Sería injusto decir que las cosas me iban mal con Rebeca. La
vida a su lado era fácil. La vida a su lado sería fácil para cualquier hombre
con dos dedos de frente. Rebeca veía encantada un partido de fútbol y me abría
una cerveza cuando metía gol el Dépor. Me decía antes de acostarnos el tiempo
que haría el día siguiente para que escogiese la ropa adecuada. Se levantaba a
hacerme el zumo de naranja si me costaba despegar el culo de las sábanas.
¿Quién da más?
Sin embargo, quizá la naturaleza masculina nos sube de vez en
cuando a una montaña rusa. Odiamos la madurez. Necesitamos abandonar ese estado
de bajas pulsaciones que significa la estabilidad. Repudiamos la paz del
terreno conquistado y buscamos una muerte estúpida en el infierno enemigo.
O quizá sencillamente seamos todos unos hijos de la gran puta.
Pero el caso es que conocí a Blanca.
Rebeca y yo llevábamos una temporadita en un grupo de senderismo.
¿Por qué? Se suponía que eso de hacer deporte y conocer gente nueva estaba bien,
y tampoco teníamos mejor cosa que hacer la mayoría de domingos de mierda. Aunque
desde hacía un tiempo Rebeca no venía casi nunca. Solía echar un cable en la
pastelería de la madre y, dios me perdone la expresión, me libraba de ella unas
cuantas horas. De noche me preguntaba qué tal la ruta de aquel día sin esperar
a cambio mi interés por su jodida mañana de curro.
Blanca llevaba poco tiempo en el grupo, dos-tres meses. Al
principio era sólo una chica bien hecha. Follable, sin más. Pero a veces es
ridículamente sencillo que un hombre se vuelva loco por una mujer. Bastan unos
pocos detalles. Una sonrisa cómplice tras un comentario picante. Una mirada arrogante
que parecía decir: hago de ti lo que quiero. Un roce ingenuo. Unas mallas
favorecedoras. Un pedacito de espalda que se descubría al agacharse. El poder
de sus tenis aplastando una colilla en una pausa para avituallarnos.
Estaba jodido. Blanca acababa de disparar y me había
cazado.
Conseguí su número: un trabajo sencillo. También su confianza.
Por algún motivo casi nadie le dirigía la palabra, y allí estaba el menda para
solucionarlo. Blanca manejaba la cantidad exacta de palabras en sus
comentarios, y hablaba con un cóctel perfecto de inteligencia, seriedad, humor
y, se me permitís, zorrerío. Le
gustaba la seducción lo mismo que a un tonto un lápiz, y el tonto soy yo ante
una chica que se deja seducir. Tal para cual. Pronto mandé a la mierda la
siguiente cuesta o las vistas espectaculares desde lo alto del monte. No iba a
las rutas a andar. Perseguía el morbo que adquiría Blanca a pasos agigantados. Caminaba
derechito al callejón sin salida, convencido de que poco tiene que temer un
hombre que se cree fiel. La montaña rusa se había detenido delante de mí.
Sucedió un viernes. Llevé a Blanca a un bar. Centro de la ciudad:
terreno neutral. La atmósfera era oscura. La mesa, levemente apartada. Blanca eligió
tener vistas a una especie de pista de baile, donde algunas parejas se movían
al rimo de una música latina que no era muy de mi agrado.
Pedí ron. Ella, lo mismo. Una chica con gusto para la bebida. Y
también para escoger ropa. Llevaba una de esas camisetas del Bershka con unas
chicas muy monas y sonrientes en mitad de un paisaje idílico. Por debajo, unos
vaqueros bien ajustados, rotos por varios sitios, dejando ver pierna aunque sin
rayar la vulgaridad.
Nos sirvieron las copas. Blanca hacía círculos con su pajita y
sorbía con estilo, firme y pausadamente, y después movía la cabeza a un lado y
a otro mirando sin disimulo las parejas de baile.
Hablamos y hablamos. Ya os imagináis: el grupo de senderismo,
a qué te dedicas, dónde y con quién vives... Pareció no sorprenderle descubrir
que llevaba nueve años de noviazgo y cuatro de convivencia. Otra en su lugar
pondría cara de entonces qué coño pinto
yo aquí. Tampoco cambió de gesto al escuchar que Rebeca era una mujer
estupenda con la que era imposible sentirse a disgusto. Yo en cambio sentí una
victoria interior al escuchar su historia. Llevaba seis años con un tío.
Supuestamente mi novio, dijo. Pero la cosa no terminaba de arrancar. Falta de
pasión. Discusiones. Reconciliaciones. Tiempos muertos. Una perfecta relación
tormentosa. Quise adivinar —y quizá no fuese más que una invención—, un deje de
tristeza en su aparente indiferencia. Quise querer que Blanca no amaba a ese
tío. Que se merecía algo mejor. Es lo que hay, terminó diciendo, antes de
volver al ron.
Brindamos por el futuro. Por las personas que encontraban su
camino. Por la felicidad de las cosas sencillas. Y por alguna chorrada más.
Reímos, bebimos y me preguntó si la sacaba a bailar. Se me pusieron de corbata.
Hacía años que no bailaba, pero un hombre en sus cabales no se queda sentado y
dice que no sabe. Me levanté y pedí su mano. Antes de acceder, Blanca dio otro
sorbo al ron y se deshizo la coleta, dejando caer su pelo negro hasta más abajo
de los hombros.
Encontramos un buen hueco en la pista, no muy lejos de la mesa.
Agarré con mayor firmeza la mano con la que había ayudado a Blanca a
incorporarse. Con la otra la rodeé, tocando sin querer su espalda, que se
asomaba a tramos entre los botones traseros de su camiseta. Me acerqué y sentí
su melena sobre mi cara. Podría decirlo finamente, pero la puta verdad es que me
estaba poniendo malo. Sonaba una canción más bien lenta. Empezamos a movernos.
