5 dic 2012

En un nuevo paisaje (1/3)

Ya no me gustaba tanto mi esquina. Seguía pensando que era uno de los mejores rincones del bunker, con cierto espacio para moverme, cortinas que me separaban de las demás camas, y sin molestos niños ni nadie que roncase en unas cuantas camas alrededor. Pero llegado un punto me aburrió. Me aburrió mucho, muchísimo, y uno de los pocos consuelos que encontraba era caminar por las estancias para asegurarme de que podía estar bastante peor.
Había una gran ventana –en realidad un aparato proyectaba una imagen permanente con tal forma– tras la que se veían hermosas escenas de la vida en La Tierra: el océano embravecido, el Kilimanjaro, una leona amamantado a sus crías, el Gran Cañón, las Galápagos, una pareja de ancianos trabajando su huerto… una enorme variedad, pero finalmente las imágenes se repitieron, provocando el desánimo general.
A mí no me preocupaba. Mi principal entretenimiento era un puzle del Sistema Solar de 50.000 piezas. Cada mañana, tras abandonar el compartimento del comedor donde nos servían un desayuno bastante decente, y finalizada la sesión obligatoria de deporte –yo me tiraba hora y pico corriendo y otro tanto en el saco de boxear-, me encerraba entre mis cortinas, acorralando la mesa común a las cuatro o cinco camas de alrededor y a cuyos legítimos ocupantes había convencido de que era imperioso que me cedieran el monopolio de la mesa, y reunía poco a poco las piezas de los planetas, el cinturón de asteroides, las lunas jovianas y el vasto vacío interplanetario. Me quedaba trabajo para rato.
También había hora para acudir al psicólogo –obligatorio una vez por semana–, y cada tres o cuatro días pasaba el carro de los libros, del que la mayoría nos surtíamos.
Fue precisamente tras devolver  “El nombre de la rosa”, de Umberto Eco, y después de comprobar que ninguno de los libros del carro me interesaba, cuando al regresar a mi módulo me tropecé con Lis, una ex novia. Estaba triste, cabizbaja. Al verme puso cara de haberse sorprendido aún más que yo por el encuentro:
—Alex…
—Hola.
—Creí que… bueno, ya sabes.
—Yo igual.
—Dios… –dos lágrimas emergieron bajo sus pestañas como si de golpe hubiesen encontrado la ansiada ocasión para ser libres–. Juraría que te habías quedado arriba, con todos. ¡No conocía a nadie cuando llegué aquí!
—Ni yo, Lis. Hice algún amigo aquí, pero de los de antes, nadie.
—¿Tus padres? Juraría que los vi bajar poco antes que yo. Estaban en otra cola.
—Sí, los metieron en uno de los módulos sólo para adultos…
—¿No sería el módulo 7?
—Sí, el módulo 7.
—Lo siento, Alex. Lo siento mucho.
—Gracias. Por lo menos no tuve que vivir el trago de saber que me iba a separar de ellos.
—Ya, pero…
—Eh, eh, eh… –lloró con más fuerza y yo no se lo permitiría– No vamos a hablar de cosas tristes, ¿no?
—No, claro.
Sonó la sirena de alerta de seísmos. Todo el mundo debía regresar a su cama y permanecer allí sentado hasta que la sirena dejase de sonar. La gente empezó a correr a nuestro alrededor y Lis y yo nos separamos a base de codazos y empujones.
—Oye –le dije–. ¿Mañana a la misma hora?
—¡Claro! Aquí a la misma hora.
—Cuídate, Lis.  
—Y tú, Alex.
Llegué a mi cama pero ni la sirena dejaba de sonar ni el suelo empezaba a temblar. Se escuchaban gritos de pánico y de injurias contra los delegados y contra el compartimento de los científicos, donde trabajaban los geólogos.
No se nos permitía abandonar de noche nuestros módulos, al menos sin autorización del delegado de seguridad, y jamás me la concedería durante una alarma. Tras el ligero temblor apenas perceptible, ya era tarde como para arriesgarse a una escapada en búsqueda del módulo de Lis.
Desde luego, tenía algo en que pensar durante las largas horas de sueño. Sin embargo, cuando me entregué a la inconsciencia, sorprendentemente no fue el recuerdo de su piel, su olor o su voz lo que elaboró mi imaginación.
[...]

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