13 sept 2012

La lurpia

Bodorrio de la amiga de una amiga. Iglesia, sí quiero, viajecito en bus, pinchos y vino: empieza la función. Vestido de las rebajas color verde billete de mil pesetas. Patorras al aire y, en el escote, raja que te crió hasta bien terminado el esternón. Setenta y cinco euros de peinado y maquillaje que no disimula su cara de mala hostia. Su cara medio ajada de tanta amargura. Su cara de mírame y no me toques. De bien sé yo lo que me hago. De zorrita, o eso dicen algunos, y sobre todo algunas.
Sandra, se llama. Pero muchas la apodan lurpia.
El grupito bebe a coro. Jiji, jaja, qué guapa estás, qué bien sabe esto. Roberto, la rémora que lleva por novio desde hace siete años, departe con los amigotes con los que puta gracia le hace a Sandra compartir mesa. Pero ahí están, existiendo. Igual que existe ella. Pero ella se hará notar: para algo ha de servir su fama de roba-novios, pone-cuernos, rompe-matrimonios y folla-lavabos. Cuando el río suena… ¿Qué coño se pensaba Roberto? Quizá que le reiría sus gilipolleces sin más otros siete años. O que le gustaba vivir en la indiferencia, en la falta de pasión. ¡Si hasta llegó a desear una violenta discusión por aquello de saberse viva! O que seguiría soportando los tonteos, las miradas, las palabras, los mensajitos y los correos electrónicos a escondidas con sabe dios quién. Y luego la lurpia es ella…
Hay un chico un poco más joven. Desde luego, bastante más joven que Roberto. No está mal. Cara de buena gente. Hombros anchos. Buen porte. Suficiente. La ha mirado en más de una ocasión. Magnífico. Está con una chica, muy mona ella, sencilla, guapa, tímida: un maravilloso futuro por delante sin complicaciones previsibles… si nada, claro, se interpone en su camino.
Sandra da un buen sorbo al vino blanco. Está ya medio entonada. El alcohol es un atajo hacia la labia y la desvergüenza. Enseguida desaparece en cuerpo y alma de la estúpida conversación del grupo. Lanza un par de miradas. Tardan en ser correspondidas pero cuando lo hacen vienen acompañadas de una sonrisa. Hay un acercamiento. ¿Nos conocemos?, pregunta él. No, hasta hoy. Sigue la cosa sin más, pero sabe Sandra que en él se ha quedado grabada la cara de morbo que le ha brindado.
No pasa nada hasta el convite, cuando las miradas vuelven a encontrarse. Lástima de no sentarse en la misma mesa; así podría parecer casual el inicio de la conversación. Roberto no se entera de nada. Ni siquiera está a su lado, se ha puesto enfrente con los demás machos. La novia del chico le dice algo al oído. Ella es amiga directísima de la novia y seguramente le habrá comentado de qué pie cojeaba Sandra. Le estará advirtiendo del peligro y de que no le gustaba nadita esas miradas que mal había disimulado. La cosa marcha bien.
Imagina Sandra un encuentro fugaz en el cuarto de baño. El chico tenía brazos fuertes. Fácilmente la levantaría en volandas y la empotraría contra la pared del inodoro, presionándola y haciéndola extasiar mientras otras estúpidas mean o se cambian el tampón al otro lado de la pared, preguntándose, escandalizadas y muertas de envidia, quién demonios es la culpable de tal desenfreno.
Llega el baile y la barra libre. Al chaval se le empiezan a notar los coloretes. Sandra ya los traía de la cena. Sus amigas le preguntan dónde tiene la cabeza. En ningún sitio, responde. Roberto empieza a hacer el imbécil, como siempre que se toma dos copas. Desaparece sin dar explicación alguna con uno de sus colegas solteros. Seguramente mearán y hablarán de las tías buenas que hay alrededor, y de la putada que es para Roberto que su Sandrita ande pululando por allí. Pero ¿para qué perder el tiempo con ése? El hombre de verdad está en la barra. Buen momento, sin duda. Sandra se acerca y pide un vodka. Cruce de miradas y sonrisas, por supuesto. Al final sí nos conoceremos, dice él. Eso parece. Yo, Jorge. Yo, Sandra. Dos besos. Intercambio de hormonas. Pequeña conversación intrascendente, por lo menos de palabra, hasta que aparece la novia del chico para robárselo. Pero más importa lo que no se dijeron. Los ojos clavados en los del otro. Las miradas fugaces a piernas y escote. Los labios mordidos de Sandra. El deseo en los ojos de Jorge. Estaba en el bote.
