6 ene 2013

San Silvestre

No suelo hablar mucho de algo real-real por estos lares, pero mi falta de tiempo y inspiración de últimamente y la propia carrera me lo han puesto a huevo.
Fue el día 31 y salía de la plaza de María Pita, y en mi vida había corrido con semejante mal tiempo: viento, frío y lluvia a mares, de tal suerte que no había cojones a quitarse al chándal y salir de debajo de los soportales para calentar. Y encima ahí llego yo, sin chubasquero, sin unas mallas largas, sin ropa de repuesto, en plan novato total, viendo cómo quien más quien menos estaba preparado para un mal día, mientras yo, con mi dorsal 888 colgado de la camiseta con imperdibles, metía las manos en los bolsillos y por momentos me preguntaba ¿qué coño hago aquí?
Apenas conocía a nadie hasta que un vecino me invitó a un café en un bar de al lado, pocos minutos antes de la hora prevista para el comienzo. Era la droga que necesitaba para animarme un poco. Casi como un milagro, la lluvia casi cesó justo antes de las 5 y yo, viendo que los demás salían a correr dando vueltas a la Plaza no tuve mejor opción que imitarlos, hasta que noté cierta adrenalina corriéndome por el pecho arterias arriba.
En una de las vueltas nos colocamos hacia el pasillo de salida y sonó el pistoletazo. Error mío. Tenía que haber estado más espabilado y colocarme más adelante, porque hasta que salí de la plaza pasaron no menos de cinco minutos: eran mil quinientas personas. Total, que empecé a correr de verdad con bastante tiempo de retraso, cuando los primeros (dios me libre, de todas maneras, de querer fingir que podría siquiera lamerles los talones) casi habían llegado al punto de control intermedio.
A partir de ahí y con la lluvia que definitivamente no molestaba, amén del calor que ya me había invadido, se trataba de correr y correr, siguiendo el ritmo que más o menos controlaba gracias a un deficiente entrenamiento, a causa eso sí de que no me convencía el mal tiempo ni mi constante dolor de rodilla para salir a entrenar un poco más.
Me fui animando, a pesar de que enseguida los gemelos se me cargaron. Seguramente no había calentado lo suficiente (tampoco sé cómo hacerlo). No hacía más que adelantar a gente y apenas nadie me pasaba a mí. Es lo que tiene salir tan atrás… Total, que calculo que fueron no menos de seiscientos los que fui sobrepasando. Pude ver cómo los primeros emprendían la bajada de la vuelta cuando a mi grupo aún le quedaba para coronar la primera parte. Iban vendidos los cabrones… Pero bueno, yo seguía a lo mío. Mi carrera en solitario. Lo normal eran grupitos que seguían el mismo ritmo, tíos y tías disfrazados. Buen ambiente.
Apuré el ritmo en los últimos kilómetros. Las piernas respondían pero tampoco quería forzar demasiado, no fuera a quedar mal… Al llegar nuevamente a María Pita la gente que veía la carrera desde las vallas animaba lo suficiente como para que entrase en meta casi esprintando y, prácticamente, sobrado de fuerzas.
Total, que fue una gran experiencia. Luego vino el avituallamiento, al saludo a los conocidos y la recogida de ropa. Me quedaron dos sensaciones: primero, que podía haberlo hecho mejor, teniendo en cuenta, claro está, que mi única meta es superar mi propia marca, de los primeros hay que olvidarse. Y segundo, que repetiré, no hay duda.
Bueno, y habría una tercera, que es que de tener la camiseta mojada se me irritaron los pezones y se me quedaron como si hubiera amamantado en mí una camada de cocodrilos. Dios, qué dolor aquél día y el siguiente.
En fin, que eso ha sido todo. Os hablaré de la próxima carrera. Sobre todo si la inspiración, como esta vez, parece no aparecer. 

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