12 jun 2016

Montaña rusa

Sería injusto decir que las cosas me iban mal con Rebeca. La vida a su lado era fácil. La vida a su lado sería fácil para cualquier hombre con dos dedos de frente. Rebeca veía encantada un partido de fútbol y me abría una cerveza cuando metía gol el Dépor. Me decía antes de acostarnos el tiempo que haría el día siguiente para que escogiese la ropa adecuada. Se levantaba a hacerme el zumo de naranja si me costaba despegar el culo de las sábanas. ¿Quién da más?
Sin embargo, quizá la naturaleza masculina nos sube de vez en cuando a una montaña rusa. Odiamos la madurez. Necesitamos abandonar ese estado de bajas pulsaciones que significa la estabilidad. Repudiamos la paz del terreno conquistado y buscamos una muerte estúpida en el infierno enemigo.
O quizá sencillamente seamos todos unos hijos de la gran puta. Pero el caso es que conocí a Blanca.
Rebeca y yo llevábamos una temporadita en un grupo de senderismo. ¿Por qué? Se suponía que eso de hacer deporte y conocer gente nueva estaba bien, y tampoco teníamos mejor cosa que hacer la mayoría de domingos de mierda. Aunque desde hacía un tiempo Rebeca no venía casi nunca. Solía echar un cable en la pastelería de la madre y, dios me perdone la expresión, me libraba de ella unas cuantas horas. De noche me preguntaba qué tal la ruta de aquel día sin esperar a cambio mi interés por su jodida mañana de curro.
Blanca llevaba poco tiempo en el grupo, dos-tres meses. Al principio era sólo una chica bien hecha. Follable, sin más. Pero a veces es ridículamente sencillo que un hombre se vuelva loco por una mujer. Bastan unos pocos detalles. Una sonrisa cómplice tras un comentario picante. Una mirada arrogante que parecía decir: hago de ti lo que quiero. Un roce ingenuo. Unas mallas favorecedoras. Un pedacito de espalda que se descubría al agacharse. El poder de sus tenis aplastando una colilla en una pausa para avituallarnos.
Estaba jodido. Blanca acababa de disparar y me había cazado. 
Conseguí su número: un trabajo sencillo. También su confianza. Por algún motivo casi nadie le dirigía la palabra, y allí estaba el menda para solucionarlo. Blanca manejaba la cantidad exacta de palabras en sus comentarios, y hablaba con un cóctel perfecto de inteligencia, seriedad, humor y, se me permitís, zorrerío. Le gustaba la seducción lo mismo que a un tonto un lápiz, y el tonto soy yo ante una chica que se deja seducir. Tal para cual. Pronto mandé a la mierda la siguiente cuesta o las vistas espectaculares desde lo alto del monte. No iba a las rutas a andar. Perseguía el morbo que adquiría Blanca a pasos agigantados. Caminaba derechito al callejón sin salida, convencido de que poco tiene que temer un hombre que se cree fiel. La montaña rusa se había detenido delante de mí.
Sucedió un viernes. Llevé a Blanca a un bar. Centro de la ciudad: terreno neutral. La atmósfera era oscura. La mesa, levemente apartada. Blanca eligió tener vistas a una especie de pista de baile, donde algunas parejas se movían al rimo de una música latina que no era muy de mi agrado.
Pedí ron. Ella, lo mismo. Una chica con gusto para la bebida. Y también para escoger ropa. Llevaba una de esas camisetas del Bershka con unas chicas muy monas y sonrientes en mitad de un paisaje idílico. Por debajo, unos vaqueros bien ajustados, rotos por varios sitios, dejando ver pierna aunque sin rayar la vulgaridad.
Nos sirvieron las copas. Blanca hacía círculos con su pajita y sorbía con estilo, firme y pausadamente, y después movía la cabeza a un lado y a otro mirando sin disimulo las parejas de baile.
Hablamos y hablamos. Ya os imagináis: el grupo de senderismo, a qué te dedicas, dónde y con quién vives... Pareció no sorprenderle descubrir que llevaba nueve años de noviazgo y cuatro de convivencia. Otra en su lugar pondría cara de entonces qué coño pinto yo aquí. Tampoco cambió de gesto al escuchar que Rebeca era una mujer estupenda con la que era imposible sentirse a disgusto. Yo en cambio sentí una victoria interior al escuchar su historia. Llevaba seis años con un tío. Supuestamente mi novio, dijo. Pero la cosa no terminaba de arrancar. Falta de pasión. Discusiones. Reconciliaciones. Tiempos muertos. Una perfecta relación tormentosa. Quise adivinar —y quizá no fuese más que una invención—, un deje de tristeza en su aparente indiferencia. Quise querer que Blanca no amaba a ese tío. Que se merecía algo mejor. Es lo que hay, terminó diciendo, antes de volver al ron.
Brindamos por el futuro. Por las personas que encontraban su camino. Por la felicidad de las cosas sencillas. Y por alguna chorrada más. Reímos, bebimos y me preguntó si la sacaba a bailar. Se me pusieron de corbata. Hacía años que no bailaba, pero un hombre en sus cabales no se queda sentado y dice que no sabe. Me levanté y pedí su mano. Antes de acceder, Blanca dio otro sorbo al ron y se deshizo la coleta, dejando caer su pelo negro hasta más abajo de los hombros.
