21 dic 2012

En un nuevo paisaje (2/3)

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Se cumplían siete meses en el búnker. Recuerdo el mediodía del 15 de marzo del año pasado, cuando veía con mis padres la televisión y escuchamos la noticia: un asteroide se dirigía directamente a la tierra e impactaría seis meses después, el 13 de septiembre, coincidiendo con mi vigesimosexto cumpleaños. Lo bautizaron como 2040 EB y escondía tras su frío nombre un fatal destino para la humanidad. Destrucción, caos, muerte… ¿para qué recrearme en palabras similares?
No existían misiones milagrosas ni heroicidades de película. No al menos a tiempo de evitar el impacto. Ni proyectiles cargados de bombas de hidrógeno, ni choques para desviar su trayectoria. Nada.
Los esfuerzos de todas las naciones se centraron en la construcción de búnkeres. Se hablaba de algo más de seis mil a lo largo del planeta, al menos oficialmente. Las grandes fortunas contaban con sus propios refugios, para ellos y sus invitados. En España había 27, con una capacidad total para 300.000 personas, el 0,05% de la población: uno de cada dos mil habitantes, en principio, tenía garantizada la salvación.
El gobierno publicó un decreto que relacionaba las personas consideradas de imperiosa necesidad para cuando el planeta volviera a ser habitable y para mantener la convivencia: científicos, artistas, médicos, y por supuesto, ellos mismos. El resto de plazas se sorteó entre las familias, con un máximo de seis miembros cada una, quedando exceptuados del sorteo los voluntarios –que, curiosamente, superaron el millón tras conocerse los pormenores de la vida en el búnker-, reos, estériles y, aunque suene duro, ancianos. Lamentablemente, era cuestión de elegir y, como rezaba el decreto en su exposición de motivos, no todos tenían cabida en el nuevo paisaje.
Así que se celebró el sorteo, en medio de fuertes revueltas y constantes sospechas de manipulación, y el día siguiente se publicó en todos los medios la lista oficial, suplentes incluidos. El nombre de mi padre apareció entre los últimos de la lista, y a él le acompañábamos mi madre y yo como únicos censados permitidos por parte de padre en nuestra unidad familiar. Estábamos elegidos, pero no acudiríamos al mismo departamento: existían módulos para adultos con hijos mayores de edad, supuestamente adaptados a sus necesidades, además de otros para políticos, médicos, políticos, jóvenes, estudiantes, etc. Nunca se ofrecieron demasiadas explicaciones de la división, pero los psicólogos aseguraban que era necesario separar para convivir.
Cinco días antes del impacto estábamos en una inmensa cola de gente que terminaba en el complejo Noroeste-2, donde dos búnkeres recogían gente de Coruña y alrededores. Accedimos a la explanada y me despedí de mis padres. Yo debía dirigirme al módulo 3 y ellos, al 7. Ambos se comunicaban por medio de largos pasillos, pero sólo podríamos vernos de vez en cuando y con autorización del delegado de seguridad. Tras una última mirada al planeta, descendí las escaleras que me conducían cincuenta metros bajo tierra.
Viví unas primeras horas de difícil adaptación, hasta que llegó el 13 de septiembre. Decenas de cámaras grababan el Kalahari, donde 2040 EB tocaría tierra, y muchas otras, tanto a ras de suelo como en edificios y en suspensión aérea, recogían imágenes de infinidad de lugares para ser testigos de la destrucción. Un grito de pánico se escuchó cuando la bola de fuego apareció por primera vez surcando el cielo azul africano. Pero fueron pocos segundos. Enseguida se produjo el impacto, la gran explosión y el temblor estremecedor. Los gritos tornaron en un silencio inquietante, mientras seguíamos atentos en las pantallas la evolución de la onda expansiva. Se veían muertos, edificios y puentes calcinándose y despedazándose. No quiero incidir en eso…
Luego empezó el terremoto. Los geólogos habían advertido de la gran probabilidad de que se produjese un temblor. Mantuvimos la calma como se nos había ordenado, y durante los dos minutos en que pensábamos que el módulo se nos vendría encima existió cierta sensación de paz, como si de alguna manera nuestro destino estuviera escrito y poco mejor pudiéramos hacer que permanecer así, en silencio.
Horas después se instauró la calma definitivamente, hasta que tuvimos entre manos el noticiero de urgencia: el techo del módulo 7 no había soportado el temblor y se había derrumbado, sepultando a todos sus ocupantes. Doscientos dieciséis cadáveres. Sobra decir quiénes estaban entre ellos.
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