29 dic 2012

Línea 9

La megafonía no funcionaba y, sin despegarse de su boca, Eric apartó ligeramente el pelo de Noemí y leyó, en el letrero del fondo del vagón, que faltaban sólo dos estaciones para la suya. Poco tiempo, demasiado poco, al que la pareja se aferró como si no hubiera mañana.
En efecto, no habría mañana…
Había ocurrido cinco meses antes, en Príncipe de Vergara. Noemí venía de Sol y, como siempre, corría para no perder el metro al Barrio del Pilar y tener que esperar unos valiosos minutos al siguiente. Eric se había subido en Sáinz de Baranda y no necesitaba trasbordos para salir del subterráneo en Pío XII. Maletín en mano, había sonreído ante la apurada llegada de Noemí, a la que sólo conocía de vista de tantas veces en el mismo sitio y a la misma hora. Ella correspondió con otra sonrisa y un gesto de agradecimiento cuando el hombre del maletín se hizo a un lado para dejarle un cómodo hueco entre la aglomeración.
Eric forzó varios encuentros más, atento a la hora y al vagón al que siempre se subía Noemí. Cuando por fin se decidió a hablarle, notó que estaba nervioso y, lo que era mejor, ella también lo estaba. Un deje rosado se había dibujado en la pálida cara de Noemí tan bien escudada por sus ojos oscuros y el pelo rubio tirando a moreno, unos días liso, otros ondulado, otros rizado. Todo un misterio su pelo…
Fue en esa primera conversación. El metro arrancó de la estación de Colombia y Noemí le advirtió que la suya era la siguiente. Él dijo sí y se acercó para presentarse al fin, pues entre frase y frase ni siquiera conocían su nombre. Desvelada la identidad se produjo el contacto. El primer beso fue normal, en medio de la mejilla y con un sonido seco y suave. Pero el segundo, como llevado por un impulso inevitable, se apartó de su objetivo original para acercarse hasta la comisura del labio ajeno. No cabía duda, las bocas se habían tocado. Pero no, no se separaron, siguieron así unos segundos, entre el miedo al bochorno tras el despiste, y el placer de saberse en un lugar maravilloso, en una piel deseada. Entonces simplemente deslizaron sus cuerpos hasta encontrarse frente a frente, sin despegarse, y prolongaron el beso hasta que los frenos del metro y la megafonía pusieron fin al momento.
—Besas muy bien ­–dijo Eric.
—Tú también.
—Hasta mañana.
—Hasta mañana.
Pasaron ambos una mala noche. Los nervios no desaparecieron hasta que el día siguiente se volvieron a encontrar. No hubo palabras. Noemí simplemente se subió y se acercó a Eric. Él dejó el maletín en el suelo, sujetándolo entre pierna y pierna, y apoyó sus manos en la cintura de ella, que le imitó. Se unieron en un nuevo beso del que pudieron disfrutar más tiempo, hasta que nuevamente Pío XII apareció en la pantallita del letrero.
Así transcurrieron quince extraordinarios días más. Sin palabras, sin pérdidas de tiempo, sin nada mejor que hacer que aprovechar los minutos en tan agradable acto.
Hasta que Noemí habló, el día que no funcionaba la megafonía, para decir que la cambiaban de turno y sus horarios difícilmente coincidirían de nuevo. Él afirmó, como si de alguna manera se lo esperase, y ambos se unieron en un último y apasionado beso. Eso fue todo lo que hicieron, besarse, porque algo les decía en su interior que era mejor no hablar. Era mejor no hacer nada que sólo podría estropear aquellos momentos tan felices. Ni siquiera las manos que acariciaban la cintura del otro trataron de recorrer lugares indecorosos en señal de encontrarse a gusto. No, se trataba de besarse y punto, y así lo hicieron hasta que, tal y como empezó esta historia, Eric comprobó que faltaba muy poco para Pío XII.
Sólo en el último momento se separaron, cuando el metro se había detenido y varios pasajeros se subieron y se escucharon los pitidos que indicaban que nadie debía subirse o bajarse.
—Me ha encantado ­–dijo Noemí.
—Y a mí.
Ésa fue la última vez que se vieron. Desde entonces los recuerdos de aquellos besos les acompañan en su día a día, invadiendo la tranquilidad de sus felices matrimonios, de sus vidas como “señor de…” y “señora de…”, conscientes de su inconsciencia, haciéndose preguntas constantes, convencidos prácticamente de que se arrepentirían, bien de su infidelidad, bien de su cobardía. Seguros de que esa balanza en equilibrio con una vida resuelta de un lado y el recuerdo de algo diferente al otro se romperá en algún momento. Y lo que es peor, obligados cada día a coger la línea 9 a unas horas imposibles. Quizá sea mejor así. Sólo quizá.

2 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho Alex, un relato estupendo. Tengo la impresión de que durante esos días la vida de ambos fue mucho más luminosa y emocionante.

    Feliz 2013!!

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  2. Me ha encantado, muy directo, engancha. Sigue

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