5 ene 2012

El Don Juan

El Don Juan se despertó y notó que la habitación olía mal. A cerrado, a humanidad, a culpabilidad. Observó el reloj. Llegaría tarde a su cita. Apenas tuvo tiempo para ducharse, vestirse, cagar y salir de casa.
Enseguida una puerta se abrió y tras ella, apareció una melena naranja y rizada sobre unos hombros y una cintura de ensueño y unas piernas kilométricas.
–Llegas tarde –dijo ella.
–Lo siento, estaba…
–¡Cállate! Pasa anda.
El Don Juan entró y se acomodó en el sofá. Ella se sentó a su lado, arrinconándolo.
–Te echaba de menos –dijo.
–Y yo a ti. Y este pelo rojo del mismísimo infierno.
–Chhhht. Tengo una sorpresa. Mira.
La pelirroja se separó un instante y de un plumazo se deshizo del batín que vestía. El Don Juan la miró de arriba abajo. Su piel, sus curvas, y la sorpresa: ropa interior roja, más roja que su pelo. Un conjunto a estrenar y que aceleró el pulso del Don Juan.
–¿Te gusta?
–Me encanta.
Ella se acercó de nuevo y se colocó sobre él. Enseguida los cuerpos se hallaron desnudos. No hicieron el amor. Follaron. Todo tembló a su alrededor. Cayeron figuritas de los muebles. Los vecinos escucharon los gritos. Fue un polvo salvaje.
Terminaron y cayeron rendidos, allí mismo, en el sofá. Cuando se quisieron dar cuenta, se habían dormido y no se despertaron hasta después del mediodía.
–¡Mierda! –dijo él.
–¿Qué pasa?
–Entro a trabajar en media hora.
–¿A trabajar? Ah, ya… vale. ¿Te cambiarán de turno alguna vez?
–No lo sé. Ojalá.
–Sí, ojalá. Me cansa un poco verte sólo por las mañanas.
Aún desnudo, el Don Juan se apresuró a entrar en el baño.
–No te importa que me duche, ¿verdad?
–No, claro.
Se duchó y salió pitando. Llegaba tarde. Caminó a paso acelerado hasta llegar al parque. Buscó el banco de siempre y allí estaba ella. Una larga cabellera negra como la noche que encerraba una cara dulce y mansa, como si nunca hubiera roto un plato. Él la sorprendió por detrás:
–¡Buh!
–Hey… –la morena dio un salto–. Dios, qué susto.
–Lo siento. Es tarde, ¿vamos?
Se cogieron de la mano y caminaron entre árboles, flores y pájaros. Todo muy primaveral, muy idílico. Hablaron de sus cosas. Para él era una desgracia no poder poseerla más tiempo. Pero sus padres no se lo permitían:
–Ya sabes que son muy católicos –dijo.
–No lo entiendo. No me has concedido ni una noche. ¡Ni una!
–Pero… ¡mis padres! Nena, vendrán tiempos mejores.
–¿Sabes lo que creo? –dos lágrimas se dibujaban en los ojos de la morena–. Creo que tienes una aventura.
–¿Bromeas? Vamos, nena, ¿de qué aventura me hablas?
–Estás con otra. Mira esto.
La morena deslizó su mano sobre el pantalón del Don Juan, y con mucho cuidado tiró de un pelo rojo pegado a la entrepierna.
–¿Qué es esto?
–¿Cómo que qué es? Un pelo.
–Sí, un pelo de mujer. Estás con otra, ¡reconócelo!
–Nena, ¡cálmate! Ese pelo puede ser de cualquiera. Sin ir más lejos, esta mañana, en el autobús, se sentó a mi lado una señora pelirroja, pudo ser eso.
–No te creo.
–Vamos, nena…
Se adentraron más y más en el parque. Él seguía explicándose y a ella no se le acababan de borrar las lágrimas. Sin previo aviso, el Don Juan saltó al jardín y obligó a la morena a seguirle. Allí se escondieron entre dos arbustos y él la apoyó contra un tronco. Nadie les podía ver y se bajaron los pantalones. Sólo lo justo y necesario.
–Esto es trampa –se quejó ella.
