Acababa de aparcar y tenía
prisa. La batalla naval estaba a punto de comenzar y los demás me esperaban en
un sitio inmejorable.
Entonces saliste de ese pequeño
bar que ni siquiera tiene nombre y más parece un tugurio clandestino; sola, con
aspecto de no saber muy bien a dónde debías o querías ir. Levantaste la mirada.
Observándote, no me había percatado de que caían gotas y parecía que irían a
más. Dijiste algo así como «mierda» y fue ahí cuando me descubriste. Yo
disimulé ligeramente, aprovechando para abrir el paraguas que, raro en mí,
había guardado en el gran bolsillo de mi chaqueta como si fuera un hombre
precavido.
Seguí caminando y pasé a tu
altura. Tú dudabas si volver adentro o continuar con tus intenciones iniciales.
Te decidiste por esto último. Tu abrigo tenía capucha pero tu peinado era
reciente y entendí que prefirieras arriesgarte y esquivar las cuatro gotas que
de momento caían entre soportal y soportal.
No me atreví a ofrecerte sitio
en mi paraguas. No llovía tanto como para que aceptases.
De pronto una gaviota emergió
del tejado de un viejo edificio en ruinas. Miraste preocupada y yo no
comprendía. Pero entonces una enorme luz verde se proyectó en todas las
fachadas y lo entendí. La batalla había comenzado y sonó el primer cohete. Las
gaviotas salieron por cientos de los tejados en una espantosa estampida, volando
sin orden y gritando de forma que apenas se oía la batalla. Se acercaron. Tú
estabas bajo un soportal y yo en medio de la calle. Nos miramos y dijiste,
riendo:
—Era lo que faltaba, que
empezasen a cagar todas juntas.
Reí también mientras me
acerqué. A punto de meterme también en el soportal, una enorme mancha blanca
impactó sobre mi paraguas y por poco le hace un agujero.
—Dicho y hecho –dije.
Esperamos allí unos segundos
pero el jaleo no pasaba. Además, la batalla no duraría más de media hora y yo
debía apurar si quería ver algo con los demás.
—¿Qué? ¿Nos atrevemos? –dije.
—Sí –contestaste–. Parece que
podremos resistir ahí dentro.
Así que salimos al campo de fuego y caminamos bien pegados.
Ibas a mi izquierda y yo sujetaba el paraguas con la derecha y con la otra mano
casi estaba obligado a tocarte la espalda. Podía olerte.
Hablamos con el sonido al fondo
de la batalla y el quejido de las gaviotas. Todavía nos impactó alguna mancha
más. Hubiera sido terrible para tu peinado.
No recuerdo a dónde me dijiste
que ibas. Sé que llegamos a una esquina en la que no había peligro desde el cielo y me aseguraste que estabas ya al lado de tu
destino. Nos despedimos con dos besos, sin desvelar siquiera nuestros nombres.
Todavía hoy me arrepiento de mi asquerosa timidez.
Por eso desde el anonimato de esta
página quiero que sepas, si sucede el milagro de que leas estas líneas, que de
vez en cuando me acerco a esa calle y miro la puerta del bar. Después recorro
las aceras que anduvimos e incluso observo el tejado y las gaviotas que de vez
en cuando revolotean por allí. Me agradan esas sensaciones, pero ninguna es
como tu olor o el roce de tu espalda.
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