PARTE 1:
ANTECEDENTES
Era una
tarde de estudio y empezaba a írseme la cabeza después de tantas horas. Para
entretenerme ya no me bastaban las canastas que me marcaba con la pelota de
golf entre los cables del portátil. Así que en una de esas desvié la mirada de
la pantalla y cogí una cajita de cartón vacía del escritorio. Mis padres me la
habían traído con un suvenir de uno de sus viajes y simplemente estaba ahí
esperando a que me acordase de tirarla a la papelera.
La abrí e
investigué. No había nada. Sólo un paralelepípedo de cartón rojo y barato. Pura
insignificancia.
Claro que en
ese momento surgió de mis intestinos una simpática bolsita de gas, merced sin
duda bien a la lata de fabada Litoral (maravilloso invento de nuestro señor),
bien a la mortadela de la cena de la noche anterior.
El caso… que
la bolsita de gas avanzó hasta el borde del ano. Venía potente, con material. Y
yo, que por costumbre no soy de guardarme los pedos, y menos cuando estoy solo
y con unas ganas locas de entretenerme, pensé que lo mejor sería abrirme de
piernas y aguardar el momento justo, ya sabéis, para cogerlo en su punto
álgido. Tras unos segundos llegó la ocasión, y como por acto reflejo, acerqué
la caja a la entrepierna y la pegué al chándal; la tapa, abierta. Hice fuerza y
descargué. Fueron dos segundos o tres, no más, de sonido contundente y con el
eco de las ondas rebotando contra las paredes de cartón. Me eché unas buenas
risas y seguí estudiando.
Claro que,
en la siguiente pausa seria, un par
de horas después (antes había habido, por supuesto, más canastas, melodías con
el tirador de la cortina y juegos de luces con la lamparita de mesa), observé
que la caja seguía ahí, inmóvil, impasible a mi via-crucis hacia el examen final. Se me dio por cogerla,
acercármela a la cara, abrirla por una esquinita y ¿qué pasó? ¡Bingo! Una fina
peste invadió mis fosas nasales como si de una bomba fétida se tratase. El pedo
seguía concentrado allí dentro y en cuanto tuvo ocasión ¡zas! Salió despavorido
en busca de atmósfera libre.
No me lo
esperaba y, la verdad, me hizo mucha gracia.
PARTE 2: EL
SECRETO PARA RECONOCER AL AMOR VERDADERO
Llegó el
examen y, para variar, me salió como una patada en el culo. Pero aún así había
que celebrarlo y, de noche, las copas empezaron a volcárseme en la garganta y
pronto me agarré una borrachera de las que te
joden unos meses de vida.
Estaba en el
pub y aparecieron las tías. Ya sabéis, un grupito de veinteañeras que, como yo,
acaban de terminar sus exámenes y desean liberar tensiones. Pronto me agencié a
una. Sin recordar muy bien el proceso, terminé haciéndomela y nos magreamos un
rato. Luego aceptó venir a pasar la noche a mi triste piso de estudiante.
Fueron unas
buenas horas. Allí, dándole a lo nuestro, apareándonos sin preocuparnos, por
ejemplo, de cuán profundo era el abismo hacia el que se encaminaban nuestras
vidas. Era como si la felicidad hubiera llegado a mi existencia por haber
conseguido hacerme hueco en una vagina anónima.
Cuando se
hizo de día la tía estaba en bolas y seguía teniendo buena pinta. Una buena
caza, pensé, mientras corrí a hurtadillas a descargar parte de mi mierda en el
interior del váter. Terminé y me di cuenta de que mi resaca era de las jodidas.
Así que corrí de nuevo a la habitación a ver si, entre la ponzoña de la
atmósfera, la visión de la tía desnuda me devolvía un mínimo de esperanzas.
Para mi
sorpresa, se había despertado y estaba vestida con las bragas y el sujetador,
sentada en la cama, y me saludó cuando entré. Sentí cierta vergüenza, en plan ¡dios
mío, una desconocida medio en bolas está en mi cama!
Charlamos un
rato y, en un descuido, va la tía y coge la caja del escritorio. Ya sabéis, la
del pedo. ¿Y esto?, dijo. Nada, tengo que tirarla. Jugueteó un poco con ella,
como si en cierto modo sospechase que esa caja insignificante guardara algo
especial para mí. Yo me puse un poco nervioso, aunque daba por hecho que allí
dentro no podía quedar nada de aquello.
Entonces va
y la abre, para colmo cerca de la cara, y por su gesto fue como si una bocanada
de aire a presión impactase su boca, sus ojos y su nariz. ¡Bag!, dijo, poniendo
mala cara pero riéndose. Yo no podía creérmelo, ¡aún guardaba la esencia! ¿Qué
tenías aquí?, preguntó; ni que te echaras un pedo dentro. Dije que esa caja
solamente esperaba el momento de ser basura y que, por supuesto, nada raro
había guardado jamás en ella.
Charlamos
otro rato; la tía sin soltar la caja cerrada; y entonces me suelta: ¿sabes qué?
Creo que me gustas; creo que vamos a tener algo especial; que no va a ser cosa
de una noche. Yo le respondí con unas cuantas buenas palabras, sin darle
demasiadas esperanzas tampoco, y hábilmente logré que en menos de media hora
estuviese despidiéndose de mí en la puerta de casa.
Prometí
llamarla pero no lo hice. Y eso que me pareció buena tía. Pero lo tenía claro:
la mujer de mi vida no se enamoraría de mí tras oler uno de mis pedos.
Por eso sigo
guardando la caja en un cajón de la mesilla. Será la prueba definitiva. Sólo
cuando una tía la huela y sienta verdadero asco sabré que es ella. Es mi
secreto, pero no se lo contéis a nadie.
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