14 may 2013

El secreto para reconocer al amor verdadero

PARTE 1: ANTECEDENTES

Era una tarde de estudio y empezaba a írseme la cabeza después de tantas horas. Para entretenerme ya no me bastaban las canastas que me marcaba con la pelota de golf entre los cables del portátil. Así que en una de esas desvié la mirada de la pantalla y cogí una cajita de cartón vacía del escritorio. Mis padres me la habían traído con un suvenir de uno de sus viajes y simplemente estaba ahí esperando a que me acordase de tirarla a la papelera.
La abrí e investigué. No había nada. Sólo un paralelepípedo de cartón rojo y barato. Pura insignificancia.
Claro que en ese momento surgió de mis intestinos una simpática bolsita de gas, merced sin duda bien a la lata de fabada Litoral (maravilloso invento de nuestro señor), bien a la mortadela de la cena de la noche anterior.
El caso… que la bolsita de gas avanzó hasta el borde del ano. Venía potente, con material. Y yo, que por costumbre no soy de guardarme los pedos, y menos cuando estoy solo y con unas ganas locas de entretenerme, pensé que lo mejor sería abrirme de piernas y aguardar el momento justo, ya sabéis, para cogerlo en su punto álgido. Tras unos segundos llegó la ocasión, y como por acto reflejo, acerqué la caja a la entrepierna y la pegué al chándal; la tapa, abierta. Hice fuerza y descargué. Fueron dos segundos o tres, no más, de sonido contundente y con el eco de las ondas rebotando contra las paredes de cartón. Me eché unas buenas risas y seguí estudiando.
Claro que, en la siguiente pausa seria, un par de horas después (antes había habido, por supuesto, más canastas, melodías con el tirador de la cortina y juegos de luces con la lamparita de mesa), observé que la caja seguía ahí, inmóvil, impasible a mi via-crucis hacia el examen final. Se me dio por cogerla, acercármela a la cara, abrirla por una esquinita y ¿qué pasó? ¡Bingo! Una fina peste invadió mis fosas nasales como si de una bomba fétida se tratase. El pedo seguía concentrado allí dentro y en cuanto tuvo ocasión ¡zas! Salió despavorido en busca de atmósfera libre.
No me lo esperaba y, la verdad, me hizo mucha gracia.  

PARTE 2: EL SECRETO PARA RECONOCER AL AMOR VERDADERO

Llegó el examen y, para variar, me salió como una patada en el culo. Pero aún así había que celebrarlo y, de noche, las copas empezaron a volcárseme en la garganta y pronto me agarré una borrachera de las que te  joden unos meses de vida.
Estaba en el pub y aparecieron las tías. Ya sabéis, un grupito de veinteañeras que, como yo, acaban de terminar sus exámenes y desean liberar tensiones. Pronto me agencié a una. Sin recordar muy bien el proceso, terminé haciéndomela y nos magreamos un rato. Luego aceptó venir a pasar la noche a mi triste piso de estudiante.
Fueron unas buenas horas. Allí, dándole a lo nuestro, apareándonos sin preocuparnos, por ejemplo, de cuán profundo era el abismo hacia el que se encaminaban nuestras vidas. Era como si la felicidad hubiera llegado a mi existencia por haber conseguido hacerme hueco en una vagina anónima.
Cuando se hizo de día la tía estaba en bolas y seguía teniendo buena pinta. Una buena caza, pensé, mientras corrí a hurtadillas a descargar parte de mi mierda en el interior del váter. Terminé y me di cuenta de que mi resaca era de las jodidas. Así que corrí de nuevo a la habitación a ver si, entre la ponzoña de la atmósfera, la visión de la tía desnuda me devolvía un mínimo de esperanzas.
Para mi sorpresa, se había despertado y estaba vestida con las bragas y el sujetador, sentada en la cama, y me saludó cuando entré. Sentí cierta vergüenza, en plan ¡dios mío, una desconocida medio en bolas está en mi cama!
Charlamos un rato y, en un descuido, va la tía y coge la caja del escritorio. Ya sabéis, la del pedo. ¿Y esto?, dijo. Nada, tengo que tirarla. Jugueteó un poco con ella, como si en cierto modo sospechase que esa caja insignificante guardara algo especial para mí. Yo me puse un poco nervioso, aunque daba por hecho que allí dentro no podía quedar nada de aquello.
Entonces va y la abre, para colmo cerca de la cara, y por su gesto fue como si una bocanada de aire a presión impactase su boca, sus ojos y su nariz. ¡Bag!, dijo, poniendo mala cara pero riéndose. Yo no podía creérmelo, ¡aún guardaba la esencia! ¿Qué tenías aquí?, preguntó; ni que te echaras un pedo dentro. Dije que esa caja solamente esperaba el momento de ser basura y que, por supuesto, nada raro había guardado jamás en ella.
Charlamos otro rato; la tía sin soltar la caja cerrada; y entonces me suelta: ¿sabes qué? Creo que me gustas; creo que vamos a tener algo especial; que no va a ser cosa de una noche. Yo le respondí con unas cuantas buenas palabras, sin darle demasiadas esperanzas tampoco, y hábilmente logré que en menos de media hora estuviese despidiéndose de mí en la puerta de casa.
Prometí llamarla pero no lo hice. Y eso que me pareció buena tía. Pero lo tenía claro: la mujer de mi vida no se enamoraría de mí tras oler uno de mis pedos.
Por eso sigo guardando la caja en un cajón de la mesilla. Será la prueba definitiva. Sólo cuando una tía la huela y sienta verdadero asco sabré que es ella. Es mi secreto, pero no se lo contéis a nadie.

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