27 abr 2016

Jesucristo en el puticlub (parte 2 de 3)

Bebieron los dos largo rato. Jesucristo le daba al trinque como un profesional:
—Son dos mil años de práctica, jeje —decía.
Habló de las putadas que le hicieron los judíos, de cómo se las apañó para resucitar, de cómo se ocultó durante tanto tiempo y, al final, de qué coño pintaba en uno de los puticlubs más repugnantes de toda la ciudad:
—Me gusta conocer dónde pecan los cristianos más mugrientos —se justificó.
—¡Ole por ti! —brindó con él el parroquiano.
Con las coñas Jesucristo se fue agarrando una buena curda, y el otro le calentaba los trastos para que obrara algún milagro más:
—Venga hombre, que esto es una vez en mi vida, ¡y no me jodas con el libre albedrío! No te pido que me crees una calamidad, ¡sólo una pequeña demostración!
—Eres pesado, eh... —miró Jesucristo a un lado y al otro— Mira esto.
Jesucristo separó un poco su taburete del de su compañero y le miró los pies.
—¿Qué vas a hacerme? —preguntó éste.
—Chhhhttt, que me desconcentras.
El dedo índice de Jesucristo señaló los harapientos playeros del parroquiano y, de golpe, se transformaron en unos marrones y relucientes zapatos italianos.
—¡Cojones! —gritó el parroquiano.
—¿Te gustan? Jejeje.
—Joder si no...
—Pues valen una pasta, así que cuídalos, ¿eh?
El hombre miró maravillado su nueva adquisición. Le faltó poco para levantarse y presumir ante toda la clientela, pero sabía que eso enfadaría a Jesús.
—Y eso no es nada —dijo éste—. Tú mira y sé discreto.
Se apoyaron los dos en la barra, dieron un trago y Jesucristo giró la cabeza a un lado. Había a unos metros tres tíos dándole al trinque y, cuando uno fue a coger su vaso, éste se desplazaba unos centímetros. Volvía a intentarlo y el vaso volvía a escapársele. Estaba huyendo de él, ante la mirada acojonada del trío de borrachos.
—Muy buena —rio en bajito el parroquiano.
—Ahora escucha —le dijo Jesucristo.
Sonaba en el puticlub música latina de lo más cutre. Todas las canciones parecían igualmente lamentables cuando, por arte de magia, el tocadiscos pareció volverse loco. Se escucharon una serie de interferencias y, acto seguido, sonó a todo volumen La puta de la cabra:

La cabra, la cabra, la puta de la cabra, la madre que la parió, ¡hey!....

