28 ene 2012

El misterioso caso del pedo bajo la sábana (1 de 3)

PRIMERA PARTE

–¿Lo ve, Sr. Flátez? –preguntó el detective Metano– Le dije que estábamos ante un caso de lo más peliagudo.
–Desde luego, Sr. Metano.
–Tenemos seis sospechosos –el detective se dirigió a los asistentes mientras sujetaba su pipa con sumo interés, como si se le fuera a caer de cualquier otra manera–. Sí, señores, son todos sospechosos y nadie se moverá de este salón hasta descubrir el culpable, ¿me oyen? Sra. Empompa, por última vez, ¿puede relatarme los hechos? Sea breve, por favor.
–Por supuesto, Sr. Metano. Aquella noche la bacanal transcurría de lo más rutinaria. Yo, como dueña de la casa, solicité ocupar el centro de lecho. Así que allí estaba. Bueno, yo y mi pareja en ese momento, claro –miró al Sr. Sodomo–. A la izquierda nos acompañaban los dos señores de ese sofá…
–¿Que se llamaban…? –interrumpió el detective.
–Sr. Remolón y Sra. Jíbara –prosiguió la Sra. Empompa, que aprovechó el segundo de interrupción para ajustarse el corsé–. Y a la derecha ellos, el Sr. Catabajos y la Sra. Feláez.
–Bien, y se hallaban todos bajo la sábana en el momento de los hechos.
–Todos, señor –la Sra. Empompa acariciaba su perrito, que permanecía inmóvil entre sus piernas–. He dispuesto unas sábanas amplias para estas ocasiones.
–Entonces estaban a lo suyo y… 
–Sí, estábamos a lo nuestro cuando nos detuvimos al unísono. Fue un sonido sordo, muy grave, como cuando un gran trasatlántico hace tocar su bocina. Y se prolongó durante segundos, mientras nos mirábamos. Fue muy extraño, como si viniese de todas partes a la vez.
–¿Lo ve, Sr. Flátez? De todas partes a la vez. Que me aspen si alguna vez había dado con un pedo de tal calibre.
–Digno de anotar, Sr. Metano.
–¿Y a qué espera? ¡Tome nota!
–Enseguida, señor.
–Siga, por favor, señora Empompa.
–El problema vino después, detective. ¡Un olor! También venía de todas partes. Indescriptible, de verdad. Se me revuelven las tripas sólo de recordarlo.
–¿Y qué hicieron?
–Al principio nos tapamos la nariz, mirándonos unos a otros, tratando de identificar al culpable. Pero el olor seguía en el ambiente, ¡ya lo creo que seguía allí! Igual de pestilente que el primer segundo. Aguantamos un poco más sin respirar, pero fue inútil. En cuanto respirábamos aire normal nos entraba toda aquella pestilencia. Nos vimos obligados a dar por finalizada la bacanal.
–Entiendo…
–Figúrese. Los miembros de los aquí presentes dijeron basta y se vinieron abajo. Además no desaparecía el olor y seguía sin aparecer el culpable. Vinimos al salón, aquí mismo, y nos vestimos. Todos se fueron y yo no pude entrar en mi cuarto hasta bien avanzada la madrugada.
–Y claro, quieren identificar al culpable para…
–¡Para que no vuelva a participar en nuestras reuniones! Quien quiera que haya sido –la Sra. Empompa miró a todos los demás–, ¡que se olvide de estas reuniones!
–¿Ha tomado nota, Sr. Flátez?
–Con pedos y señales, Sr. Metano. Digo… con pelos y señales. Discúlpenme.
–Bien, les haré unas preguntas, señores. Señor… –miró al compañero de la Sra. Empompa.
–Sodomo, yo Sr. Sodomo.
–Sr. Sodomo, ¿eh? –el detective se levantó, presa de la tensión.
–No habla muy bien nuestro idioma –aclaró la Sra. Empompa, retocándose su abundante pelo y acariciando insistentemente a su perrito–. Es un salvaje, ¿comprende? Mírelo, ese torso, esa melena, no son de nuestra civilización.
–Comprendo, comprendo… Sr. Sodomo, ¿puede decirme que hacía exactamente en el momento de los hechos?
–Sr. Sodomo contestar. Yo estar con señora corsé. Sra. Empompa.
–Bien, ¿y qué hacían, Sr. Sodomo?
–Sra. Empompa y yo estar tumbados. Estar de lado. Yo estar detrás de ella. Yo utilizar mi bunga-bunga debajo espalda Sra. Empompa.
–¿Es eso cierto, señora?
–De cabo a rabo. O sea, sí, es cierto.
–Y cuando el Sr. Sodomo dice «debajo espalda» se refiere a…
–Al ano, Sr. detective, al ano.
–Gracias. Apunte, Flátez. Sra.… Feláez, ¿no?
–Sí, señor.
–Adelante, ¿qué hacían ustedes?
–Al Sr. Catabajos y a mí nos gusta mucho eso de los preámbulos, ¿de acuerdo? Y todavía seguíamos en ello cuando ocurrió, ya sabe…
–¿Qué hacían exactamente?
–Yo estaba debajo –habló el Sr. Catabajos, con sus aires de magnate–, degustando el tesoro de esta belleza rubia. Es que nada sabe tan bien como eso, ¿no le parece? Pues allí estaba, sujetando su trasero con mis brazos, lamiendo lo más rápido que podía.
–¿Y ella?
–Yo hacía algo parecido, señor –dijo la Sra. Feláez, sonrojada–. Estaba disfrutando del instrumento de mi acompañante. Y disfrutando de lo que venía de atrás, claro. Hasta que…
–Sí, ya, ya, el pedo.
–Nos quedan ustedes. Sr. Remolón.
–Sí. Yo en realidad no hacía mucha cosa.
–Ya lo creo –interrumpió la Sra. Jíbara–, todo lo hacía yo.
–Como le decía, yo no hacía demasiado. Estaba recostado, boca arriba.
–Y con los brazos tras la cabeza, ¡di eso! –interpuso de nuevo la Sra. Jíbara, enfurecida entre su melena amazónica– ¡Como si estuviese durmiendo la siesta, detective!
–Sí, es que me gusta relajarme, ¿sabe? Cuando hago esas cosas prefiero la tranquilidad, ir despacio… Por eso me complemento con la Sra. Jíbara. Tenía que haberla visto aquella noche, allí arriba, parecía la Mujer Araña en aquella postura. Hace mucha fuerza con las piernas cuando se agacha así, ¿sabe?
–No son necesarios los detalles, Sr. Remolón. Sra. Jíbara, ¿lo corrobora?
–En efecto. Yo hacía el trabajo. Se preguntará por qué me ha atraído este Poca Cosa. ¿No? Se lo diré igualmente: tiene el miembro más grande que he visto en mi vida. Así de sencillo.
–Comprendo.
–Sí, todas te comprendemos –habló la Sra. Empompa mirando cómplicemente a la Sra. Feláez.
–Bien, bien, bien –siguió el detective–. Flátez, lleve mi gabardina al recibidor. ¡Tome!
[...]

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