4 mar 2015

Amor de oficina

Fueron unos días muy divertidos. Todavía me entra la risa cuando me acuerdo.
Llevaba un tiempo fijándome en Alejandra. Yo era nuevo en la oficina y Alejandra llevaba allí uno o dos años y era una de esas personas que parecen saberlo todo de su trabajo; así que cuando llegué me sentí a su lado como una mierda en el zapato. Pero estaba buena y era simpática. Por eso nunca la odié.
No nos hablábamos mucho y toda interacción se restringía a alguna coincidencia a la hora del café y a mis constantes seguimientos con la mirada desde la trinchera de mi ordenador, pero eso cambió una buena mañana.
Alejandra se había acercado a hablar con la compañera de mi derecha de no sé qué asunto de pedidos que creían que se habían hecho y al final no y el jefe las iba a matar a las dos pero malo sería que al final no se pudiera arreglar. Yo miraba de reojo y no escuchaba demasiado, pero de pronto hubo un silencio y después Alejandra dijo «un momento que ya vengo» y salió extrañamente escopetada.
Decidí seguirla pocos segundos después, fruto supongo de una extraña intuición, a dondequiera que fuese a dar con su bonito trasero de entrenadora de ballet. Oí un ruidito en el pasillo de la fotocopiadora y supuse que era ella. Solía estar allí. Oí la máquina tragando papeles y luego soltándolos por otro sitio. Una hoja tras otra. No paraba. Justo antes de entrar escuché unos pasos acelerados y, una vez dentro, ya no había nadie pero la fotocopiadora seguía tragando y soltando hojas. Me quedé delante del aparato, al acecho, pero nadie vino ni cuando todas las copias estuvieron hechas. Entonces lo comprendí todo. Respiré y un olor penetró mi nariz y me hizo echar la cabeza atrás de manera instintiva. Era un olor a pedo. Un pedo no muy fuerte, para nada nauseabundo, pero sí quizá un pedo largo y profundo de un cuerpo, sin embargo, perfectamente sano por dentro. Un pedo de chica. Un pedo de Alejandra.
No esperé a que el olor se pasase y, riéndome por dentro, salí por donde se debía de haber escapado, pero no había rastro de ella en el siguiente pasillo ni en el siguiente. Pero la tenía acorralada. Tarde o temprano volvería a por sus hojas y tendría que cruzármela. Yo habría ganado la batalla.
Caminando un poco más me la encontré sentada en una silla a las puertas del despacho del jefe, y pude ver que estaba colorada como un tomate y, aunque trataba de disimularlo, visiblemente nerviosa.
—¿Esperas a Agustín? —le dije.
—Eh, sí... —contestó con dudas evidentes—. ¿Le has visto?
—Hoy se pidió el día, ¿no lo sabías?
—¡Ay! ¡Es cierto! ¡Qué tonta soy!
Podría haberse inventado cualquier excusa creíble para estar allí y me hubiera dejado sin argumentos. Se levantó.
—Gracias por avisar. Pensaba que estaba reunido con alguien porque tiene la puerta cerrada.
Me siguió. Entonces me sentí una especie de pastor guiando a las ovejas, sólo que guiaba a mi ovejita camino del lugar del crimen.
—Por cierto —le dije, a punto de entrar en el pasillo de la fotocopiadora—. Tienes ahí las copias que acabas de hacer.
—¿Copias? ¿Mías? —fingió estar extrañada. Yo había visto una de las hojas con la lista de pedidos, confirmando que eran suyas.
—Sí. Las que dejaste haciendo antes. Estuve un rato al lado de la fotocopiadora cuando vi que nadie venía, por si se las llevaban sin querer.
En ese momento supuse que se acababa de morir de vergüenza. Sabía que yo sabía que se había tirado un pedo y que lo había olido.
—Ah, sí —dijo—. Ya me olvidaba. Gracias.
Ya no había mal olor. Cogió sus hojas y seguimos caminando. Yo me senté en mi sitio y ella volvió a la conversación con mi compañera de la derecha.
Durante varios días Alejandra me rehuyó todo lo que pudo, pero yo la buscaba. Sentí que después de aquel pedo el hielo se había roto entre nosotros, que era el momento de atacar. Así que, tras forzar varios encuentros "fortuitos", nos hablábamos con naturalidad y terminé invitándola a tomar algo fuera del trabajo.
Cuatro o cinco días después conseguí tirármela con cierto salvajismo (aunque no le digáis a ella palabras como «tirármela» o «salvajismo», que no le gustan nada las brusquedades) y, hablándolo con calma y sin calentones de por medio, decidimos salir juntos oficialmente; y hasta hoy.
Por cierto, que terminó reconociéndome que se había tirado el pedo, aunque la tía no se ha vuelto a tirar más desde que estamos juntos.

1 comentario:

  1. Je, je. Muy bueno, Alex, me gustó. Mucha naturalidad en el relato.
    Saludos.

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