26 feb 2016

Una caja de bombones Lindt

Tenía una hora libre y decidí darle una sorpresa a Carmen. De paso que eché gasolina, entré en la tienda de la gasolinera y pagué la primada por la caja más grande de bombones Lindt que tenían. En concreto, las bolas de color rojo. De otro color no le valían. Una vez le llevé unos azules y por poco me los mete por el culo. Así que le cogí los rojos y que comiera en ellos hasta reventar.
Aparqué delante del portal y subí las escaleras con alegría. Mal se me tendrían que dar las cosas para no echar un polvete y regresar satisfecho a mi trabajo de mierda.
Así que con toda la ilusión metí la llave en la cerradura y giré lentamente procurando no hacer ruido. Entré.
Se escuchaba ruido al otro lado de la cocina. En el cuarto de la lavadora. Teníamos que cambiar aquel cacharro porque cada vez que centrifugaba parecía que iba a explotar y consumía electricidad a dios, pero de todas formas el ruido aquel día era aún mayor que el habitual. Fui allí.
Ya en la cocina observé la escena y lo comprendí todo.
Carmen estaba en el cuarto de la lavadora pero no podía verle la cara. Sólo le veía las piernas, las dos, más o menos desde mitad del muslo hasta los pies. Estaba sentada en la lavadora y el resto del cuerpo me lo tapaba un maromo en pelotas que la estaba empalando de lo lindo. El tío era un cuatro por cuatro y la tenía agarrada por la cintura, con fuerza, mientras embestía con violencia por encima de la puerta de la lavadora, que se movía y hacía ruido como si se fuera a descoyuntar.
Carmen gemía como una perra y de vez en cuando le veía los pelos a un lado y a otro de la espalda de aquella mala bestia. Nunca en mi puta vida la había oído gemir así. Gozaba. Gozaba una barbaridad. Si dios creó alguna vez un orgasmo femenino debió de imaginar algo parecido a aquello. Y el tío seguía ahí, con su verga previsiblemente gigante, adelante y atrás, adelante y atrás, llenando y vaciando el hueco que hasta ahora creía mío, consiguiendo lo que yo no había conseguido en trece años de relación. Y yo mirando con mi caja de bombones Lindt.
Ellos no me vieron. De hecho el tío —que por cierto no me sonaba de nada, aunque podía ser un compañero de gimnasio—, le imprimió más potencia al asunto, incrementando los decibelios de los gemidos de Carmen, que terminó por agarrarse a los dorsales de su hombre-polla para mantener el equilibrio sobre nuestra pobre lavadora. La lavadora que mi madre me había regalado cuando nos mudamos. En fin...
No me atreví a interrumpirles. ¿Qué opciones tenía? Si montaba un escándalo probablemente nuestro matrimonio estaría acabado. Si me liaba a hostias saldría escaldado. Y si acuchillaba al maromo por la espalda terminaría enchironado y eso no resolvería el problema. ¿Que qué problema? Mi evidente inferioridad ante aquel tío, que en unos segundos me había mostrado lo que Carmen necesitaba y yo había estado buscando sin encontrar durante tanto tiempo. Al final, la solución a nuestros continuos problemas de pareja era más sencilla, natural y salvaje de lo que creía. Pero no supe verlo a tiempo.
 Total, que di media vuelta y salí de mi propia casa en silencio, dejando a mi mujer jodiendo en el polvo de su vida. Arranqué el coche sin pensar demasiado en el asunto, y conduje al trabajo. Aún tenía un ratito y me tomé un café, regresé a mi puesto y coloqué en la mesa de la entrada los bombones Lindt, comentándoles a mis compañeros cuando me preguntaron, que los había comprado porque me habían tocado doscientos euros en la primitiva.
Poco después la caja de bombones estaba medio vacía y yo tenía ante mí un montón de trabajo de mierda.

1 comentario:

  1. Ufff... Tremendo, Alex. Pobre vida la que le espera al tipo de ahora en más.
    Excelente, che, me enacntó.
    Saludos.

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