30 jul 2013

El vendedor

A Felipe Pazos no le gustaba nada su trabajo.
—De hecho, es un trabajo de mierda ­–decía con su traje impecable desde el taburete, moviendo frustradamente el puro apagado que le estaba prohibido fumar, mientras con la otra mano agitaba los hielos de su tercer Jack Daniels.
Hablaba con Maite, la madre soltera venida a menos que escuchaba borrachos y meneaba sus enormes tetas al otro lado de la barra para que a su hijito no le faltase «nada que llevarse a la boca».
—¿Sabes lo peor? –decía Felipe Pazos– Que llega un punto en que me importa una mierda si vendo o no, ¿entiendes? Antes sí, me alegraba el día que me comprasen una alarma, pero ahora, no sé, es casi como si prefiriera no vender y aguantar la bronca del gilipollas de Mateo –el jefe de delegación–. Como si prefiriera el camino de la destrucción a cualquier intento de salir del pozo, ¿entiendes?
Maite no sabía si entendía o no. Tras una docena de años, eran muchos como él los que le hablaban de su penosa existencia. Por lo menos Felipe conservaba el atractivo de parecerse a lo que en su día fue un hombre importante, y era de los pocos que todavía no le había pedido sexo a cambio de unos cuantos euros extra.
—Es muy jodido, Maite. Yo antes era alguien, ¿entiendes? Yo salía de casa y te juro que arrasaba –dijo «arrasaba» enfatizando la erre doble para dar credibilidad a sus palabras–. Tenía las chicas a montones y mira ahora... se escapan de mí como de la peste. ¡No saben con quién están hablando!
La camarera dejó de atender a una pareja de habituales y, mientras eliminaba los últimos restos de unos vasos con un paño húmedo, pudo escuchar mejor y fingir interés por lo que decía su cliente, si bien dándole la espalda mientras se encontraba en faena.
«Se te transparentan las bragas», pensó Felipe Pazos.
—¿Sabes que un día quise ser escritor, verdad? Oh, sí. Escribía relatos y poesía. Incluso tengo un libro que nunca llegó a publicarse. Esos cabrones de la editorial... se llama «La mierda y el millonario». Va de un tío con mucha pasta que posee fantasías de lo más extrañas, que mejor ni te cuento. Te lo pasaré un día. En serio, es muy bueno.
El ex-marido y padre del hijo de Maite trabajaba en una editorial y, tras tirarse a una becaria y abandonarlo, decidió no querer saber nada más de los libros y todo lo que les rodea. Felipe Pazos estaba perdiendo sus pocas opciones.
—Oh, sí. Podía haber sido un gran escritor. Uno de esos que sacan un libro al año y se forran, ¿sabes? Y vivir como dios en mi chalé con jardín con niños y perros correteando. Pero debes saber que es muy jodido en este país ganarte la vida con tu talento. Si no les das exactamente lo que quieren no tienen problema en darte una buena patada.
Maite alcanzó el vaso que Felipe le ofreció para rellenárselo. Sólo un hielo más y líquido hasta la mitad.
—Y ahora mírame. Ya sé que te lo he contado muchas veces, pero... es una mierda andar tocando puerta a puerta y poner tu mejor cara para ofrecer un producto inútil como si fuera milagroso. Y que encima te manden a tomar por culo nueve de cada diez.
Felipe Pazos había sido un buen vendedor. Brillante incluso. En sus primeros años alcanzó el récord de ventas en todo el noroeste pero pronto se quemó y sus cifras empezaron a caer a medida que él se consumía como una vela. Aquel no era trabajo para el hombre que deseaba ser. Ahora vivía sólo en un cutre apartamento sin ascensor, después de dos relaciones fallidas a causa de su creciente gusto por el Jack Daniels, y simplemente esperaba la muerte o algo, no sabía el qué, que lo hundiera definitivamente en el pozo al que se había arrojado.
«Nunca me cansaré de mirar tu escote», pensó dando un largo sorbo al que le siguió un silencio que sorprendió a la propia Maite.
—Me largo. Esto es una mierda –dijo de golpe, abandonando su copa a medias y dejando un puñado de billetes más que suficiente sobre la barra.
Maite apenas pudo reaccionar y decir esta boca es mía cuando Felipe desapareció, tambaleante, tras la puerta de salida. Entonces recogió los billetes, guardándose la vuelta en el escote, vació el vaso y pensó que quizá tenía más cosas en común con aquel borracho de las que ella misma creía hasta entonces.

