10 may 2013

Una difícil confesión

Luisito no lo tenía fácil para declararse a Nati. Había cometido dos terribles errores: primero, hacerse demasiado amigo de ella y segundo, dejarse ir enamorando con el paso del tiempo.
Comían juntos, daban largos paseos, iban al cine y al teatro y todos los días hablaban por teléfono. Eran la pareja perfecta: pero de amigos.
Nada rompía la armonía ni hacía sospechar a Nati las verdaderas intenciones de su fiel Luisito, pero aquella noche su amigo del alma estaba especialmente tenso, sudando y gesticulando de manera inusual.
—­Puedes contarme qué te sucede ­­­­­­–le decía ella­–. Sabes que en mí puedes confiar.
Ese era el plan de Luisito: confesarse de una vez y poner fin a la angustia que lo corroía, aun a costa de perder aquella bella amistad. ¡Pero era tan difícil!
—¡Vamos, Luis! ¡Adelante!
Nati se ponía cada vez más nerviosa y a Luisito no se le ocurrían las palabras. ¿Por dónde empezar?
—Me estás preocupando, Luis. ¡Venga!
Pero él nada. Se desabrochó un botón más de la camisa y escuchó cómo Nati le insistía nuevamente:
—¡Vamos! ¡Vamos!
—¡Vale! –dijo él.
Una lágrima apareció en los ojos de Nati, expectante. Luisito tomó aire, la miró a los ojos, la sujetó por los antebrazos y a la luz de las velas se confesó lo mejor que supo con una sencilla frase:
—Es solo que quiero metértela.

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