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Se
cumplían siete meses en el búnker. Recuerdo el mediodía del 15 de marzo del año
pasado, cuando veía con mis padres la televisión y escuchamos la noticia: un
asteroide se dirigía directamente a la tierra e impactaría seis meses después,
el 13 de septiembre, coincidiendo con mi vigesimosexto cumpleaños. Lo
bautizaron como 2040 EB y escondía tras su frío nombre un fatal destino para la
humanidad. Destrucción, caos, muerte… ¿para qué recrearme en palabras
similares?
No
existían misiones milagrosas ni heroicidades de película. No al menos a tiempo
de evitar el impacto. Ni proyectiles cargados de bombas de hidrógeno, ni
choques para desviar su trayectoria. Nada.
Los
esfuerzos de todas las naciones se centraron en la construcción de búnkeres. Se
hablaba de algo más de seis mil a lo largo del planeta, al menos oficialmente.
Las grandes fortunas contaban con sus propios refugios, para ellos y sus invitados. En España había 27, con una
capacidad total para 300.000 personas, el 0,05% de la población: uno de cada
dos mil habitantes, en principio, tenía garantizada la salvación.
El
gobierno publicó un decreto que relacionaba las personas consideradas de imperiosa necesidad para cuando el planeta volviera a ser habitable y para
mantener la convivencia: científicos, artistas, médicos, y por supuesto, ellos
mismos. El resto de plazas se sorteó entre las familias, con un máximo de seis
miembros cada una, quedando exceptuados del sorteo los voluntarios –que,
curiosamente, superaron el millón tras conocerse los pormenores de la vida en
el búnker-, reos, estériles y, aunque suene duro, ancianos. Lamentablemente,
era cuestión de elegir y, como rezaba el decreto en su exposición de motivos,
no todos tenían cabida en el nuevo
paisaje.
Así
que se celebró el sorteo, en medio de fuertes revueltas y constantes sospechas
de manipulación, y el día siguiente se publicó en todos los medios la lista
oficial, suplentes incluidos. El nombre de mi padre apareció entre los últimos
de la lista, y a él le acompañábamos mi madre y yo como únicos censados permitidos
por parte de padre en nuestra unidad familiar. Estábamos elegidos, pero no
acudiríamos al mismo departamento: existían módulos para adultos con hijos
mayores de edad, supuestamente adaptados a sus necesidades, además de otros
para políticos, médicos, políticos, jóvenes, estudiantes, etc. Nunca se
ofrecieron demasiadas explicaciones de la división, pero los psicólogos
aseguraban que era necesario separar para
convivir.
Cinco
días antes del impacto estábamos en una inmensa cola de gente que terminaba en
el complejo Noroeste-2, donde dos búnkeres recogían gente de Coruña y
alrededores. Accedimos a la explanada y me despedí de mis padres. Yo debía
dirigirme al módulo 3 y ellos, al 7. Ambos se comunicaban por medio de largos
pasillos, pero sólo podríamos vernos de vez en cuando y con autorización del
delegado de seguridad. Tras una última mirada al planeta, descendí las
escaleras que me conducían cincuenta metros bajo tierra.
Viví
unas primeras horas de difícil adaptación, hasta que llegó el 13 de septiembre.
Decenas de cámaras grababan el Kalahari, donde 2040 EB tocaría tierra, y muchas
otras, tanto a ras de suelo como en edificios y en suspensión aérea, recogían
imágenes de infinidad de lugares para ser testigos de la destrucción. Un grito
de pánico se escuchó cuando la bola de fuego apareció por primera vez surcando
el cielo azul africano. Pero fueron pocos segundos. Enseguida se produjo el
impacto, la gran explosión y el temblor estremecedor. Los gritos tornaron en un
silencio inquietante, mientras seguíamos atentos en las pantallas la evolución
de la onda expansiva. Se veían muertos, edificios y puentes calcinándose y
despedazándose. No quiero incidir en eso…
Luego
empezó el terremoto. Los geólogos habían advertido de la gran probabilidad de
que se produjese un temblor. Mantuvimos la calma como se nos había ordenado, y
durante los dos minutos en que pensábamos que el módulo se nos vendría encima existió
cierta sensación de paz, como si de alguna manera nuestro destino estuviera
escrito y poco mejor pudiéramos hacer que permanecer así, en silencio.
Horas
después se instauró la calma definitivamente, hasta que tuvimos entre manos el
noticiero de urgencia: el techo del módulo 7 no había soportado el temblor y se
había derrumbado, sepultando a todos sus ocupantes. Doscientos dieciséis
cadáveres. Sobra decir quiénes estaban entre ellos.
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