24 jul 2013

Cuando las gaviotas empezaron a cagar

Acababa de aparcar y tenía prisa. La batalla naval estaba a punto de comenzar y los demás me esperaban en un sitio inmejorable.
Entonces saliste de ese pequeño bar que ni siquiera tiene nombre y más parece un tugurio clandestino; sola, con aspecto de no saber muy bien a dónde debías o querías ir. Levantaste la mirada. Observándote, no me había percatado de que caían gotas y parecía que irían a más. Dijiste algo así como «mierda» y fue ahí cuando me descubriste. Yo disimulé ligeramente, aprovechando para abrir el paraguas que, raro en mí, había guardado en el gran bolsillo de mi chaqueta como si fuera un hombre precavido.
Seguí caminando y pasé a tu altura. Tú dudabas si volver adentro o continuar con tus intenciones iniciales. Te decidiste por esto último. Tu abrigo tenía capucha pero tu peinado era reciente y entendí que prefirieras arriesgarte y esquivar las cuatro gotas que de momento caían entre soportal y soportal.
No me atreví a ofrecerte sitio en mi paraguas. No llovía tanto como para que aceptases.
De pronto una gaviota emergió del tejado de un viejo edificio en ruinas. Miraste preocupada y yo no comprendía. Pero entonces una enorme luz verde se proyectó en todas las fachadas y lo entendí. La batalla había comenzado y sonó el primer cohete. Las gaviotas salieron por cientos de los tejados en una espantosa estampida, volando sin orden y gritando de forma que apenas se oía la batalla. Se acercaron. Tú estabas bajo un soportal y yo en medio de la calle. Nos miramos y dijiste, riendo:
—Era lo que faltaba, que empezasen a cagar todas juntas.
Reí también mientras me acerqué. A punto de meterme también en el soportal, una enorme mancha blanca impactó sobre mi paraguas y por poco le hace un agujero.
—Dicho y hecho –dije.
Esperamos allí unos segundos pero el jaleo no pasaba. Además, la batalla no duraría más de media hora y yo debía apurar si quería ver algo con los demás.
—¿Qué? ¿Nos atrevemos? –dije.
—Sí –contestaste–. Parece que podremos resistir ahí dentro.
Así que salimos al campo de fuego y caminamos bien pegados. Ibas a mi izquierda y yo sujetaba el paraguas con la derecha y con la otra mano casi estaba obligado a tocarte la espalda. Podía olerte.
Hablamos con el sonido al fondo de la batalla y el quejido de las gaviotas. Todavía nos impactó alguna mancha más. Hubiera sido terrible para tu peinado.
No recuerdo a dónde me dijiste que ibas. Sé que llegamos a una esquina en la que no había peligro desde el cielo y me aseguraste que estabas ya al lado de tu destino. Nos despedimos con dos besos, sin desvelar siquiera nuestros nombres. Todavía hoy me arrepiento de mi asquerosa timidez.
Por eso desde el anonimato de esta página quiero que sepas, si sucede el milagro de que leas estas líneas, que de vez en cuando me acerco a esa calle y miro la puerta del bar. Después recorro las aceras que anduvimos e incluso observo el tejado y las gaviotas que de vez en cuando revolotean por allí. Me agradan esas sensaciones, pero ninguna es como tu olor o el roce de tu espalda.

20 jul 2013

La motosierra

Tenía un sueño bastante repetitivo. Estaba atrapado o acorralado y no podía echarme a un lado ni retroceder. Tampoco veía. Entonces empezaba a sonar una motosierra con su criminal estruendo dentado, y el ruido se acercaba hasta sentirlo realmente cerca.
Los pelos se me erizaban y el corazón se ponía a mil. Empezaba a sudar y notaba la velocidad a la que giraba la cadena mortal. A punto de notar el contacto sufría como si ya me estuviesen desmembrando entero, pero en realidad me había despertado y sólo conservaba, del sufrimiento, el sudor, el corazón acelerado y el vello erizado.
El sueño se me repetía como una vez por semana y no sabía qué hacer. Hasta que hablé con una amiga que está buenísima y estudia algo de psicología:
—Exposición al dolor –me repetía–. Eso sería lo perfecto: afrontar tu trauma y superarlo como un reto más de la vida.
Claro que lo tenía difícil. ¿Exposición al dolor? ¿Cómo? ¿Acaso debía probar a rozar mi brazo con una de esas máquinas del demonio y comprobar que no es para tanto? ¿Tendría acaso que hacerme jardinero y vivir con esa herramienta para confraternizar con ella?
Parecía absurdo… hasta que se me ocurrió una idea que, hasta el día de hoy, ha solucionado mi problema.
Es verano y mi vecino de al lado se dedica a podar las decenas de árboles enormes que, inexplicablemente, pueblan su finca cual selva tropical.
Lo tengo, me dije.
Una tarde me acerqué al muro y, subido a una escalera, le hice señas a distancia y el hombre, lejos de poner cara de estar recibiendo señales de un loco, pareció encantado por la compañía y apagó su motosierra y se acercó. Le pregunté si quería ganar un dinero fácil: el dinero más fácil que podría ganarse un hombre tan dedicado a sus árboles como él. Aceptó, me invitó a su finca y charlamos.
Desde entonces, cada noche duermo tranquilo. Al principio me costó: no en vano, es difícil acostumbrarme. Pero una vez mis sentidos se han adaptado, las horas de la noche se me pasan del tirón y me despierto a gusto y relajado.
Y es que, en cuanto cierro el libro tras el cuarto o quinto bostezo, enciendo y apago la luz principal tres veces seguidas. Esa es la señal. Acto seguido cierro los ojos e intento conciliar el sueño. Apenas lo he conseguido, unas llaves suenan y giran la cerradura de la puerta. A los pocos segundos, un minuto a lo sumo, un espantoso sonido estalla en la habitación, haciendo vibrar paredes, muebles y objetos. El ruido va y viene, rozando al acercarse mis oídos, cuello, cara y brazo que me queda al descubierto. Y es que, el bueno de mi vecino ha encendido la motosierra y yo ni siquiera he abierto los ojos del susto.
Eso es exposición, ¿no?
Me pregunto por qué sigo soltero en esta vida.