13 dic 2012

Redacción: "Mi último viaje"

Me gustaban las redacciones, y más tras haberme seleccionado la tutora de mi instituto (o de mi colegio, ya no me acuerdo), como representante de la clase en un concurso a nivel provincial en el que, por otro lado, no obtuve reconocimiento alguno por mi redacción in situ sobre un tema que sí recuerdo: “Saber oír, saber contarlo”.
Digo esto porque este fin de semana (no gracias al puente: en mi caso tan bueno o malo fue este fin de semana como lo hubiera sido el anterior o el siguiente), he viajado a Madrid. Mi novia y yo, un chico de provincias, metidos en un bus durante siete horas y media para abandonar mi verde, atlántica y lluviosa tierra por la contaminada, mesetaria y seca capital. La de los seis millones. La de Esperanza, Ignacio, Alberto, Ana y compañía. Y me imaginaba a mí mismo hace años debiendo escribir una redacción sobre mi último viaje, y he analizado si cambiaría el resultado si hoy en día me ordenasen el mismo trabajo.
Entonces hubiera abierto mi libreta “PROGRESO” llena de esquemas de redacciones y, en una nueva hoja cuadriculada, con una caligrafía no muy buena, escribiría primero varios guiones con ideas que se me fueran ocurriendo sobre la marcha, luego las ordenaría mediante un número y acto seguido desarrollaría en varias líneas un borrador de cada una de ellas. Para la redacción definitiva cogería otra libreta, la del curso, o los folios si había que entregarla, poniendo debajo una plantilla de líneas para que me saliesen rectas, y escribiría procurando una mejor caligrafía y que los párrafos, más o menos, contuviesen un número similar de líneas cada uno.
Supongo que seguiría más o menos un orden cronológico-incidental: primero el porqué del viaje, cuándo me fui y cuándo vine, qué tal el bus y el hotel, con quienes estuvimos, qué vimos, qué tal me lo pasé y, por último, una especie de resumen o conclusiones sin mojarme demasiado porque lo que importaba era la forma, sobre todo, y no tanto el fondo o los pensamientos profundos que por aquel entonces posiblemente mermarían la calidad de mi redacción. O quizá, simplemente, porque no poseía pensamientos profundos.
¿Y hoy? Pues hoy es distinto, o eso creo. O quizá no tanto. Cambia la forma, o más bien el formato, porque he sustituido la libreta de esquemas por otro documento de Word con unos cuantos guiones llenos de frases sueltas sobre el contenido, o sea: esto. Ya no me paro tanto en el orden y en serle fiel a la cronología de los acontecimientos. Debo buscar algo más, otra cosa, no quiero que sea un diario de viaje. He de darles a mis lectores (toma eso…) algo mío.
¿Y qué es ese algo mío? Pues no lo tengo muy claro, la verdad, pero probaré… Ah, sí, primero, que he conseguido hacer de vientre, y bien, a pesar de lo mucho que me cuesta desalojar cuando estoy fuera de casa; así que ese fue sin duda un momento feliz. Segundo, que creo que a día de hoy es imposible hacer un viaje tranquilo en un medio como el autobús. No porque sea incómodo o imposible dormir (al menos para mí), sino porque existen dos opciones que te joderán el sueño cuando parece que estás a punto de conciliarlo: uno, el sonidito de un teléfono móvil al que le mandan un puto whatsapp, y dos, la típica conversación por todo lo alto de dos o más tipos o tipas sobre asuntos, por supuesto, de lo más insignificante. Tampoco entiendo muy bien qué diferencia hay entre un hotel para ejecutivos (como el que estuvimos, con mala almohada, calor y mampara ridícula en la bañera) y uno normal. Quizá eran los dieciséis euros por cabeza y día que nos hubiera costado el desayuno si llegásemos a cogerlo. Parezco un viejo cascarrabias, ¿verdad? Pues es lo que hay.
En cuanto a la ciudad, resulta que te la puedes recorrer entera en no muchos minutos. Eso sí, sin ver nada porque vas unos metros bajo tierra. No tengo opinión al respeto. El metro, simplemente, cumple su función. Más cosas. Era curioso verme andar por la calle. La novia en una mano y la otra sobre el bolsillo, y el bolso de ella en medio de ambos. Al parecer los carteristas catan enseguida los turistas y debíamos estar precavidos. Total, que te tiene en tensión un paseo por Sol o Fuencarral. Por cierto, que el primer día al poco de empezar a andar vimos una pelea en la calle de las putas (no recuerdo su nombre; el de la calle, no el de las putas), pero bien podía tratarse de una maniobra de los cacos para atraer a la víctima y ¡zas en toda la boca!
La ciudad en sí… bueno, no me pareció agobiante. Me explico. Es grande, hay mucha gente y tal y cual, pero no me produce esa sensación de venírseme encima como dicen te puede suceder rodeado de rascacielos. No sé… quizá si viviese allí pensaría otra cosa. Lo mejor, sin duda, la Casa del Libro. Pónmela en La Coruña y todavía me muevo menos de aquí. Si alguien quiere hacerme un regalo chachi, que sea un tique regalo por valor de, yo qué sé… 1000 o 2000 euros. O barra libre, ¡qué coño! Bien también el mercado de San Miguel. Y el Palacio Real, con foto junto a un caballo incluida. Ah, y el Madrid de los Austrias; chulo. Mal en cambio el Retiro, muy oscuro al anochecer, peligroso. Bueno, mal la iluminación en general, ¿dónde estaban las farolas de Madrid? Mal también los precios, eso por supuesto. Sobre el resto de edificios/parques/calles vistos o paseados no tengo gran cosa que decir, sinceramente. Ahí están para quien quiera opinar.
Qué más: el frío se aguanta. No se te mete en los huesos como aquí. Aunque tampoco estuvimos bajo cero, hay que decirlo. Otro detalle: no hay mar, pero supongo que se puede vivir sin él. Y bueno, en general, me impresiona más la grandeza natural que la urbana. Menuda ocurrencia, diréis; pues decidlo si queréis. Yo ahora lo tengo un poco más claro.
Nada más. Aquí no hay conclusiones, aunque la verdad es que dudo que esto haya sido gran cosa, que me haya mojado en exceso. Quizá no haya cambiado tanto desde que era pequeño. Sigo con mis redacciones, tecleándolas en vez de escribiéndolas, y así será, dios mediante, en Coruña, en Madrid y en la Cochinchina. Hasta pronto.

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