No suelo hablar mucho de
algo real-real por estos lares, pero
mi falta de tiempo y inspiración de últimamente y la propia carrera me lo han
puesto a huevo.
Fue el día 31 y salía de
la plaza de María Pita, y en mi vida había corrido con semejante mal tiempo:
viento, frío y lluvia a mares, de tal suerte que no había cojones a quitarse al
chándal y salir de debajo de los soportales para calentar. Y encima ahí llego
yo, sin chubasquero, sin unas mallas largas, sin ropa de repuesto, en plan
novato total, viendo cómo quien más quien menos estaba preparado para un mal
día, mientras yo, con mi dorsal 888 colgado de la camiseta con imperdibles,
metía las manos en los bolsillos y por momentos me preguntaba ¿qué coño hago
aquí?
Apenas conocía a nadie
hasta que un vecino me invitó a un café en un bar de al lado, pocos minutos
antes de la hora prevista para el comienzo. Era la droga que necesitaba para
animarme un poco. Casi como un milagro, la lluvia casi cesó justo antes de las
5 y yo, viendo que los demás salían a correr dando vueltas a la Plaza no tuve
mejor opción que imitarlos, hasta que noté cierta adrenalina corriéndome por el
pecho arterias arriba.
En una de las vueltas
nos colocamos hacia el pasillo de salida y sonó el pistoletazo. Error mío. Tenía
que haber estado más espabilado y colocarme más adelante, porque hasta que salí
de la plaza pasaron no menos de cinco minutos: eran mil quinientas personas.
Total, que empecé a correr de verdad con bastante tiempo de retraso, cuando los
primeros (dios me libre, de todas maneras, de querer fingir que podría siquiera
lamerles los talones) casi habían llegado al punto de control intermedio.
A partir de ahí y con la
lluvia que definitivamente no molestaba, amén del calor que ya me había
invadido, se trataba de correr y correr, siguiendo el ritmo que más o menos
controlaba gracias a un deficiente
entrenamiento, a causa eso sí de que no me convencía el mal tiempo ni mi
constante dolor de rodilla para salir a entrenar un poco más.
Me fui animando, a pesar
de que enseguida los gemelos se me cargaron. Seguramente no había calentado lo
suficiente (tampoco sé cómo hacerlo). No hacía más que adelantar a gente y
apenas nadie me pasaba a mí. Es lo que tiene salir tan atrás… Total, que
calculo que fueron no menos de seiscientos los que fui sobrepasando. Pude ver
cómo los primeros emprendían la bajada de la vuelta cuando a mi grupo aún le
quedaba para coronar la primera
parte. Iban vendidos los cabrones… Pero bueno, yo seguía a lo mío. Mi carrera
en solitario. Lo normal eran grupitos que seguían el mismo ritmo, tíos y tías
disfrazados. Buen ambiente.
Apuré el ritmo en los
últimos kilómetros. Las piernas respondían pero tampoco quería forzar
demasiado, no fuera a quedar mal… Al llegar nuevamente a María Pita la gente
que veía la carrera desde las vallas animaba lo suficiente como para que
entrase en meta casi esprintando y, prácticamente, sobrado de fuerzas.
Total, que fue una gran
experiencia. Luego vino el avituallamiento, al saludo a los conocidos y la
recogida de ropa. Me quedaron dos sensaciones: primero, que podía haberlo hecho
mejor, teniendo en cuenta, claro está, que mi única meta es superar mi propia
marca, de los primeros hay que olvidarse. Y segundo, que repetiré, no hay duda.
Bueno, y habría una
tercera, que es que de tener la camiseta mojada se me irritaron los pezones y
se me quedaron como si hubiera amamantado en mí una camada de cocodrilos. Dios,
qué dolor aquél día y el siguiente.
En fin, que eso ha sido todo.
Os hablaré de la próxima carrera. Sobre todo si la inspiración, como esta vez,
parece no aparecer.
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