17 ene 2013

Por culpa del gas

La tenía en el bote. Os juro que la tenía a punto de caramelo.
Llevaba veintipico minutos subido en la elíptica y mi sudada era de campeonato. No soy yo de sudar mucho y con la camiseta deportiva apenas se me notaba marca alguna camachil, pero hasta se me habían caído un par de gotas sobre la pantalla de la máquina y no me faltaba mucho para parecer uno de esos cerdos a los que miraba y pensaba: joder, qué asco. No en vano, antes de la elíptica había salido a correr con un colgao corre-maratones de patas finas y energía infinita, y nos habíamos hecho catorce kilómetros en poco más de una hora. Pero aún era pronto para irme al vestuario y, por algún motivo, decidí que todavía me quedaban fuerzas para media hora más.
Y en principio creí que había sido una decisión cojonuda porque, como dije, tras veintipico minutos dándole que te pego, una madurita interesante, de cinco o seis años más que yo, recién llegada ella (la primera vez que la veía), con su camiseta ajustada a estrenar, su pantalón corto y sus bonitas piernas al aire y su pelo hecho coleta, se me puso a mi lado, en la elíptica de mi izquierda, y empezó a darle a los botones tratando de comprender el mecanismo.
Pero la pobre no daba y mantenía una posición extraña, con un pie delante y otro detrás sobre las bases de la máquina, sin saber muy bien qué hacer. Hasta que se rindió y me miró y me preguntó cómo iba con una sonrisa que denotaba su derrota pero que yo quise ver como una declaración de intenciones. Le contesté sin reducir mi ritmo infernal:
—Es aquí… mira, en el botón… pones el tiempo… luego pulsas ENTER… si quieres pones el peso… –así lo hizo. Luego empezó unos torpes movimientos. Lo hacía al revés– Estás haciéndolo hacia atrás… sí, mejor para… arranca con el derecho, hacia adelante, ¿ves…? sí, así… y mejor que apoyes los pies delante del todo, es más cómodo…
Por fin logró hacerse con la máquina y empezó a describir unos buenos círculos con sus piernas. Me gustaba.
Ella parecía feliz dominando aquello y me miró para compartir su felicidad:
—Parece que ya le pillé el truco –dijo–. No era tan difícil. Muchas gracias.
Luego se fijó en mi ritmo y en que mi nivel de dificultad era bastante alto en comparación con el suyo:
—Jolín –decía–. Tú sí que le das caña… yo a tanto no quiero llegar… que seguro que me mareo… y no podría, vamos, no podría…
Yo respondía que no era para tanto y que era sólo cuestión de acostumbrarse.
—Ya, pero… –seguía ella– para hacer eso hay que venir muchísimo… seguro que tú tienes las piernas muy duras… y el trasero igual… –nos reímos cuando dijo eso– ¡Qué envidia!
Le dije que a ella no le hacía falta. Habíamos entrado en materia. Muy buen culo, por cierto.
—¿Vienes mucho…? –preguntaba–, caramba, cuatro o cinco días… yo estoy empezando, a ver si puedo tres… por cierto, me llamo Vanessa, ¿tú…? encantada… seguro que coincidiremos por aquí más veces… dios, llevas media hora, es lo máximo que se puede según dice aquí, ¿no…?
Sí, era la máximo y aunque no lo fuera, mis piernas no me permitirían mucho más. Pero tenía pensado prolongar el enfriamiento para ganarme unos cuantos puntos extra. Ya sabéis, para esperar a que se cansase y precisarle después cómo funcionaba la máquina de step, las bicis o cualquier otro aparato.
Entonces ocurrió. Empezó el tiempo de enfriamiento y noté una súbita relajación. Por fin mis piernas descansaban, cuando del intestino surgió un gas que poco a poco descendió colon abajo hasta llegar al borde del ano. Sentí que no era gran cosa, posiblemente ni sonaría si lo dejara escapar, pero no podía arriesgarme a que Vanessa lo oliese y abur ligue. Así que me concentré en mantener prieta la entrepierna para evitar problemas y, cuál fue mi sorpresa cuando, supongo que de tanto exceso, descubrí que no respondía de mis músculos ni esfínteres, y suavemente, como un trueno muy lejano, el pedo se me escapó irremediablemente durante unos fatídicos segundos.
No sonó, y podéis pensar que eso me salvaba, pero no. Noté que el gas me había calentado las cachas considerablemente y eso era señal inequívoca de que traía consigo la peste más asquerosa, de esas que hasta ni uno mismo sabe si hace bien oliéndola debajo de las sábanas.
No esperé a comprobarlo. Sin mediar palabra, me bajé de la elíptica y corrí a estirar a las espalderas, rezando para mis adentros para que la nube tóxica se hubiera venido toda conmigo y no hubiera invadido el espacio aéreo de Vanessa.
La miré a lo lejos, y no puso cara de estar respirando veneno, pero estoy seguro de que algo tuvo que notar, porque yo soy experto en pedos así y, por supuesto, no es la primera vez que me pasa en el gimnasio. Claro que otras veces no hay semejante cachonda tan a mi alcance, y me jode una barbaridad que, por culpa de un gas, me haya podido perder el que sin duda hubiera  sido el polvo de mi vida.
Tampoco sé qué hacer la próxima vez que la vea. Después de haber quedado como un maleducado, sino como un guarro, dudo que quiera volver a querer saber nada de mí. Os lo contaré.

3 comentarios:

  1. jajaja, qué putada! En el momento más inoportuno, pobrecilla.

    Un saludo Alex

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  3. Deberían existir tapones herméticos para momentos así. Tiene razón Zavala: ¡ Qué putada!

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