A Rocky no
le gustaban nada las multitudes pero no le quedó otra que acostumbrarse. Porque
otra cosa no, pero humanos en la Calle Real en pleno mes de agosto había y de
sobra.
Aquella
tarde había llegado un crucero de Holanda y los turistas caminaban
desorientados con miedo a alejarse del puerto y quedarse en tierra. Eran
grandes hombres y mujeres rubios y pálidos con camisetas y pantalones cortos y
riñoneras y gafas de sol y grandes cámaras de fotos. Andaban de un lado a otro,
mezclándose con los nativos, mirando escaparates, conquistando la ciudad. Alguno
hasta se atrevió a sacarle una foto a la extraña pareja.
—Hay que
tener valor para hacerles eso —les increpó algún peatón por el asunto de las
fotos.
Era cierto,
había que tener valor para hacer eso, pero eso no era lo que le preocupaba a
Rocky. Peor era llevar dos días sin comer, los mismos que llevaba su dueño allí
sentado, a su lado, con sus harapos malolientes que dibujaban a su alrededor un
semicírculo imaginario que nadie se atrevía a sobrepasar.
El hombre
vivía sentado, manteniendo apenas el equilibrio, al borde de la inconsciencia.
Rocky ya sospechó que algo raro pasaba cuando se llenó la fiambrera que hacía
de monedero sin que las monedas fueran retiradas para aparentar que allí no
había apenas nada.
—Mira todo
el dinero que tiene —había dicho más gente—. Ya me gustaría a mí...
Pero el
hombre no podía moverse. Demasiado fuerte el síndrome de abstinencia. O
demasiada dosis el último chute. ¿Qué le importaba eso a Rocky? Lo importante
era que al hombre al que por coherencia natural le era fiel, le quedaban muy
pocas horas y Rocky lo sabía.
—Pobre perro
—dijo alguien.
Y pobre de
él, parecía pensar Rocky con sus ojos negros sobre el hocico a ras de suelo. Atrás
quedaron los años buenos. Años de carreras y comidas tres veces al día. Pero el
despido, el divorcio, la ruina y las drogas eran demasiado para un solo hombre
corriente. Todavía habría quien pensase que cada uno tiene lo que se merece,
pero ese no sería Rocky, desde luego.
Ahora le
tocaba al perro dejarse morir también y permanecer al lado del amo hasta la
última inhalación. Juntos volverían a ser felices en el infierno. Mientras,
tocaba aguantar un poco más el hambre, la asquerosa multitud, los comentarios
estúpidos y las fotografías de los turistas holandeses. Si pudiera hablar, bien
claro les llamaría hijos de puta.
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