Humo y alcohol viciaban
el aire de aquel antro para pecadores. En las habitaciones de arriba, volver a
sentirse hombre se pagaba entre sesenta y cien euros la hora.
El tipo barbudo
de la barra decía ser Jesucristo.
—Quiero una
prueba —le dijo un parroquiano que bebía a su lado.
—No es tan
sencillo. Existe un código —contestó Jesucristo.
—¿Qué clase de
código?
El tipo de la
barba se lo explicó. En realidad le habló del libre albedrío, de dejar que la
naturaleza siguiera su curso sin interferir y todo eso.
—Claro, claro...
—el parroquiano fue irónico— Como los que graban los documentales de National Geographic, que no pueden hacer
nada aunque un bicho esté sufriendo.
Jesucristo no lo entendió. Además
no le gustó no ser creído.
—Qué carajo
—dijo—. ¡Camarera! Un vaso de agua.
El parroquiano le
miró extrañado. Lo último en aquel lugar era que alguien se pidiese agua.
—¿Ves esto? —le
dijo Jesucristo.
—De momento, sí
—enfocó el otro.
—Pruébalo.
—¿Para qué iba
a...?
Jesucristo le plantó el vaso
a milímetros de la boca, obligándole prácticamente a beber. El otro lo hizo.
—¡Qué coño! —dijo
después el parroquiano—. Es sólo agua.
—Ya —dijo Jesucristo, llevando de nuevo el vaso
hacia sí—. ¿Y ahora?
Miró fijamente el
vaso y luego lo puso en la barra, dejándolo sólo. Lo señaló son su dedo índice
derecho y el líquido empezó a girar en sentido horario, como si alguien
estuviera agitando el vaso. La velocidad de giro aumentó y, entonces, el color
transparente del agua se volvió progresivamente negro rojizo, y después el giro
se detuvo y el vaso se quedó ahí, con aquel nuevo líquido dentro.
—¡Jesucristo!
—dijo el parroquiano, sin quitarle ojo al vaso.
—¡Exacto! —rio el
barbudo del dedo milagroso.
—¡Qué coño...!
—Prueba ahora...
Jesucristo cogió
de nuevo el vaso y se lo acercó al otro. Éste lo cogió y, no sin dudarlo, pegó
un buen trago.
—Vino —dijo.
—Vino, sí. Es
bueno, ¿eh?
—Buenísimo.
El parroquiano posó
el vaso y miró a Jesucristo con cara de gilipollas.
—O sea que era
verdad —dijo.
—¿Nunca leíste
eso de que convertía el agua en vino?
—Sí, pero, creí
que eran chorradas de los curas.
—Pues ya ves.
—Dios de mi vida.
Eres tú —al tipo le vinieron todos los sudores. Se levantó del taburete, se
sentó otra vez, se santiguó cinco o seis veces seguidas y recitó un padre
nuestro.
—Tranquilízate,
hombre —le dijo Jesucristo—. Que soy sólo un hombre igual que tú. Sólo que soy
hijo de Dios, nada más.
El otro no daba
crédito:
—Jesucristo ante
mí. Madre mía de mi vida. Todos las columnas del firmamento...
—Una cosa.
—Lo que tú digas,
o sea, lo que usted diga. ¿Te puedo tutear?
—Sí, pero sé
discreto, ¿eh? Que no quiero que se arme un espolio. Recuerda lo que te dije
antes.
—Sí, sí. El libre
albedrío.
—Exacto.
Dejó Jesucristo
que el hombre se calmase. Lo consiguió terminándose el vino y llamando de nuevo
a la camarera. Mientras ésta venía le susurró algo a su nuevo compañero:
—No sé si no
pedirle agua del grifo y me lo transformas en un Chivas, ¡jeje!
—Chhhttt. Libre
albedrío, amigo. Libre albedrío.
—Bien, bien.
Camarera, ¡otro de lo de siempre!
(Continuará)
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