24 ene 2016

Sin oscuras intenciones

Miguelito estaba harto. Harto de sí, como él decía. Era muy buen chaval. Estudioso, amable, educado y todo eso. Ni muy feo ni muy guapo. Uno más del rebaño.
Pero todas sus buenas cualidades le habían servido de muy poco para aniquilar su gran tormento desde que dejase de ser un muchacho imberbe un buen puñado de años atrás: perder la virginidad. Lo había intentado de todas las formas menos pagando –eso era de cobardes-, pero chico, no había manera. Apenas unos morreos en una mala borrachera y algún que otro arrime de cebolleta en la disco, pero de meterla nada de nada. Ni con flores, ni con poesías, ni invitando a copas, ni escuchando largas y tediosas conversaciones: el pito de Miguelito seguía virgen como un eunuco salvo por su mano toca-zambombas, que día sí día también era el sucedáneo del gran sueño, o más bien obsesión, de nuestro desdichado protagonista.
Harto de sus inútiles estrategias, decidió un buen día tirar por el camino más corto y buscar su objetivo por la vía directísima, con una sutil frase al oído de la pretendida que, cuanto menos, no la dejaba indiferente ni escondía de manera alguna las intenciones de su interlocutor:
—¿Quieres follar?
Tardaba Miguelito cuatro o cinco intercambios de pareceres, sino menos, en soltar las dos palabras y aclarar lo que pretendía y tener claro después lo que podía esperar: ¿quieres follar? Y lo que consiguió mayormente fueron caras da asombro, exigencias de explicaciones y rápidas escabullidas, cuando no amenazas, tortazos, puñetazos y avisos al novio o amiguito más cercano para que le quitara a tal acosador de encima.
Pero una buena noche no fue así. Una buena noche se acercó a la muchacha de turno y, después de presentarse y darse dos besos, se le acercó al oído y sin excesiva dulzura le espetó:
—¿Quieres follar?
Ella puso cara de extrañada y con un gesto le dio a entender que no había entendido o no había querido entender la pregunta, y que se la repitiera, ante lo que Miguelito dijo:
—Que si quieres follar.
Para sorpresa de Miguelito y, ¿por qué no?, del resto del universo, la muchacha tomó la palabra y, sin alarde tampoco de dulzura se arrimó al oído del otro y soltó:
—Venga, vale. Vivo aquí cerca.
Se dispararon las pulsaciones de Miguelito, que sin creérselo del todo supo mantener la compostura para acompañar a la joven sin demasiados nervios, subir con ella a su casa, entrar en la habitación, desnudarse, desnudarla, follar con ella y gozar de una noche inolvidable después de tantos años de tormento; repitiendo incluso, y escuchado después de la primera vez de boca de la chica que agradecía la sinceridad de su pregunta por delante de todo.
La vida de Miguelito mejoró desde entonces. Sentíase libre de presiones. Ahora podía dedicarse a los menesteres de un joven normal sin que esa losa pesase sobre su cabeza hasta dominar su vida, aunque ni por asomo abandonó su estrategia en las noches que él llamaba de caza. Repitió unas cuantas veces, nunca con la misma, en medio por supuesto de más rechazos y hostias bien dadas, pero ¿qué era la vida sino eso? Algún que otro premio en mitad de una sucesión de hostias.
Miguelito, después de todo, había cambiado y ahora era; es, más feliz.
Por eso quiero deciros, chicas, como narrador imparcial de una historia de la que fui testigo, que si una buena noche o un buen día os topáis con Miguelito o con cualquier otro que se os acerque de manera tan directa con sus intenciones por delante, no le veáis como un enfermo o un degenerado merecedor de vuestro desprecio, sino como un simple valiente con la sinceridad por bandera, al que podréis decir que sí o que no, pero del que nunca podréis decir que tiene oscuras intenciones, sino todo lo contrario. Y por supuesto os animo a que, llegado el caso de apeteceros el asunto aunque fuera un poco menos que a Miguelito, lo digáis con un simple «¿quieres follar?» o algo parecido, que nadie debe asustarse ante la sinceridad. El verdadero susto os lo llevaríais al echar cuenta del tiempo perdido otras veces con conversaciones inútiles.

1 comentario:

  1. Muy bueno, Alex, como siempre (aunque jamás pude decir, de una, las palabras del tal Miguelito...).
    Saludos.

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