—Navidad –dijo Martin, incapaz de separar la
vista de la aurora boreal que centelleaba al otro lado del parabrisas–. Al
pequeño Martin le gustaría.
El pequeño Martin era su hijo de siete años y
sí, le hubiera gustado pasar la navidad en aquel camión, acompañando a su padre
mientras las cuarenta y dos toneladas de generador nuevo para la última
prospección petrolífera de la Ice Oil
Ltd. resquebrajaban la fina capa de hielo que hacía de autopista.
A diez mil quilómetros de casa.
Pronto las luces verdes del cielo se
desvanecieron entre las nubes. La espesura invadió al aire y redujo a escasos
metros la visibilidad del horizonte de nieve negra a tal hora.
—Van a ser ciertas las predicciones –dijo,
reduciendo lentamente la velocidad del viejo Volvo al que su hijo había apodado
cariñosamente Ice Joquey–. No hace
noche como para que Santa Claus salga a faenar.
Habían estimado los meteorólogos en un
cincuenta y cinco por ciento las probabilidades de que una violenta ventisca se
formara al caer la noche. Martin y los demás conductores habían votado no salir
a conducir, pero la Ice Oil calculaba
en medio millón de los grandes las pérdidas si no conseguían reanudar la
producción en unos días. Bien merecía tal suma poner en riesgo alguna que otra
vida.
Enseguida Martin detuvo el camión en el
«arcén». Mantuvo las luces encendidas y, desde luego, no apagó el motor. Se
tapó con varias mantas y se echó a dormir, rezando antes para que los treinta
bajo cero no penetrasen en sus huesos, ni la nieve sepultase el camión, ni el
hielo a sus pies se rompiese y cayera al Ártico. ¿Qué mejores regalos de
navidad podía esperar?
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