–¿Qué trampa, nena?
–Sabes que no me puedo resistir.
Él se aproximó. Empezaron. No hicieron el amor. Se aparearon como animales, al aire libre. Todo muy primaveral, muy idílico.
Terminaron y sólo tardaron unos segundos en colocarse de nuevo la ropa y parecer dos paseantes cualesquiera. Ella ya no lloraba.
Caminaron un poco más hasta salir del parque.
–Se supone que ahora te vas, ¿no? –dijo ella, triste.
–Sí, tengo que irme.
–Claro. Tus padres. Tan católicos…
–No es sólo eso, nena. Mi madre está enferma. ¿Quién la cuida si no…?
–Está bien. ¿Mañana nos volvemos a ver?
–Exacto. A la misma hora. Te quiero.
–Te quiero.
El Don Juan entró en un bar cuando la perdió de vista. Allí bebió todo lo que le pudo, se fumó media cajetilla, charló con el camarero y jugó a la tragaperras.
Regresó a casa cuando caía la noche. El mal olor, por supuesto, había desaparecido. Se sentó y comió algo por primera vez en todo el día. Después se duchó y se lavó la cara y los dientes hasta asegurarse de que la borrachera estaba bien camuflada. Entonces escuchó la puerta y alguien que entraba. Salió del baño, en pijama, y se dirigió a la cocina, de donde venía ahora el ruido.
–Que aproveche –dijo él.
–Gracias. Esperaba que hoy me preparases la cena.
–No he podido. Acabo de llegar.
–¿Ah sí? ¿De dónde?
–Reuniones con mis contactos.
–¿Te ha servido de algo?
–Lamentablemente, no.
–O sea que sigues sin trabajo. Por lo menos podías haber limpiado todo esto un poco.
–No tuve tiempo. ¿No dicen que buscar trabajo es un trabajo en sí mismo? Pues eso he hecho.
El Don Juan se sentó también a la mesa y observó como su compañera comía. Era gracioso ver una rubia deglutir con tanta ansia. Siempre pensó que las mujeres guapas comían poco y no cagaban. Era mentira.
–Tienes suerte –dijo ella.
–¿Por?
–Tienes suerte dos veces. Una, porque trabajo todo el día y me es imposible tenerte localizado.
–¿Acaso desconfías de mí?
–Soy una mujer. Por supuesto.
–¿Y la segunda?
–¿La segunda qué?
–¿No tenía suerte dos veces?
–Ah, sí. Pues que ha sido un día agotador y no tengo ganas de discutir, así que me termino esto y me voy a la cama.
–¿Puedo acompañarte?
–Más te vale.
Así fue. La rubia cenó, se desmaquilló en dos minutos y ni siquiera se puso el pijama. Sólo la ropa interior. Ambos se encamaron, no sin antes cerrar las persianas y apagar las luces. Todo bien oscuro, como le gustaba a ella.
La rubia se puso de espaldas y él la abrazó por detrás. Fue fácil acariciarla y que se pusiese tierna. En esa misma posición le bajó las bragas y empezó la marcha. No hicieron el amor. Jodieron. Sí, el Don Juan la estaba jodiendo doblemente, porque aparte de todo ella pagaba el piso y los recibos.
Terminaron y la rubia se durmió enseguida. El Don Juan tardó un poco más y pudo pensar: «¿querías caldo?, pues toma tres tazas». Recordó cuando, hacía años, el sexo femenino era una cosa totalmente ajena a él. Y de pronto todo cambió, sospecha que por una especie de pacto con el diablo, aunque no fue consciente del encuentro. Pensó también en que quizá se estaba pasando. Ya se sabe, quien mucho abarca…
Pero justo antes de dormirse se dio cuenta de que deseaba una cosa. Deseaba un polvo salvaje. Y para eso sólo tenía que cerrar los ojos y esperar. Pronto empezaría un nuevo día.

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