Uno de los camareros acudió rápidamente al aparato y, aunque durante un minuto no fue capaz de arreglarlo, finalmente Jesucristo fue compasivo y dejó que el hombre hiciese su trabajo y volviesen las cumbias a emponzoñar los oídos de todos.
—Cojonudo. ¡Cojonudo! —susurró el parroquiano.
Jesucristo estaba borracho.
—Voy como una auténtica rata —dijo.
—¡Ole por ti! —el parroquiano alzó su copa para brindar.
Estaba Jesucristo desatado. Por algún motivo necesitaba demostrar sus poderes y no encontró en aquel momento ningún impedimento. Así fue que pasó un fulano a su lado e hizo que le sonase un pedo gigantesco en su culo, lo que provocó que viniese un portero a echarlo mientras el tío se quedaba con cara de gilipollas. Luego aprovechó que el parroquiano se encendió un cigarrillo para decirle:
—Mejor fuma eso.
Y le metió marihuana dentro y al tío le encantó. También le encantó cuando vacilaron a la camarera después de pedirle dos copas más, transformando el alcohol en agua y recriminándole si les estaba tomando el pelo. La tía no dio crédito pero no le quedó más remedio que ponerles copas nuevas después de beber ella misma y comprobar, efectivamente, que aquello era sólo agua.
Después empezaron los vaciles con las demás tías. A dos de ellas les levantaron la minifalda como si pasasen por encima de un potente ventilador. Los dos borrachos apostaban:
—¿Qué te juegas a que el tanga de esa es rosita?
—Pues yo creo que no lleva nada, fíjate.
Si alguno ganaba la apuesta estaba invitado a la siguiente ronda.
—Qué gran noche —sentenció Jesucristo.
—Anda que la mía —negó el parroquiano con la cabeza.
—Y ahora, el golpe final.
Se hizo el silencio entre los dos. El parroquiano vio que Jesucristo había enfilado a una mulata —obviamente una prostituta—, que se acercaba a su zona desde una mesa. Cuando estuvo a poquitos metros, Jesucristo levantó con discreción su dedo índice, apuntando con él a la cabeza de la chica. Lo bajó con rapidez, recorriendo imaginariamente todo el cuerpo de la señalada hasta llegar a los pies, y entonces, ¡chas!, el vestidito se le cayó de golpe al suelo, acompañado de la ropa interior, haciendo que la chica se tropezase y se quedara allí en medio, completamente desnuda y aturdida, intentando rehacerse y comprender qué carajo le había pasado.
—Jejejejeje —el parroquiano aplaudió lo sucedido.
—Qué buenas tetas —le dijo Jesucristo al oído.
—Amigo —sonó una voz a sus espaldas—. ¡EH, AMIGO!
Se giraron los dos. Un tipo negro como la muerte de no menos de dos cero cinco y con pinta de alimentarse a base de hostias miraba fijamente a Jesucristo, requiriéndole una especie de explicación.
—¿Qué sucede? —preguntó el hombre-milagro.
—Eso me tendrás que decir tú —el negro tenía acento. Posiblemente cubano.
—No te comprendo.
—Si quieres yo te lo explico. Pero mejor tu sólo te vas y aquí todos amigos, ¿vale bien?
—No, amigo —Jesucristo se puso serio—. No vale bien. O me explicas qué carajo he hecho o yo no me voy de aquí.
—Muy fácil. En mi tierra no nos gustan dos cosas: ni los que se meten con nuestra bandera ni los que vienen a tocarnos los cojones, y tú de momento no has hablado mal de nuestra bandera.
—Tampoco he tocado los cojones de nadie.
—Te he estado vigilando, ¿vale bien?
El negro estaba a menos de medio metro. A esa distancia un puñetazo envestiría con demasiada fuerza.
—Deja que me levante y te diga yo una cosa.
Jesucristo se levantó. El parroquiano soltó una carcajada, segurísimo de que un movimiento del dedo índice bastaría para poner las cosas en su sitio. Se imaginó al negro arrodillado y pidiendo perdón o tumbado en el suelo maullando como una gatita, y se volvió a reír.
Pero Jesucristo notó algo extraño al levantarse.
—¿Qué coño me pasa? —se dijo.
Bajó la mirada y se dio cuenta de que estaba muy borracho. Tenía demasiada mierda dentro de muy mala calidad.
—Debe ser esto a lo que llaman garrafón —pensó.
Por poco se cae. Se tambaleó varias veces, comprendió que su estómago por poco se da la vuelta, agarró con fuerza el taburete y por fin adoptó una posición parecida a la vertical. Cuando levantó la cabeza, el negro estaba ahí, cerquísima, con peor cara todavía, con pinta de enfadado, y esperando oír algo.
—Tú no sabes con quién estás hablando —dijo Jesucristo.
—Me importa una mierda, ¿vale bien? Ahora di lo que tengas que decir si tienes huevos. ¡Brujo!
—A mí no se me falta al respeto.
Todo el puticlub miraba. Sabían que el negro no se andaba con coñas a la hora de repartir hostias como panes. Se rumoreaba que había matado a un hombre do un solo puñetazo y después se lo había dado de comer a su rottweiller.
—Tú lo has querido —dijo Jesucristo.
Apuntó al negro con su dedo índice, sin tener muy claro todavía qué castigo infringirle. Sin embargo, fue quitar la mano del taburete y descubrir que se estaba cayendo. No podía sostenerse, y en lugar de concentrarse para su milagro, todo lo que consiguió fue oscilar hacia adelante, rozando apenas el pecho macizo del hombre al que pretendía dar una lección.
Después Jesucristo sintió un golpe en el ojo y se le hizo de noche...

(Continuará)

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