Luisito no lo tenía fácil para
declararse a Nati. Había cometido dos terribles errores: primero, hacerse
demasiado amigo de ella y segundo, dejarse ir enamorando con el paso del
tiempo.
Comían juntos, daban largos paseos,
iban al cine y al teatro y todos los días hablaban por teléfono. Eran la pareja
perfecta: pero de amigos.
Nada rompía la armonía ni hacía
sospechar a Nati las verdaderas intenciones de su fiel Luisito, pero aquella
noche su amigo del alma estaba especialmente tenso, sudando y gesticulando de
manera inusual.
—Puedes contarme qué te sucede –le
decía ella–. Sabes que en mí puedes confiar.
Ese era el plan de Luisito:
confesarse de una vez y poner fin a la angustia que lo corroía, aun a costa de
perder aquella bella amistad. ¡Pero era tan difícil!
—¡Vamos, Luis! ¡Adelante!
Nati se ponía cada vez más nerviosa
y a Luisito no se le ocurrían las palabras. ¿Por dónde empezar?
—Me estás preocupando, Luis. ¡Venga!
Pero él nada. Se desabrochó un botón
más de la camisa y escuchó cómo Nati le insistía nuevamente:
—¡Vamos! ¡Vamos!
—¡Vale! –dijo él.
Una lágrima apareció en los ojos de
Nati, expectante. Luisito tomó aire, la miró a los ojos, la sujetó por los
antebrazos y a la luz de las velas se confesó lo mejor que supo con una
sencilla frase:
—Es solo que quiero metértela.
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