11 abr 2012

La última tienda

Le costó tiempo decidirse a Don Francisco pero finalmente entró en la tienda.
Cortinas negras tras la puerta. Suelo de madera lacrada. Tarros de cenizas, flores y lápidas en una pared. Instrumental de tortura, cabezas decapitadas y miembros cercenados en la otra. En el mostrador, fotos de los clientes más ilustres con sus notitas de despedida. Tras él, Don Herminio, que regentaba con éxito la Dernière Magasin desde hacía años. Había visto en la muerte el negocio de moda y no le iba nada mal.
Con paso fúnebre y al ritmo luctuoso que provenía de los altavoces Don Francisco se encaminó al mostrador:
—¿En qué puedo ayudarle? –preguntó Don Herminio, que se lamentaba por el negocio perdido mientras leía las esquelas del periódico.
—Venía a…  ya sabe.
—Entiendo. Si quiere puede compartir conmigo el motivo.
—¿Motivo? Asco. Sencillamente, asco por todo. Mujeres, negocios, ya sabe.
—No es el único que siente asco, créame. Yo mismo desearía a veces ser mi propio cliente.
Una sonrisa brotó de las entrañas de Don Francisco, que examinaba el decorado.
—¿Quiere que le muestre nuestros productos?
—Si es tan amable…
—Aquí mismo tengo un dossier, aunque si prefiere pasamos a la trastienda. ¿No? Bien, le explico. Últimamente me están pidiendo mucho el tiro de gracia, ¿ve? Usted se sienta contra la pared, como este infeliz. Es sólo un segundo y no sufre nada. Yo mismo le dispararía de forma certera.
—No me convence… prefiero algo especial.
—Si lo que quiere es sufrir cuento con un viejo garrote, y por un precio algo mayor, unos matones le dan una paliza de muerte. Son unos profesionales…
—No, no… sufrir no. Ya sufrí demasiados años.
—Claro. Pues mire. Los clásicos son la silla eléctrica: tecnología alemana, máxima eficacia. También la inyección letal, el precio varía en función de la dosis que desee. Aunque si lo que quiere es ahorrar contamos con una soga y una viga muy maciza. Es lo que mejor le saldría de precio.
—No sé. Quiero algo rápido, y tampoco muy caro… pero que no sea tan vulgar… un poco especial, como le dije…
—Hum… veamos. Puñaladas no… ahogamiento tampoco… ¿ha escrito sus últimas palabras para la posteridad?
—Oh, no, no. Esto es cosa mía. Los demás bastante tienen con soportarse unos a otros como para cargar con un muerto.
—¿Me permite una sugerencia?
—Por supuesto…
—Es mi ejecución favorita. No está muy demandada pero no se sufre y sale bien de precio.
—¿De cuánto estaríamos hablando?
—Quince mil ultraeuros. Le explico… es la guillotina. Moriría como un rey galo de hace siglos, y por mil ultraeuros más, su cabeza estaría colgada aquí mismo, entre los más ilustres, con su nombre debajo y todo. ¿Qué me dice?
—Mmmm. Guillotina, ¿eh? ¿Seguro que no se sufre?
—Segurísimo. Fíjese que ayer mismo la utilicé por última vez. Una joven despechada entró suplicándome que le rebanara el cuello. Le juro por lo más sagrado que sonreía mientras su cabeza daba vueltas en el suelo.
—Caramba.
—Y aún hay más. La cuchilla caerá a toda velocidad y su cabeza y sus manos se le separarán del cuerpo. Por otros quinientos ultraeuros le lleno la pared de la trastienda de imágenes bellas para que se lleve un buen recuerdo. Incluso sonará un tema de Chopin en cuanto sus manos toquen el suelo. Será como si usted mismo tocase el piano.
Don Francisco sonreía. Hojeó el dossier pero su cara denotaba convencimiento.
—¿Quiere pensárselo unas horas? ¿Días quizá?
—Oh, no. No es necesario.
—¿Guillotina entonces?
—Sea…
—Está bien. Me rellena estos papeles y, con las imágenes, la música y el estante de la pared con su nombre son dieciséis mil quinientos ultraeuros. Si es tan amable…
—Sí, tome. Le pago ahora. Quizá más tarde encuentre dificultades para rebuscar entre mi bolsillo.
—Jajajaja. Sentido del humor… eso ante todo.
—Que no falte ni en los últimos segundos.
Allí se quedó Don Francisco, rellenando los papeles, asumiendo su final con naturalidad.
Mientras, Don Herminio comprobó que la cuchilla de la guillotina estaba afilada, y preparó los lienzos para la pared y el disco con la Polonesa de Chopin. 

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