5 mar 2016

Desesperado y enfermo

Estaba desesperado. Me había convertido en un obseso sexual. Necesitaba follar, follar y follar. Polvos con tías diferentes y en cantidades industriales. Variar, experimentar. Lo necesitaba.
Últimamente había ido a un espectáculo de striptease, había observado cómo follaba una pareja sobre un escenario y había visto cómo una oriental escupía pelotas de pingpong por el coño. Estaba enfermando. La cara me había palidecido y tenía ojeras. Caminaba encorvado, enjuto, encondido del mundo para ocultar mi enfermedad.
Por supuesto, eran muchas las pajas que me largaba.
Me encantaban todo tipo de mujeres. De repente me empalmaba con una madre dándole el pecho a su hijo. O me quedaba pasmado cuando la tía de la oficina de abajo salía a las once y cinco a buscar el café al bar de al lado. ¿Y qué decir de la clase de pilates a través del cristal del gimnasio de enfrente? Todos esos cuerpos sudorosos emanantes de hormonas... Por no hablar del sonido de unos tacones sobre un suelo de madera. El mundo era una tortura tras otra.
El problema era pasar del pensamiento a la acción. No me defendía muy bien en eso de conquistar a una dama, y como tampoco me apetecía andarme con demasiados rodeos, tomaba el camino más corto y cuando entablaba conversación con una candidata al sexo, enseguida confesaba mi verdadera y única intención de aquel encuentro, obteniendo el esperado rechazo por respuesta. Ni el calor de la noche ni la confusión del alcohol sirvieron para mi objetivo. Anoche sin ir más lejos me rechazó una rubia de cuarenta y pocos. Estábamos en un bar y había conseguido separarla de la manada. La invité a algo en la barra y después de tres o cuatro frases sentí que ya era hora de decir la verdad. Tenía un vestido muy corto y unas piernas largas de veinteañera. Quizá era demasiado para mí:
—Podemos ir a tu casa —le dije.
—Creo que vas un poco rápido.
—No tengo edad para perder el tiempo, ¿la tienes tú?
—Tengo una edad en la que me interesa invertir. No especular.
—¿Y no crees que yo puedo ser una buena inversión?
Dio un sorbo a su ginebra y me miró con una gracia despectiva.
—Prometías... pero no —me dijo.
—Entonces no tenemos mucho más de qué hablar.
—Estoy de acuerdo.
Vi cómo sus largas piernas se adentraban en la manada y yo me encerré en el baño a masturbarme. Aquello nunca lo había hecho; masturbarme en sitios públicos, y entonces comprendí que había enfermado de verdad y me dije basta ya. Pagué la cuenta, salí de allí y corrí calle arriba hasta mi casa. Me desvestí, entré en la habitación, abrí las sábanas y abracé a mi mujer, que ya dormía. Después hicimos el amor como ya no recordaba.

1 comentario:

  1. Ah, pero qué buen final, Alex, gratamente sorprendido.
    Me encantó, che. ¡Saludos!

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