Lucho tenía muy entrenado a su perro Mon y estaba muy harto
de la vida. Los fiascos, uno detrás de otro, habían hecho mella en él. Ahora ya
no valía la pena luchar. No había nada por lo que luchar. Luchar era una
mierda. Como todo. Todo era una mierda. Pero su perro Mon era muy listo.
Era domingo y Lucho se fue al cementerio con Mon. Por algún
motivo al perro le encantaba ese sitio. Probablemente, pensaba Lucho, la hierba
estaba muy bien cuidada y todavía podría olerse algún cadáver reciente.
No había nadie visitando a sus familiares así que pasearon
largo rato. Tuvo tiempo Mon de olisquear hasta el último rincón y no saber ya
qué más hacer. Miró incrédulo a su dueño como preguntando qué carajo pintaban
tanto tiempo allí, pero Lucho tenía un último plan para ellos.
Entre pitos y flautas se había hecho casi ya de noche y el
sitio empezaba a dar miedo. Mon quiso salir de allí pero Lucho lo retuvo con
órdenes muy claras:
—Ven aquí. ¡Vamos!
Lucho había encontrado un lugar que le gustaba. Un lugar que
encajaba en su plan de domingo.
Había en cierta esquina un hoyo. Un hoyo muy grande con tierra
y hierba dentro y alrededor. Lucho se fumó un cigarrillo, tiró la colilla al
otro lado de una columna de lápidas y descendió al hoyo. Ahora el suelo del
cementerio le quedaba a la altura de la cintura. Mon le acompañó pero eso no
gustó a Lucho.
—¡Arriba! ¡Fuera!
Mon obedeció: se salió del hoyo y miró a su dueño sentado
desde arriba.
—Muy bien —concluyó después Lucho.
El hombre se tumbó acto seguido, procurando acomodarse entre
las malas hierbas. Enseguida encontró una postura que parecía cómoda. Entonces
Mon se levantó e hizo ademán de acompañarle nuevamente, pero Lucho levantó un
dedo y eso bastó para que el perro volviera a su postura anterior.
—Y ahora... ¡tierra! —gritó Lucho.
Mon giró la cabeza cuarenta y cinco grados. Parecía no haber entendido bien la orden.
—¡Tierra! ¡Vamos! —insistió Lucho.
Mon acompañó de un ligero llanto su cara de extrañeza.
—¡Vamos, Mon! ¡Tierra!
El perro lo comprendió por fin y, de varios saltitos, se
alzó sobre un montículo que había al lado del hoyo. Luego se giró, dándole el
culo al hombre tumbado y, con un movimiento sincronizado de sus patitas
traseras, empezó a levantar tierra y a lanzarla parabólicamente sobre el bueno
de Lucho, que permanecía inmóvil y observando como buenamente podía el trabajo
de su mascota.
—Muy bien, Mon. Muy bien. ¡Tierra!
Mon le dio a las patas con más ahínco, espoleado por los
parabienes de su amo, a quien ya la tierra le cubría mitad de la ropa y le
había entrado en la nariz.
—Sigue, Mon. Sigue.
La voz de Lucho sonaba entrecortada por la tierra que a
golpes le atascaba la faringe. Pero incluso en su sufrimiento no podía sentirse
más orgulloso de lo bien educado que tenía al perro:
—¡Muy bien, Mon! Tierra, ¡vamos! ¡Muy bien! ¡Vamos!
La tierra cubría ya el cuerpo entero de Lucho, que apenas
podía mover ya la cabeza allí enterrado. Mon estaba a punto de morir extasiado
pero sabía que tenía una misión y habría de morir de verdad antes de detenerse.
Sólo paró un buen rato después, cuando ya no recordaba la última orden, y
entonces se giró y, con la lengua por fuera, observó que allí debajo sólo había
un montón de tierra y ni rastro de su amo.
Después de un par de sollozos, el perro descendió y
olisqueó. Debajo de aquel montón era obvio que estaba Lucho, pero no había
recibido la orden de excavar y, si existían los milagros, salvarle la vida.
Así que simplemente esperó allí un rato más, recobró el
ritmo normal de pulsaciones, echó un par de meadas y cogió el camino de regreso
a casa que ya se conocía de sobra.
Era un perro muy listo.
Trágico, se percibe el desenlace a medida que uno avanza con la lectura; pero ello no implica que no se disfrute la lectura, sino todo lo contrario: la angustia de Mon y la desazón de Lucho traspasan la pantalla y llegan al lector.
ResponderEliminarGenial, Alex.
¡Saludos!