Encontramos un buen hueco en la pista, no muy lejos de la mesa. Agarré con mayor firmeza la mano con la que había ayudado a Blanca a incorporarse. Con la otra la rodeé, tocando sin querer su espalda, que se asomaba a tramos entre los botones traseros de su camiseta. Me acerqué y sentí su melena sobre mi cara. Podría decirlo finamente, pero la puta verdad es que me estaba poniendo malo. Sonaba una canción más bien lenta. Empezamos a movernos. Pies y cadera en círculos concéntricos. Sudor y calma tensa. La montaña rusa ascendía suavemente y llegaba a lo alto de la cuesta. Nos tocamos mejilla con mejilla, muy cerca de los labios. Pedí perdón. Estúpido, me dijo, no pidas perdón. Ahora estábamos frente a frente, a diez centímetros. Se rio sin venir a cuento y bien sabe dios que soy débil ante una sonrisa perfecta. Cambio de lado. Ahora, la otra mejilla. Miré sus piernas por encima de su hombro. Se entrelazaban con las mías, podía sentirlas. Mi mano, todavía en su espalda, hacía más presión. Giramos. Rodillas, caderas, pechos, manos, espalda, mejilla, pelo... Las pulsaciones, disparadas. El horizonte, a pocos metros antes del abismo. Dejándonos llevar por una inercia aplastante, sucedió lo inevitable. Caída libre. La gravedad actuando. Segundos sin respiración. El corazón, detenido. Las piernas ahora quietas, pero los labios en movimiento. El soldado desarmado a merced del fuego enemigo.
Ninguno se apartó enseguida. No cederíamos a un ataque sobrevenido de sentido común. Todo fue fluido y natural. Bonito, si me permitís. La besé y la toqué todo lo que el decoro le permite a un hombre de treinta y pico a punto de perder el control. Sólo nos separamos para tomar aire, mirarnos seriamente y, sin pensarlo dos veces, volver a besarnos. Segundos, minutos... no existía el tiempo ni el espacio. No había contexto. Blanca era el universo entero. La montaña rusa describía loopings imposibles y curvas vertiginosas. En una tregua, regresamos a la mesa de la mano y nos terminarnos el ron con una sonrisa cómplice. Bebiendo los últimos centilitros, nuestra mirada decía que lo mejor estaba por llegar. Pagué la cuenta y nos fuimos.
Minutos después estábamos en su piso. Recuerdo que lanzó las llaves con violencia sobre el recibidor y nos besamos allí mismo con cierta pasión. Entramos a la habitación. Antes de tumbarla en la cama yo ya me había deshecho de la chaqueta y ella de sus zapatos, con los que tropecé antes de caer sobre ella en las sábanas blancas. Luego... ya os lo podéis imaginar. Sin ánimo de caer en la vulgaridad, lo hicimos de todas las maneras posibles, y no sé si eran las ganas que le tenía o que realmente Blanca sabía lo que hacía pero, otra vez sin querer ser vulgar, os juro que fue uno de los polvos de mi vida, y que me muera ahora mismo si no lo debió de ser para ella también. La necesidad agudizó la química. El encaje fue perfecto.
Todavía abrazado a Blanca, en esos prolongados segundos desde la ejecución del golpe final hasta la separación de cuerpos, cuando se escuchan piel contra piel los latidos cuyo corazón originario es inidentificable, escuché una siniestra voz que se me clavó como un puñal que avanzaba lentamente entre mis órganos mientras al fin me echaba a un lado de la cama: jódete, Rebeca. Una pausa y otra vez: jódete, Rebeca. No sólo era infiel sino cruel.
No dormí allí. Me pasé una ducha y besé a Blanca una vez más, sin quedar en nada con ella. Ningún plan por delante. Habíamos follado y listo. El viaje de la montaña rusa llegaba a su fin y simplemente me debía bajar. Salí a la calle en mitad de la noche como un jodido delincuente, imaginando policías que me acechaban por todas partes. Pero nadie me perseguía. O al menos desde fuera. Porque desde dentro, el puñal seguía hurgando entre mis vísceras. La voz se repetía y se repetía: eres un hijo de puta.
Llegué a casa bajo una película de sudor frío. Vamos, con los huevos en la garganta. Rebeca, sin embargo, dormía como una bendita, y se limitó a darme las buenas noches en cuanto me vio entrar en el dormitorio. Ni siquiera el día siguiente preguntó por qué había llegado tan tarde. Ni el siguiente, ni el siguiente...
Y hasta hoy. Pero bien sabe dios que soy transparente como el agua y el puñal me sigue torturando. Conozco a Rebeca y permanecerá callada hasta que un día todo estalle. Veo en su cara que sabe que algo ha pasado; pero de momento no pregunta por miedo a mi respuesta. Y a todo esto, estamos a mitad de semana y el próximo domingo hay ruta de senderismo, y Rebeca no trabaja en la pastelería de la madre y vendrá también, y allí estará Blanca con todo su morbo. Adaptada a la vida en una montaña rusa. Toda una superviviente. Mientras yo estoy acojonado, sintiendo que delante de mí ahora hay un abismo, pero no voy amarrado a ningún cinturón de seguridad. La hostia va a ser dura. Aunque para qué negarlo, me tarda el momento, si es que hay momento, de volver a desnudar a Blanca, de subirme a su montaña rusa, pero no quiero que Rebeca me abandone. Esa a la que dije jódete después de follarme a otra.
Lo dicho, que soy un hijo de puta. O quizá sólo un hombre. No tengo ni puñetera idea.   

2 comentarios:

  1. Muy bien redactado. A mi gusto. No dejes de hacerlo. El tema..bueno ya sabes. Pero lo haces bien. Escribes bien. Enhorabuena!

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    1. Gracias. Estoy bastante orgulloso de cómo me quedó este cuento, lo reconozco. Un saludo!

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