La noche pasa y sólo trae consigo más deseo y más borrachera. Hace rato que su grupito se ha convertido en una farsa donde la felicidad disfraza de sonrisas falsas, bailes estúpidos y comentarios insubstanciales la verdadera agonía de los cuerpos que hay debajo. Pero eso no se le escapa a Sandra, y cuando Roberto, seguramente porque no encuentra nada mejor que hacer o porque cree que así la tiene ya contenta, se le acerca a reclamarle un beso o un baile, ella sabe interpretar su papel de mujer complacida y sonríe, dejando siempre un aire melancólico que incluso Roberto, que no tiene dos dedos de frente, sabe captar. Es cuestión de decir «nada» cuando le preguntan qué te pasa. En su día la compraron por insulsa; la chica que no te causará mayor problema que una discusión tonta que se arregla con dos palabras bonitas, que no te romperá la cabeza con cosas típicas de su género y que será feliz si puede pintarse las uñas y leer la Cuore cuando se le antoje.
Vive Sandra cómoda tras esa imagen; demasiados pensamientos, demasiados sueños le rondan por la cabeza como para compartirlos con un mundo exterior del que tan poquitas cosas son rescatables. El riesgo es la proximidad real a su mundo interior, y cuando ve al chico ve la oportunidad de dar el salto, de hacer real lo que de verdad es y gritarle a todo el mundo «que os den por culo, hijos de puta». Y ahora, con unas copas de más, siente que el riesgo le pone tanto como el hecho mismo de llevarse a Jorge al baño, a cualquier habitación escondida, a cualquier esquina fuera, y demostrarle a él a todos quién es la verdadera lurpia.
Solo que la agarran de los talones en su ascenso al cielo… Roberto está tan borracho que quiere irse a dormir, mientras Jorge parece que tiene fiesta para rato aunque la novia tampoco está muy por la labor. No tiene excusas Sandra para querer quedarse; a leguas se nota que no es la noche de su vida y cualquiera diría que se lo ponían en bandeja invitándola a largarse de allí. Qué equivocados estaban…
Así que se despide de su grupito de farsantes, prolongando la despedida todo lo que puede como esperando el milagro. Pero Roberto tira de ella literalmente; se cae de borracho, y se van los dos sin que Sandra pueda siquiera localizar a Jorge para lanzar, y quién sabe si captar, un último mensaje.
En la habitación del hotel, resulta que a Roberto la borrachera se le disipa un poco y tiene fuerzas para reclamar el cuerpo de Sandra. Ella acepta por no discutir. Se abre de piernas, finge placer y aprieta músculos para que la cosa termine aún antes de lo habitual. Satisfecho el hombre, tarda dos minutos en estar roncando espantosamente tras su deforme espalda. Pero los ronquidos no molestan a Sandra. No, porque en sus planes no aparece la palabra dormir. Con las luces apagadas se imagina a Jorge con su chica en la habitación contigua, y cómo, igual que ella, desea salir de la habitación para que se produzca el deseado encuentro.
Es hora de dar un pequeño salto y por eso, sin hacer ruido, sale al descansillo. Allí su imaginación vuela, convencida de que el milagro se producirá. Porque se lo merece. Porque ya está bien de tanta mierda. Ya está bien de tanto aguantar. Ya está bien de tanta farsa. Se escuchan unos pasos y alguien que parece querer salir de una habitación. Sandra cierra los ojos. Si es quien tiene que ser, sabrá lo que ha de hacer en cuanto se la encuentre allí de espaldas, con su pijama corto, descalza, y luciendo todavía peinado y maquillaje de setenta y cinco euros.

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