo, parándose a respirar y tomando asiento en un pedazo de tronco comido por las hormigas.
Dio un sorbo a una petaca de whisky que guardaba en la camisa y se puso manos a la obra. Recorrió los alrededores y agarró cuantas piedras de tamaño medio encontró y las arrimó junto al tronco. Luego hizo lo propio con unas cuantas hojas secas y unos palos. Tras otro sorbo comenzó el reparto:
—Tres focos bastarán –dijo, observando el montón de objetos recopilados y confirmando con la cabeza que parecían suficientes.
Dispuso las piedras formando tres pequeños círculos bajo una maraña de helechos y una alfombra de hojas caídas, tacitas y carabullos –así le había dicho su abuelo que se llamaban las cápsulas de semillas de los eucaliptos y las ramitas finas–. Situó luego las hojas y los palos, añadiendo unos cuantos más hasta que calculó las hogueras de buen tamaño. Le pegó otro trago al whisky y cogió la otra petaca, la de la gasolina, un poco más grande y con una calavera dibujada a mano, no fuera que en sus noches de borrachera se la confundiese con el tinto o el escocés.
—Os vais a enterar ahora –dijo, tras derramar media petaca sobre las hogueras y la otra media sobre los helechos–. Fillos de puta.
Sonrió Norberto cuando la chispa del mechero se convirtió en una mecha que avanzaba sobre las superficies empapadas de gasolina. Pronto una lengua de fuego devoraba lentamente las hogueras. Cuando por fin alcanzó la maleza el humo empezó a aparecer en el aire. El incendio tomaba forma. «Momento de irse», pensó, no sin antes arrimarse a la boca la petaca buena.
Tuvo tiempo Norberto para pensar antes de alcanzar su choza perdida al final del bosque, y lo hizo en voz alta:
—Pensabais que una oficina era sitio para todo un capitán de la armada. Pues aquí tenéis lo que este viejo borracho es capaz de hacer. Cabrones.
Durante treinta y tres años, los más felices de su vida, había servido Norberto al ejército en altamar, defendiendo los intereses patrios de ataques piratas, vigilando los terrenos todavía coloniales y, en la última época, repartiendo alimentos en misiones humanitarias por países en posguerra. Finiquitado el presupuesto, fue recolocado en una oficina del puerto de La Coruña, controlando la entrada y salida de buques. Burocracia pura. Un asco. De ahí al alcoholismo pasó sólo trimestre y medio, y del alcoholismo a las malas formas, la desobediencia y, finalmente, la separación del servicio, nada más que un largo y lamentable verano.
Entró en la choza con la sensación del deber cumplido. El deber de la venganza. Él mismo llamó al 112, cuando a través de la ventana observó la columna de humo que se cernía en el horizonte. Se echó entonces a dormir, y no despertó hasta el día siguiente, al ruido de unos golpetazos que a poco tiran abajo la puerta. Un bombero estaba al otro lado. Norberto le recibió en calzoncillos, resacoso pero feliz.
—Buenos días, caballero –le dijo el bombero.
—Buenos han de ser.
—No tan buenos. Tenemos un incendio en el bosque.
—Bien lo veo.
—Entonces comprenderá la urgencia de que evacúe de inmediato.
—Antes muerto.
Se veían las llamas no muy lejos. Le explicó el hombre que iban quemadas siete mil hectáreas y no esperaban controlarlo hasta por lo menos el día siguiente.
—Ni con esas –dijo Norberto.
—Si se queda es bajo su responsabilidad.
—La asumo pues.
—Avisado está.
—Marcha tranquilo.
Nunca pensó Norberto que tanto mal causaría. Tal y como estaba, en paños menores, se adentró de nuevo en el bosque hasta que el humo se hizo denso como para detenerle. Observó el suelo convertido en cenizas y pedazos de árboles cayendo. De pronto un zorro y sus crías surgieron de donde parecían estar los focos y corrieron a un lado del viejo. Comprendió Norberto que se había equivocado en profundidad, que el daño que quería causar a aquellos que habían decidido por él no era sino daño que se había causado a sí mismo.
Un par de lágrimas se le escaparon y decidió asumir su destino. Se adentró un poco más, hasta que el humo le provocó la tos y le dificultó la respiración. Lejos de huir, Norberto se sentó donde malamente pudo y aguardó a que la asfixia fuera definitiva.
—Sólo espero que no sea muy lento –dijo, y después cerró los ojos.

1 comentario:

  1. Cuando no es por rencillas personales es por intereses urbanísticos o despechos profesionales o problemas psiquiátricos... y además los recortes en prevención y extinción, lo que faltaba. El caso es que nos quedamos sin bosques y el Sahara entra en Europa por España, ¿por donde si no??
    Lo peor entra por aquí, vaya país de mierda.

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