Pies y cadera en círculos concéntricos. Sudor y calma tensa. La montaña rusa ascendía
suavemente y llegaba a lo alto de la cuesta. Nos tocamos mejilla con mejilla,
muy cerca de los labios. Pedí perdón. Estúpido, me dijo, no pidas perdón. Ahora
estábamos frente a frente, a diez centímetros. Se rio sin venir a cuento y bien
sabe dios que soy débil ante una sonrisa perfecta. Cambio de lado. Ahora, la
otra mejilla. Miré sus piernas por encima de su hombro. Se entrelazaban con las
mías, podía sentirlas. Mi mano, todavía en su espalda, hacía más presión.
Giramos. Rodillas, caderas, pechos, manos, espalda, mejilla, pelo... Las
pulsaciones, disparadas. El horizonte, a pocos metros antes del abismo. Dejándonos
llevar por una inercia aplastante, sucedió lo inevitable. Caída libre. La
gravedad actuando. Segundos sin respiración. El corazón, detenido. Las piernas
ahora quietas, pero los labios en movimiento. El soldado desarmado a merced del
fuego enemigo.
Ninguno se apartó enseguida. No cederíamos a un ataque
sobrevenido de sentido común. Todo fue fluido y natural. Bonito, si me
permitís. La besé y la toqué todo lo que el decoro le permite a un hombre de
treinta y pico a punto de perder el control. Sólo nos separamos para tomar
aire, mirarnos seriamente y, sin pensarlo dos veces, volver a besarnos.
Segundos, minutos... no existía el tiempo ni el espacio. No había contexto.
Blanca era el universo entero. La montaña rusa describía loopings imposibles y curvas vertiginosas. En una tregua,
regresamos a la mesa de la mano y nos terminarnos el ron con una sonrisa
cómplice. Bebiendo los últimos centilitros, nuestra mirada decía que lo mejor
estaba por llegar. Pagué la cuenta y nos fuimos.
Minutos después estábamos en su piso. Recuerdo que lanzó las
llaves con violencia sobre el recibidor y nos besamos allí mismo con cierta
pasión. Entramos a la habitación. Antes de tumbarla en la cama yo ya me había
deshecho de la chaqueta y ella de sus zapatos, con los que tropecé antes de
caer sobre ella en las sábanas blancas. Luego... ya os lo podéis imaginar. Sin
ánimo de caer en la vulgaridad, lo hicimos de todas las maneras posibles, y no
sé si eran las ganas que le tenía o que realmente Blanca sabía lo que hacía
pero, otra vez sin querer ser vulgar, os juro que fue uno de los polvos de mi
vida, y que me muera ahora mismo si no lo debió de ser para ella también. La
necesidad agudizó la química. El encaje fue perfecto.
Todavía abrazado a Blanca, en esos prolongados segundos desde la
ejecución del golpe final hasta la
separación de cuerpos, cuando se escuchan piel contra piel los latidos cuyo
corazón originario es inidentificable, escuché una siniestra voz que se me
clavó como un puñal que avanzaba lentamente entre mis órganos mientras al fin me
echaba a un lado de la cama: jódete, Rebeca. Una pausa y otra vez: jódete,
Rebeca. No sólo era infiel sino cruel.
No dormí allí. Me pasé una ducha y besé a Blanca una vez más,
sin quedar en nada con ella. Ningún plan por delante. Habíamos follado y listo.
El viaje de la montaña rusa llegaba a su fin y simplemente me debía bajar. Salí
a la calle en mitad de la noche como un jodido delincuente, imaginando policías
que me acechaban por todas partes. Pero nadie me perseguía. O al menos desde
fuera. Porque desde dentro, el puñal seguía hurgando entre mis vísceras. La voz
se repetía y se repetía: eres un hijo de puta.
Llegué a casa bajo una película de sudor frío. Vamos, con los
huevos en la garganta. Rebeca, sin embargo, dormía como una bendita, y se
limitó a darme las buenas noches en cuanto me vio entrar en el dormitorio. Ni
siquiera el día siguiente preguntó por qué había llegado tan tarde. Ni el
siguiente, ni el siguiente...
Y hasta hoy. Pero bien sabe dios que soy transparente como el
agua y el puñal me sigue torturando. Conozco a Rebeca y permanecerá callada
hasta que un día todo estalle. Veo en su cara que sabe que algo ha pasado; pero
de momento no pregunta por miedo a mi respuesta. Y a todo esto, estamos a mitad
de semana y el próximo domingo hay ruta de senderismo, y Rebeca no trabaja en la
pastelería de la madre y vendrá también, y allí estará Blanca con todo su morbo.
Adaptada a la vida en una montaña rusa. Toda una superviviente. Mientras yo
estoy acojonado, sintiendo que delante de mí ahora hay un abismo, pero no voy
amarrado a ningún cinturón de seguridad. La hostia va a ser dura. Aunque para
qué negarlo, me tarda el momento, si es que hay momento, de volver a desnudar a
Blanca, de subirme a su montaña rusa, pero no quiero que Rebeca me abandone.
Esa a la que dije jódete después de
follarme a otra.
Lo dicho, que soy un hijo de puta. O quizá sólo un hombre. No tengo
ni puñetera idea.
Muy bien redactado. A mi gusto. No dejes de hacerlo. El tema..bueno ya sabes. Pero lo haces bien. Escribes bien. Enhorabuena!
ResponderEliminarGracias. Estoy bastante orgulloso de cómo me quedó este cuento, lo reconozco. Un saludo!
Eliminar